"Ventana abierta"
Oración: buscando profundidad
10 12 2011
Ronald Rolheiser*
En nuestros momentos de mayor reflexión sentimos la
importancia de la oración; sin embargo, tenemos que luchar para
orar. No nos resulta nada fácil una oración sostenida y profunda. ¿Por qué?
En primer lugar, luchamos por reservar un
tiempo para la oración. La oración no lleva a cabo nada práctico para
nosotros; es una pérdida de tiempo desde el punto de vista de tener que
ocuparnos de las presiones y tareas de la vida diaria, y por eso titubeamos en
el momento de ir allá, a la cita de la oración. Junto con esto, nos
resulta difícil confiar en que la oración realmente obre y produzca algo
real en nuestras vidas. Además, nos vemos luchando para concentrarnos
cuando intentamos orar. Una vez nos hemos instalado o asentado para orar,
enseguida nos sentimos agobiados por ensueños, conversaciones inacabadas,
melodías medio olvidadas, sinsabores, agendas; y las tareas inminentes que nos
esperan tan pronto como nos levantemos de nuestro lugar de oración. Finalmente,
nos vemos luchando para orar porque realmente no sabemos cómo orar.
Quizás estemos familiarizados con varias formas de oración, desde rezos
devocionales hasta diferentes tipos de meditación, pero generalmente nos falta
confianza para creer que nuestro propio modo particular de orar, aun con todas
sus distracciones y pasos en falso, es oración en el sentido más profundo.
Una de las fuentes a donde podemos recurrir en
busca de ayuda es al evangelio de Lucas. El suyo es el evangelio de la
oración, mucho más que cualquiera de los otros evangelios. En el evangelio de
Lucas encontramos más descripciones de Jesús orando que en todos los
demás evangelios combinados. Lucas nos da vislumbres de Jesús orando casi en
todo tipo de situaciones: Ora cuando rebosa de alegría, ora cuando agoniza, ora
rodeado de otros y ora cuando se encuentra solo por la noche, apartado de todo
contacto humano. Ora en lo alto de la montaña, lugar sagrado; y ora en la
llanura, donde se desarrolla la vida ordinaria. En el evangelio de Lucas, Jesús
ora una barbaridad.
Y sus discípulos no pierden esa lección. Tienen la sensación de que la
verdadera profundidad y el auténtico poder de Jesús proceden de su oración. Los
discípulos saben que lo que le convierte a Jesús en un ser tan especial, tan
diferente de cualquier otro personaje religioso, es que está conectado, a un
cierto nivel profundo, a un poder de fuera de este mundo. Y desean esto para
sí mismos. Por eso se acercan a Jesús para pedirle: “¡Señor, enséñanos a
orar!”
Pero tenemos que tener cuidado para no malinterpretar
lo que constituía su atracción y lo que pedían cuando pedían a Jesús que les
enseñara a orar. Tenían la sensación de que lo que Jesús sacaba de la
profundidad de su oración no era, en primer lugar, su poder de realizar
milagros o de silenciar a sus enemigos con un cierto tipo de inteligencia
superior. Lo que les impresionaba, y lo que ellos querían también para
sus vidas, era la profundidad y la bondad de su alma.
El poder que admiraban y querían para sí era el poder de Jesús para amar y
perdonar a sus enemigos, en vez de avergonzarlos y aplastarlos. Lo que querían
para sí era el poder de Jesús de transformar un lugar, no por medio de una
acción milagrosa, sino por la inocencia cautivadora y por la vulnerabilidad
agradable que, como la presencia de un bebé, mantiene a todos controlando con
esmero su conducta y su lenguaje. Lo que querían para sí era su poder
para renunciar a la propia vida en auto-sacrificio, aun reteniendo la
envidiable capacidad de gozar, sin culpabilidad, de los placeres de la vida. Lo
que querían era el poder de Jesús para ser generoso y tener corazón grande,
para amar más allá de la propia tribu, y para amar del mismo modo a ricos y
pobres, para vivir dentro de la caridad, la alegría, la paz, la paciencia, la
bondad, el aguante ante el sufrimiento, la fidelidad, la mansedumbre y la
castidad… todo ello, a pesar de todo, dentro del ambiente mundano que milita
contra estas virtudes. Lo que ellos querían para sí era la profundidad y
la bondad de alma de Jesús.
Y los discípulos reconocían que este poder no procedía
de dentro de sí mismo, sino de una fuente fuera de él. Se percataban de
que él se conectaba a una fuente profunda por medio de la oración, por
medio de elevar constantemente a Dios lo que tenía en su mente y en su corazón.
Ellos percibían eso claramente y querían también esa conexión profunda para sí
mismos. Por eso suplicaron a Jesús que les enseñara a orar.
En última instancia, también nosotros queremos la
profundidad y la bondad de Jesús en nuestras vidas. Como los discípulos de
Jesús sabemos también que solamente podemos conseguir esto por medio de la
oración, teniendo acceso a un poder que se sitúa dentro del hondón más
profundo de nuestras almas y más allá de las mismas. Sabemos también que el itinerario
para lograr esa profundidad consiste en aventurarnos hacia adentro, en
silencio, a través del dolor y de la quietud, del caos y de la paz, que llegan
a nosotros cuando nos apaciguamos para orar.
En nuestros momentos de mayor reflexión y en nuestros
momentos de mayor desesperación, sentimos la necesidad de orar; e
intentamos dirigirnos a ese hondón profundo. Pero, dada nuestra falta de
confianza y nuestra falta de práctica, tenemos que esforzarnos y luchar por
llegar allá. No sabemos cómo orar o cómo mantenernos en oración.
Pero en esto estamos bien acompañados; nos
acompañan nada menos que por los discípulos de Jesús. Bueno, un buen comienzo
es reconocer lo que necesitamos y dónde se encuentra para lograrlo. Tenemos
que comenzar con una súplica, la misma de los discípulos: ¡Señor,
enséñanos a orar!
(Fuente: Ciudad Redonda, 05/12/2011)
* Ronald Rolheiser es sacerdote, de los
Misioneros Oblatos de María Inmaculada en Estados Unidos.
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