"Ventana abierta"
Rincón para orar
Sor Matilde
JESÚS ES CONSAGRADO AL SEÑOR, EN EL TEMPLO
22 Cuando se cumplieron los días de la
purificación de ellos, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén
para presentarle al Señor,
23 como está escrito en la
Ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor
24 y para ofrecer en
sacrificio un par de tórtolas o dos pichones, conforme a lo que se dice en la
Ley del Señor.
25 Y he aquí que había en
Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba
la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo.
26 Le había sido revelado
por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del
Señor.
27 Movido por el Espíritu,
vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para cumplir lo
que la Ley prescribía sobre él,
28 le tomó en brazos y
bendijo a Dios diciendo:
29 « Ahora, Señor, puedes,
según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz;
30 porque han visto mis
ojos tu salvación,
31 la que has preparado a
la vista de todos los pueblos,
32 luz para iluminar a los
gentiles y gloria de tu pueblo Israel. »
33 Su padre y su madre
estaban admirados de lo que se decía de él.
34 Simeón les bendijo y
dijo a María, su madre: « Este está puesto para caída y elevación de muchos en
Israel, y para ser señal de contradicción -
35 ¡y a ti misma una espada
te atravesará el alma! - a fin de que queden al descubierto las intenciones de
muchos corazones. »
36 Había también una
profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad avanzada; después
de casarse había vivido siete años con su marido,
37 y permaneció viuda hasta
los ochenta y cuatro años; no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y
día en ayunos y oraciones.
38 Como se presentase en
aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban
la redención de Jerusalén.
39 Así que cumplieron todas
las cosas según la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret.
40 El niño crecía y se
fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él. (Lc.
2, 22-40)
Dios eligió, de entre todos los pueblos de la tierra,
uno que había de ser “de su propiedad”. No escogió el más poderoso o hábil. Ni
siquiera el más inclinado al bien o a la docilidad. No, el pueblo de Israel es
entre todos los pueblos, el más insignificante e irrelevante. Y esto fue así
porque Dios gusta de demostrar su poder en lo pobre y lo pequeño, así sus
gracias y dones relucen con más brillo.
Pues a Israel Dios le dio leyes sabías y prudentes para
que al cumplirlas sirviera a su Señor… Y entre otras, estaba que, las madres,
si daban a luz a un varón, estuviesen apartadas cuarenta días, porque eran
consideradas “impuras”. Después habían de ir al Templo para ofrecer por su
purificación. Si eran pobres, un par de tórtolas o dos pichones. El niño, si era
el primogénito, pertenecía a Dios Yahvé y había que ofrecérselo, rescatándolo
después por cinco siclos (¡Nada menos que el jornal de un obrero durante veinte
días!). Para la pobreza de María y José, esto era un gasto grave; pero ellos,
como todo fiel israelita, cumplieron puntualmente la Ley…
Su presencia en el Templo pasó inadvertida para las
gentes que allí estaban, pero quiso Dios que alguien, lleno del Espíritu Santo,
lo reconociera entre tantas madres con sus niños que iban al Templo a
purificarse. Éste era el anciano Simeón, “hombre justo y temeroso de Dios”. En
su oración, el Espíritu Santo, del que estaba poseído, le había revelado que no
vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor.
Y aquel día Simeón, como movido por el Espíritu Santo, fue
al Templo y cuando entraban sus padres con el Niño Jesús, lo tomó en brazos y
bendijo a Dios con un cántico de acción de gracias por “este niño que había de
ser el Salvador de todos los pueblos”.
La visión de este hombre era universal, no así la interpretación
de los fariseos, para quienes el Mesías salvaría sólo al pueblo de Israel, el
pueblo de Dios. Ellos habían recortado la Escritura y prescindían de los
oráculos de Isaías donde aseguraba que “el Mesías de Dios, sería la Salvación
hasta los confines de la tierra” (Is. 42,6; 49,6)… Pero en esta gran Luz que
vio Simeón, también había sus sombras: “Éste está puesto como signo de
contradicción; y a ti te alcanzará una espada de dolor”, le dijo a su madre. La
Madre está asociada a su Hijo, primero en la tribulación y después en la gloria
de la Resurrección.
Este episodio en la vida de la Sagrada Familia nos
muestra, que en lo sencillo y prosaico de nuestra vida, siempre Dios envía
centellas que alimentan nuestra fe y nos hace “caminar de baluarte en baluarte
hasta ver a Dios en el cielo”… La fe acompañaba a María y a José, pero una fe
iluminada que Dios sostenía con su gracia poderosa y mientras “ven crecer al
Niño Jesús en estatura y en gracia ante Dios y los hombres”.
¡Señor, que nos enamoremos del respirar pausado de la
vida que, aparentemente “pasa sin pena ni gloria”, pero que visto con ojos
nuevos, lleva en su seno copiosos frutos de santidad!…
¡Danos el sentido de la fe, “sensusfidei” que acompañaba
a tantos justos del Antiguo Testamento y que ahora, con mayor luz, se nos
propone a nosotros!...
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