"Ventana abierta"
Mensaje del Papa Francisco para la Jornada Mundial de la Paz 2020
Redacción ACI Prensa
El Papa Francisco en la Audiencia
General Foto: Daniel Ibáñez / ACI Prensa
El Vaticano publicó este 12 de diciembre el
mensaje del Papa Francisco con motivo de la Jornada Mundial de la Paz que se
celebrará el próximo 1 de enero de 2020 con el tema “La Paz como camino de
Esperanza: Diálogo, Reconciliación y Conversión ecológica”.
En el mensaje, el Santo Padre afirmó que “la
brecha entre los miembros de una sociedad, el aumento de las desigualdades
sociales y la negativa a utilizar las herramientas para el desarrollo humano
integral ponen en peligro la búsqueda del bien común. En cambio, el trabajo
paciente basado en el poder de la palabra y la verdad puede despertar en las
personas la capacidad de compasión y solidaridad creativa”.
A continuación, el texto completo del mensaje
del Papa Francisco:
1. La paz, camino de esperanza
ante los obstáculos y las pruebas
La paz, como objeto de nuestra esperanza, es un
bien precioso, al que aspira toda la humanidad. Esperar en la paz es una
actitud humana que contiene una tensión existencial, y de este modo cualquier
situación difícil «se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si
podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique
el esfuerzo del camino».[1] En este sentido, la esperanza es la virtud que nos
pone en camino, nos da alas para avanzar, incluso cuando los obstáculos
parecen insuperables.
Nuestra comunidad humana lleva, en la memoria y
en la carne, los signos de las guerras y de los conflictos que se han
producido, con una capacidad destructiva creciente, y que no dejan de afectar
especialmente a los más pobres y a los más débiles. Naciones enteras se
afanan también por liberarse de las cadenas de la explotación y de la
corrupción, que alimentan el odio y la violencia. Todavía hoy, a tantos
hombres y mujeres, niños y ancianos se les niega la dignidad, la integridad
física, la libertad, incluida la libertad religiosa, la solidaridad
comunitaria, la esperanza en el futuro. Muchas víctimas inocentes cargan sobre
sí el tormento de la humillación y la exclusión, del duelo y la injusticia,
por no decir los traumas resultantes del ensañamiento sistemático contra su
pueblo y sus seres queridos.
Las terribles pruebas de los conflictos civiles
e internacionales, a menudo agravados por la violencia sin piedad, marcan
durante mucho tiempo el cuerpo y el alma de la humanidad. En realidad, toda
guerra se revela como un fratricidio que destruye el mismo proyecto de
fraternidad, inscrito en la vocación de la familia humana.
Sabemos que la guerra a menudo comienza por la
intolerancia a la diversidad del otro, lo que fomenta el deseo de posesión y
la voluntad de dominio. Nace en el corazón del hombre por el egoísmo y la
soberbia, por el odio que instiga a destruir, a encerrar al otro en una imagen
negativa, a excluirlo y eliminarlo. La guerra se nutre de la perversión de las
relaciones, de las ambiciones hegemónicas, de los abusos de poder, del miedo
al otro y la diferencia vista como un obstáculo; y al mismo tiempo alimenta
todo esto.
Es paradójico, como señalé durante el
reciente viaje a Japón, que «nuestro mundo vive la perversa dicotomía de
querer defender y garantizar la estabilidad y la paz en base a una falsa
seguridad sustentada por una mentalidad de miedo y desconfianza, que termina
por envenenar las relaciones entre pueblos e impedir todo posible diálogo. La
paz y la estabilidad internacional son incompatibles con todo intento de
fundarse sobre el miedo a la mutua destrucción o sobre una amenaza de aniquilación
total; sólo es posible desde una ética global de solidaridad y cooperación
al servicio de un futuro plasmado por la interdependencia y la
corresponsabilidad entre toda la familia humana de hoy y de mañana».[2]
Cualquier situación de amenaza alimenta la
desconfianza y el repliegue en la propia condición. La desconfianza y el miedo
aumentan la fragilidad de las relaciones y el riesgo de violencia, en un
círculo vicioso que nunca puede conducir a una relación de paz. En este
sentido, incluso la disuasión nuclear no puede crear más que una seguridad
ilusoria.
