Ella estaba acostada sobre su cama, descansando un rato, y no se percató de mi entrada furtiva en la alcoba.
La miré de pies a cabeza, pero sus manos me llamaron mucho la atención, las manos de mi madre estaban arrugadas.
Sus venas se ven abultadas, y gruesas líneas de piel, como cordoncillos dispersos, se cruzan entre sí.
De primera intención sus manos me parecieron feas, pero me puse a pensar lo que esas manos significaban para mí, y al mirarlas de nuevo, las vi hermosas, dignas, fuertes, como envueltas en luz diamantina.
Esas manos fueron débiles y tiernas un día; luego fueron creciendo y cobraron fuerzas, y se hicieron bonitas. Pero el peso de los años y el sello del trabajo las envejecieron y arrugaron.
Ahora son manos de una mujer anciana, encina noble que se ha ido doblegando ante los ímpetus de la vida.
Yo amo esas manos, ellas se abrieron para cargarme cuando yo era apenas un bultito de carne y huesos.
Siempre estuvieron solícitas para guiar mis pasos trémulos en mi niñez, inciertos en mi juventud y aún no siempre firmes ahora que soy un adulto.
Fueron manos constructoras, que tenían el encanto de transmitir amistad e inyectar estímulo.
Por los dedos de esas manos se derramó la luz de un corazón amante, o fueron como hilos dorados que se entretejieron a mi alrededor para darme protección.
En el hogar esas manos se mantuvieron ocupadas haciendo mil cosas, siempre para hacer el bien.
Ahora son manos temblorosas, arrugadas y sin mucha fuerza pero no han dejado de ser una inspiración para mí,
porque ellas todavía se estiran para abrirle la puerta al hijo/a, que vuelve a casa, para sostener la taza de café que me obsequia durante mis visitas,
o para saludar a cuantos se acercan a ella.
En la tela de la historia, las manos de las madres han hecho mucha labor.
Antes de salir del cuarto, yo me incliné y besé las manos, las bellas manos de mi dulce madre.
Y tú, ¿te has detenido a contemplar las manos de tu madre?
Espero ustedes valoren a su madre.
¡Aprovechen cada segundo que Dios les regala con ella...!
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