"Ventana abierta"
MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PARA LA II JORNADA MUNDIAL DE LOS ABUELOS Y
DE LOS MAYORES
(24 de julio de 2022)
Vatican.va
"En
la vejez seguirán dando fruto" (Sal 92,15)
Querida hermana, querido hermano:
El versículo del salmo 92 «en la vejez seguirán dando frutos»
(v. 15) es una buena noticia, un verdadero “evangelio”, que podemos anunciar al
mundo con ocasión de la segunda Jornada Mundial de los Abuelos y de los
Mayores. Esto va a contracorriente respecto a lo que el mundo piensa de esta
edad de la vida; y también con respecto a la actitud resignada de algunos de
nosotros, ancianos, que siguen adelante con poca esperanza y sin aguardar ya
nada del futuro.
La ancianidad a muchos les da miedo. La consideran una
especie de enfermedad con la que es mejor no entrar en contacto. Los ancianos
no nos conciernen —piensan— y es mejor que estén lo más lejos posible, quizá
juntos entre ellos, en instalaciones donde los cuiden y que nos eviten tener
que hacernos cargo de sus preocupaciones. Es la “cultura del descarte”, esa
mentalidad que, mientras nos hace sentir diferentes de los más débiles y ajenos
a sus fragilidades, autoriza a imaginar caminos separados entre “nosotros” y
“ellos”. Pero, en realidad, una larga vida —así enseña la Escritura— es una
bendición, y los ancianos no son parias de los que hay que tomar distancia,
sino signos vivientes de la bondad de Dios que concede vida en abundancia.
¡Bendita la casa que cuida a un anciano! ¡Bendita la familia que honra a sus
abuelos!
La ancianidad, en efecto, no es una estación fácil de
comprender, tampoco para nosotros que ya la estamos viviendo. A pesar de que
llega después de un largo camino, ninguno nos ha preparado para afrontarla, y
casi parece que nos tomara por sorpresa. Las sociedades más desarrolladas
invierten mucho en esta edad de la vida, pero no ayudan a interpretarla;
ofrecen planes de asistencia, pero no proyectos de existencia. Por
eso es difícil mirar al futuro y vislumbrar un horizonte hacia el cual
dirigirse. Por una parte, estamos tentados de exorcizar la vejez escondiendo
las arrugas y fingiendo que somos siempre jóvenes, por otra, parece que no nos
quedaría más que vivir sin ilusión, resignados a no tener ya “frutos para dar”.
El final de la actividad laboral y los hijos ya autónomos
hacen disminuir los motivos por los que hemos gastado muchas de nuestras
energías. La consciencia de que las fuerzas declinan o la aparición de una
enfermedad pueden poner en crisis nuestras certezas. El mundo —con sus tiempos
acelerados, ante los cuales nos cuesta mantener el paso— parece que no nos deja
alternativa y nos lleva a interiorizar la idea del descarte. Esto es lo que
lleva al orante del salmo a exclamar: «No me rechaces en mi ancianidad; no me
abandones cuando me falten las fuerzas» (71,9).
Pero el mismo salmo —que descubre la presencia del Señor en
las diferentes estaciones de la existencia— nos invita a seguir esperando. Al
llegar la vejez y las canas, Él seguirá dándonos vida y no dejará que seamos
derrotados por el mal. Confiando en Él, encontraremos la fuerza para alabarlo
cada vez más (cf. vv. 14-20) y descubriremos que envejecer no implica solamente
el deterioro natural del cuerpo o el ineludible pasar del tiempo, sino el don
de una larga vida. ¡Envejecer no es una condena, es una bendición!
Por ello, debemos vigilar sobre nosotros mismos y aprender a
llevar una ancianidad activa también desde el punto de vista espiritual,
cultivando nuestra vida interior por medio de la lectura asidua de la Palabra
de Dios, la oración cotidiana, la práctica de los sacramentos y la
participación en la liturgia. Y, junto a la relación con Dios, las relaciones
con los demás, sobre todo con la familia, los hijos, los nietos, a los que
podemos ofrecer nuestro afecto lleno de atenciones; pero también con las
personas pobres y afligidas, a las que podemos acercarnos con la ayuda concreta
y con la oración. Todo esto nos ayudará a no sentirnos meros espectadores en el
teatro del mundo, a no limitarnos a “balconear”, a mirar desde la ventana.
Afinando, en cambio, nuestros sentidos para reconocer la presencia del Señor, seremos como “verdes olivos en la casa de
Dios” (cf. Sal 52,10), y podremos ser una bendición para quienes
viven a nuestro lado.