Por lo tanto, no podemos pretender que se
mantenga la estabilidad en el mundo a través del miedo a la aniquilación, en
un equilibrio altamente inestable, suspendido al borde del abismo nuclear y
encerrado dentro de los muros de la indiferencia, en el que se toman decisiones
socioeconómicas, que abren el camino a los dramas del descarte del hombre y de
la creación, en lugar de protegerse los unos a los otros.[3] Entonces, ¿cómo
construir un camino de paz y reconocimiento mutuo? ¿Cómo romper la lógica
morbosa de la amenaza y el miedo? ¿Cómo acabar con la dinámica de
desconfianza que prevalece actualmente?
Debemos buscar una verdadera fraternidad, que
esté basada sobre nuestro origen común en Dios y ejercida en el diálogo y la
confianza recíproca. El deseo de paz está profundamente inscrito en el
corazón del hombre y no debemos resignarnos a nada menos que esto.
2. La paz, camino de escucha basado en la memoria, en la solidaridad y
en la fraternidad
Los Hibakusha, los sobrevivientes de los bombardeos atómicos de
Hiroshima y Nagasaki, se encuentran entre quienes mantienen hoy viva la llama
de la conciencia colectiva, testificando a las generaciones venideras el horror
de lo que sucedió en agosto de 1945 y el sufrimiento indescriptible que
continúa hasta nuestros días. Su testimonio despierta y preserva de esta
manera el recuerdo de las víctimas, para que la conciencia humana se
fortalezca cada vez más contra todo deseo de dominación y destrucción: «No
podemos permitir que las actuales y nuevas generaciones pierdan la memoria de
lo acontecido, esa memoria que es garante y estímulo para construir un futuro
más justo y más fraterno».[4]
Como ellos, muchos ofrecen en todo el mundo a
las generaciones futuras el servicio esencial de la memoria, que debe
mantenerse no sólo para evitar cometer nuevamente los mismos errores o para
que no se vuelvan a proponer los esquemas ilusorios del pasado, sino también
para que esta, fruto de la experiencia, constituya la raíz y sugiera el camino
para las decisiones de paz presentes y futuras.
La memoria es, aún más, el horizonte de la
esperanza: muchas veces, en la oscuridad de guerras y conflictos, el recuerdo
de un pequeño gesto de solidaridad recibido puede inspirar también opciones
valientes e incluso heroicas, puede poner en marcha nuevas energías y reavivar
una nueva esperanza tanto en los individuos como en las comunidades.
Abrir y trazar un camino de paz es un desafío
muy complejo, en cuanto los intereses que están en juego en las relaciones
entre personas, comunidades y naciones son múltiples y contradictorios. En
primer lugar, es necesario apelar a la conciencia moral y a la voluntad
personal y política. La paz, en efecto, brota de las profundidades del
corazón humano y la voluntad política siempre necesita revitalización, para
abrir nuevos procesos que reconcilien y unan a las personas y las comunidades.
El mundo no necesita palabras vacías, sino
testigos convencidos, artesanos de la paz abiertos al diálogo sin exclusión
ni manipulación. De hecho, no se puede realmente alcanzar la paz a menos que
haya un diálogo convencido de hombres y mujeres que busquen la verdad más
allá de las ideologías y de las opiniones diferentes. La paz «debe edificarse
continuamente»,[5] un camino que hacemos juntos buscando siempre el bien común
y comprometiéndonos a cumplir nuestra palabra y respetar las leyes. El
conocimiento y la estima por los demás también pueden crecer en la escucha
mutua, hasta el punto de reconocer en el enemigo el rostro de un hermano.
Por tanto, el proceso de paz es un compromiso
constante en el tiempo. Es un trabajo paciente que busca la verdad y la
justicia, que honra la memoria de las víctimas y que se abre, paso a paso, a
una esperanza común, más fuerte que la venganza. En un Estado de derecho, la
democracia puede ser un paradigma significativo de este proceso, si se basa en
la justicia y en el compromiso de salvaguardar los derechos de cada uno,
especialmente si es débil o marginado, en la búsqueda continua de la
verdad.[6] Es una construcción social y una tarea en progreso, en la que cada
uno contribuye responsablemente a todos los niveles de la comunidad local,
nacional y mundial.
