"Ventana abierta"
REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA DECIMOCTAVA SEMANA DEL T.O. (2)
“El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta”. Con esa sentencia comienza la lectura evangélica que nos regala la liturgia para hoy (Mt 16,24-28).
Jesús no se cansa de repetirlo. Él nos ofrece
la vida eterna, la felicidad eterna en Su presencia, arropados de ese Amor
infinito que solo Dios puede prodigarnos, sin interrupciones, sin
distracciones. Disfrutar de la “visión beatífica” de que nos habla santo Tomás
de Aquino. ¿A quién le amarga un dulce?, dice el refrán. Pero ese dulce viene
acompañado de lo que yo llamo la “letra chica”, que dice: “Carga con tu cruz y
sígueme”. Uf, ¡qué difícil! Ahí es donde muchos se desaniman. Entonces resuenan
las palabras de Jesús a los Doce cuando muchos de sus discípulos comenzaron a
abandonarlo porque encontraban “muy duro” su mensaje: “¿También vosotros
queréis marcharos? (Jn 6,67)”.
En una ocasión escuché una homilía en la que el
predicador comparaba la cruz que Cristo nos invita a cargar para nuestra
salvación, con el efecto secundario de un medicamento capaz de curar una
enfermedad. Se me ocurre tomar como ejemplo la quimioterapia, que es capaz de
curar un cáncer o, al menos, prolongar considerablemente la vida del paciente,
pero cuyos efectos secundarios pueden ser incómodos, desagradables, y hasta
dolorosos. Así, podríamos decir que la cruz es el “efecto secundario” del
seguimiento de Jesús.
Si somos capaces de soportar los efectos
secundarios de un tratamiento médico para prolongar la vida terrenal, que de
todos modos es temporal y va a terminar como quiera, ¿por qué se nos hace tan
difícil aceptar la cruz que Cristo nos invita a cargar para alcanzar la vida
eterna?
Lo mismo ocurre con los atletas, quienes sufren
privaciones, se someten a estrictas disciplinas, y llevan su cuerpo a límites
cada vez más extremos, a costa de dolor físico y agotamiento mental, con la
esperanza (nunca la certeza) de ganar una carrera, o un partido, o cualquier
otro evento deportivo. “Los atletas se privan de todo; y eso ¡por una corona
corruptible!; nosotros en cambio, por una incorruptible” (1 Co 9,25). ¿Cuánto
más estaremos dispuestos a soportar con tal que alcanzar la “corona de gloria que
no se marchita” que Cristo nos tiene prometida? Cfr. 1 Pe 5,4.
El Señor tiene una cruz para cada uno de
nosotros. Cuando enfrentado con tu cruz el Señor te pregunte si tú también
quieres marcharte, ¿qué le vas a contestar? Recordemos la contestación de Simón
Pedro: “Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y
nosotros creemos y sabemos que Tú eres el Santo de Dios” (Jn 6,68-69).
Recuerda, el Señor te invita a seguirle. El
precio es alto, pero la recompensa es eterna.
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