La ancianidad no es un tiempo inútil en el que nos hacemos a
un lado, abandonando los remos en la barca, sino que es una estación para
seguir dando frutos. Hay una nueva misión que nos espera y nos invita a dirigir
la mirada hacia el futuro. «La sensibilidad especial de nosotros ancianos, de
la edad anciana por las atenciones, los pensamientos y los afectos que nos
hacen más humanos, debería volver a ser una vocación para muchos. Y será una
elección de amor de los ancianos hacia las nuevas generaciones». Es nuestro aporte a la revolución de la
ternura, una revolución espiritual y pacífica
a la que los invito a ustedes, queridos abuelos y personas mayores, a ser
protagonistas.
El mundo vive un tiempo de dura prueba, marcado primero por
la tempestad inesperada y furiosa de la pandemia, luego, por una guerra que
afecta la paz y el desarrollo a escala mundial. No es casual que la guerra haya
vuelto en Europa en el momento en que la generación que la vivió en el siglo
pasado está desapareciendo. Y estas grandes crisis pueden volvernos insensibles
al hecho de que hay otras “epidemias” y otras formas extendidas de violencia
que amenazan a la familia humana y a nuestra casa común.
Frente a todo esto, necesitamos un cambio profundo, una conversión
que desmilitarice los corazones, permitiendo que cada uno reconozca en el otro
a un hermano. Y nosotros, abuelos y mayores, tenemos una gran responsabilidad:
enseñar a las mujeres y a los hombres de nuestro tiempo a ver a los demás con
la misma mirada comprensiva y tierna que dirigimos a nuestros nietos. Hemos
afinado nuestra humanidad haciéndonos cargo de los demás, y hoy podemos ser
maestros de una forma de vivir pacífica y atenta con los más débiles. Nuestra
actitud tal vez pueda ser confundida con debilidad o sumisión, pero serán los
mansos, no los agresivos ni los prevaricadores, los que heredarán la tierra
(cf. Mt 5,5).
Uno de los frutos que estamos llamados a dar es el de
proteger el mundo. «Todos hemos pasado por las rodillas de los abuelos, que nos han llevado en brazos»; pero hoy es el
tiempo de tener sobre nuestras rodillas —con la ayuda concreta o al menos con
la oración—, junto con los nuestros, a todos aquellos nietos atemorizados que
aún no hemos conocido y que quizá huyen de la guerra o sufren por su causa.
Llevemos en nuestro corazón —como hacía san José, padre tierno y solícito— a
los pequeños de Ucrania, de Afganistán, de Sudán del Sur.
Muchos de nosotros hemos madurado una sabia y humilde
conciencia, que el mundo tanto necesita. No nos salvamos solos, la felicidad es
un pan que se come juntos. Testimoniémoslo a aquellos que se engañan pensando
encontrar realización personal y éxito en el enfrentamiento. Todos, también los
más débiles, pueden hacerlo. Incluso dejar que nos cuiden —a menudo personas
que provienen de otros países— es un modo para decir que vivir juntos no sólo
es posible, sino necesario.
Queridas abuelas y queridos abuelos, queridas ancianas y queridos ancianos, en este mundo nuestro estamos llamados a ser artífices de la revolución de la ternura. Hagámoslo, aprendiendo a utilizar cada vez más y mejor el instrumento más valioso que tenemos, y que es el más apropiado para nuestra edad: el de la oración. «Convirtámonos también nosotros un poco en poetas de la oración: cultivemos el gusto de buscar palabras nuestras, volvamos a apropiarnos de las que nos enseña la Palabra de Dios».
Nuestra invocación
confiada puede hacer mucho, puede acompañar el grito de dolor del que sufre y
puede contribuir a cambiar los corazones. Podemos ser «el “coro” permanente de
un gran santuario espiritual, donde la oración de súplica y el canto de alabanza
sostienen a la comunidad que trabaja y lucha en el campo de la vida».
Es por eso que la Jornada Mundial de los Abuelos y de los
Mayores es una ocasión para decir una vez más, con alegría, que la Iglesia
quiere festejar con aquellos a los que el Señor —como dice la Biblia— les ha
concedido “una edad avanzada”. ¡Celebrémosla juntos! Los invito a anunciar esta
Jornada en sus parroquias y comunidades, a ir a visitar a los ancianos que
están más solos, en sus casas o en las residencias donde viven. Tratemos que
nadie viva este día en soledad. Tener alguien a quien esperar puede cambiar el
sentido de los días de quien ya no aguarda nada bueno del futuro; y de un
primer encuentro puede nacer una nueva amistad. La visita a los ancianos que
están solos es una obra de misericordia de nuestro tiempo.
Pidamos a la Virgen, Madre de la Ternura, que nos haga a
todos artífices de la revolución de la ternura, para liberar juntos al
mundo de la sombra de la soledad y del demonio de la guerra.
Que mi Bendición, con la seguridad de mi cercanía afectuosa, llegue a todos ustedes y a sus seres queridos. Y ustedes, por favor, no se olviden de rezar por mí.
Roma, San Juan de
Letrán, 3 de mayo de 2022, fiesta de los santos apóstoles Felipe y Santiago.
FRANCISCO
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