Como resaltaba san Pablo VI: «La doble
aspiración hacia la igualdad y la participación trata de promover un tipo de
sociedad democrática. [...] Esto indica la importancia de la educación para
la vida en sociedad, donde, además de la información sobre los derechos de
cada uno, sea recordado su necesario correlativo: el reconocimiento de los
deberes de cada uno de cara a los demás; el sentido y la práctica del deber
están mutuamente condicionados por el dominio de sí, la aceptación de las
responsabilidades y de los límites puestos al ejercicio de la libertad de la
persona individual o del grupo».[7]
Por el contrario, la brecha entre los miembros
de una sociedad, el aumento de las desigualdades sociales y la negativa a
utilizar las herramientas para el desarrollo humano integral ponen en peligro
la búsqueda del bien común. En cambio, el trabajo paciente basado en el poder
de la palabra y la verdad puede despertar en las personas la capacidad de
compasión y solidaridad creativa.
En nuestra experiencia cristiana, recordamos
constantemente a Cristo, quien dio su vida por nuestra reconciliación
(cf. Rm 5,6-11). La Iglesia participa plenamente en la
búsqueda de un orden justo, y continúa sirviendo al bien común y alimentando
la esperanza de paz a través de la transmisión de los valores cristianos, la
enseñanza moral y las obras sociales y educativas.
3. La paz, camino de
reconciliación en la comunión fraterna
La Biblia, de una manera particular a través
de la palabra de los profetas, llama a las conciencias y a los pueblos a la
alianza de Dios con la humanidad. Se trata de abandonar el deseo de dominar a
los demás y aprender a verse como personas, como hijos de Dios, como hermanos.
Nunca se debe encasillar al otro por lo que pudo decir o hacer, sino que debe
ser considerado por la promesa que lleva dentro de él. Sólo eligiendo el
camino del respeto será posible romper la espiral de venganza y emprender el
camino de la esperanza.
Nos guía el pasaje del Evangelio que muestra
el siguiente diálogo entre Pedro y Jesús: «“Señor, si mi hermano me ofende,
¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?”. Jesús le contesta:
“No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”» (Mt 18,21-22).
Este camino de reconciliación nos llama a encontrar en lo más profundo de
nuestros corazones la fuerza del perdón y la capacidad de reconocernos como
hermanos y hermanas. Aprender a vivir en el perdón aumenta nuestra capacidad de
convertirnos en mujeres y hombres de paz.
Lo que afirmamos de la paz en el ámbito social
vale también en lo político y económico, puesto que la cuestión de la paz
impregna todas las dimensiones de la vida comunitaria: nunca habrá una paz
verdadera a menos que seamos capaces de construir un sistema económico más
justo. Como escribió hace diez años Benedicto XVI en la Carta
encíclica Caritas in veritate: «La victoria sobre el subdesarrollo
requiere actuar no sólo en la mejora de las transacciones basadas en la
compraventa, o en las transferencias de las estructuras asistenciales de
carácter público, sino sobre todo en la apertura progresiva en el contexto
mundial a formas de actividad económica caracterizada por ciertos márgenes de
gratuidad y comunión» (n. 39).
4. La paz, camino de conversión
ecológica
«Si una mala comprensión de nuestros propios
principios a veces nos ha llevado a justificar el maltrato a la naturaleza o el
dominio despótico del ser humano sobre lo creado o las guerras, la injusticia
y la violencia, los creyentes podemos reconocer que de esa manera hemos sido
infieles al tesoro de sabiduría que debíamos custodiar».[8]
Ante las consecuencias de nuestra hostilidad
hacia los demás, la falta de respeto por la casa común y la explotación
abusiva de los recursos naturales —vistos como herramientas útiles únicamente
para el beneficio inmediato, sin respeto por las comunidades locales, por el
bien común y por la naturaleza—, necesitamos una conversión ecológica.
El reciente Sínodo sobre la Amazonia nos lleva
a renovar la llamada a una relación pacífica entre las comunidades y la
tierra, entre el presente y la memoria, entre las experiencias y las
esperanzas.
Este camino de reconciliación es también
escucha y contemplación del mundo que Dios nos dio para convertirlo en nuestra
casa común. De hecho, los recursos naturales, las numerosas formas de vida y
la tierra misma se nos confían para ser “cultivadas y preservadas” (cf. Gn 2,15)
también para las generaciones futuras, con la participación responsable y
activa de cada uno. Además, necesitamos un cambio en las convicciones y en la
mirada, que nos abra más al encuentro con el otro y a la acogida del don de la
creación, que refleja la belleza y la sabiduría de su Hacedor.
De aquí surgen, en particular, motivaciones
profundas y una nueva forma de vivir en la casa común, de encontrarse unos con
otros desde la propia diversidad, de celebrar y respetar la vida recibida y
compartida, de preocuparse por las condiciones y modelos de sociedad que
favorecen el florecimiento y la permanencia de la vida en el futuro, de
incrementar el bien común de toda la familia humana.
Por lo tanto, la conversión ecológica a la
que apelamos nos lleva a tener una nueva mirada sobre la vida, considerando la
generosidad del Creador que nos dio la tierra y que nos recuerda la alegre
sobriedad de compartir. Esta conversión debe entenderse de manera integral,
como una transformación de las relaciones que tenemos con nuestros hermanos y
hermanas, con los otros seres vivos, con la creación en su variedad tan rica,
con el Creador que es el origen de toda vida. Para el cristiano, esta pide
«dejar brotar todas las consecuencias de su encuentro con Jesucristo en las
relaciones con el mundo que los rodea».[9]
5. Se alcanza tanto cuanto se espera [10]
El camino de la reconciliación
requiere paciencia y confianza. La paz no se logra si no se la espera. En
primer lugar, se trata de creer en la posibilidad de la paz, de creer que el
otro tiene nuestra misma necesidad de paz. En esto, podemos inspirarnos en el
amor de Dios por cada uno de nosotros, un amor liberador, ilimitado, gratuito e
incansable.
El miedo es a menudo una fuente de conflicto.
Por lo tanto, es importante ir más allá de nuestros temores humanos,
reconociéndonos hijos necesitados, ante Aquel que nos ama y nos espera, como
el Padre del hijo pródigo (cf. Lc 15,11-24). La cultura del
encuentro entre hermanos y hermanas rompe con la cultura de la amenaza. Hace
que cada encuentro sea una posibilidad y un don del generoso amor de Dios. Nos
guía a ir más allá de los límites de nuestros estrechos horizontes, a
aspirar siempre a vivir la fraternidad universal, como hijos del único Padre
celestial.
Para los discípulos de Cristo, este camino
está sostenido también por el sacramento de la Reconciliación, que el Señor
nos dejó para la remisión de los pecados de los bautizados. Este sacramento
de la Iglesia, que renueva a las personas y a las comunidades, nos llama a
mantener la mirada en Jesús, que ha reconciliado «todas las cosas, las del
cielo y las de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz» (Col 1,20);
y nos pide que depongamos cualquier violencia en nuestros pensamientos,
palabras y acciones, tanto hacia nuestro prójimo como hacia la creación.
La gracia de Dios Padre se da como amor sin
condiciones. Habiendo recibido su perdón, en Cristo, podemos ponernos en
camino para ofrecerlo a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Día tras
día, el Espíritu Santo nos sugiere actitudes y palabras para que nos
convirtamos en artesanos de la justicia y la paz.
Que el Dios de la paz nos bendiga y venga en
nuestra ayuda.
Que María, Madre del Príncipe de la paz y
Madre de todos los pueblos de la tierra, nos acompañe y nos sostenga en el
camino de la reconciliación, paso a paso.
Y que cada persona que venga a este mundo pueda
conocer una existencia de paz y desarrollar plenamente la promesa de amor y
vida que lleva consigo.
Vaticano, 8 de diciembre de 2019
FRANCISCO
[1] Benedicto XVI, Carta enc. Spe
salvi (30 noviembre 2007).
[2] Discurso sobre las armas nucleares, Nagasaki, Parque del
epicentro de la bomba atómica, 24 noviembre 2019. [3] Cf. Homilía en
Lampedusa, 8 julio 2013.
[4] Encuentro por la paz, Hiroshima, Memorial de la Paz, 24
noviembre 2019.
[5] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 78.
[6] Cf. Benedicto XVI, Discurso a los dirigentes de las asociaciones
cristianas de trabajadores italianos, 27 enero 2006. [7] Carta. ap. Octogesima
adveniens (14 mayo 1971), 24.
[8] Carta enc. Laudato si’ (24 mayo 2015), 200.
[9] Ibíd., 217.
[10] Cf. S. Juan de la Cruz, Noche Oscura, II, 21, 8.
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