"Ventana abierta"
Mensaje completo del Papa para la
Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado 2019
Alfa y Omega
No se trata sólo de migrantes
Queridos hermanos y
hermanas:
La fe nos asegura que el Reino de Dios está ya
misteriosamente presente en nuestra tierra (cf. CONC. ECUM. VAT. II, Const. Gaudium
et spes, 39); sin embargo, debemos constatar con dolor que también
hoy encuentra obstáculos y fuerzas contrarias. Conflictos violentos y
auténticas guerras no cesan de lacerar la humanidad; injusticias y
discriminaciones se suceden; es difícil superar los desequilibrios económicos y
sociales, tanto a nivel local como global. Y son los pobres y los
desfavorecidos quienes más sufren las consecuencias de esta situación.
Las sociedades económicamente más avanzadas desarrollan en su
seno la tendencia a un marcado individualismo que, combinado con la mentalidad
utilitarista y multiplicado por la red mediática, produce la “globalización de
la indiferencia”. En este escenario, las personas migrantes, refugiadas,
desplazadas y las víctimas de la trata, se han convertido en emblema de la
exclusión porque, además de soportar dificultades por su misma condición, con
frecuencia son objeto de juicios negativos, puesto que se las considera
responsables de los males sociales. La actitud hacia ellas constituye una señal
de alarma, que nos advierte de la decadencia moral a la que nos enfrentamos si
seguimos dando espacio a la cultura del descarte. De hecho, por esta senda,
cada sujeto que no responde a los cánones del bienestar físico, mental y
social, corre el riesgo de ser marginado y excluido.
Por esta razón, la presencia de los migrantes y de los
refugiados, como en general de las personas vulnerables, representa hoy en día
una invitación a recuperar algunas dimensiones esenciales de nuestra existencia
cristiana y de nuestra humanidad, que corren el riesgo de adormecerse con un
estilo de vida lleno de comodidades. Razón por la cual, «no se trata sólo de
migrantes» significa que al mostrar interés por ellos, nos interesamos también
por nosotros, por todos; que cuidando de ellos, todos crecemos; que
escuchándolos, también damos voz a esa parte de nosotros que quizás mantenemos
escondida porque hoy no está bien vista.
«¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!» (Mt 14,27). No
se trata sólo de migrantes, también se trata de nuestros miedos. La
maldad y la fealdad de nuestro tiempo acrecienta «nuestro miedo a los “otros”,
a los desconocidos, a los marginados, a los forasteros [...]. Y esto se nota
particularmente hoy en día, frente a la llegada de migrantes y refugiados que
llaman a nuestra puerta en busca de protección, seguridad y un futuro mejor. Es
verdad, el temor es legítimo, también porque falta preparación para este
encuentro» (Homilía, Sacrofano,
15 febrero 2019). El problema no es el hecho de tener dudas y sentir miedo. El
problema es cuando esas dudas y esos miedos condicionan nuestra forma de pensar
y de actuar hasta el punto de convertirnos en seres intolerantes, cerrados y
quizás, sin darnos cuenta, incluso racistas. El miedo nos priva así del deseo y
de la capacidad de encuentro con el otro, con aquel que es diferente; nos priva
de una oportunidad de encuentro con el Señor (cf. Homilía en la Concelebración
Eucarística de la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, 14
enero 2018).
«Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis?
¿No hacen lo mismo también los publicanos?» (Mt 5,46). No
se trata sólo de migrantes: se trata de la caridad. A través
de las obras de caridad mostramos nuestra fe (cf. St 2,18). Y la mayor
caridad es la que se ejerce con quienes no pueden corresponder y tal vez ni
siquiera dar gracias. «Lo que está en juego es el rostro que queremos darnos
como sociedad y el valor de cada vida [...]. El progreso de nuestros pueblos
[...] depende sobre todo de la capacidad de dejarse conmover por quien llama a
la puerta y con su mirada estigmatiza y depone a todos los falsos ídolos que
hipotecan y esclavizan la vida; ídolos que prometen una aparente y fugaz
felicidad, construida al margen de la realidad y del sufrimiento de los demás» (Discurso
en la Cáritas Diocesana de Rabat, 30 marzo 2019).
«Pero un samaritano que iba de viaje llegó adonde estaba él
y, al verlo, se compadeció» (Lc 10,33). No
se trata sólo de migrantes: se trata de nuestra humanidad. Lo
que mueve a ese samaritano, un extranjero para los judíos, a detenerse, es la
compasión, un sentimiento que no se puede explicar únicamente a nivel racional.
La compasión toca la fibra más sensible de nuestra humanidad, provocando un
apremiante impulso a “estar cerca” de quienes vemos en situación de dificultad.
Como Jesús mismo nos enseña (cf. Mt 9,35-36; 4
14,13-14; 15,32-37), sentir compasión significa reconocer el sufrimiento del
otro y pasar inmediatamente a la acción para aliviar, curar y salvar. Sentir
compasión significa dar espacio a la ternura que a menudo la sociedad actual
nos pide reprimir. «Abrirse a los demás no empobrece, sino que más bien
enriquece, porque ayuda a ser más humano: a reconocerse parte activa de un todo
más grande y a interpretar la vida como un regalo para los otros, a ver como
objetivo, no los propios intereses, sino el bien de la humanidad» (Discurso
en la Mezquita “Heydar Aliyev” de Bakú, Azerbaiyán, 2 octubre
2016).
«Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, porque os
digo que sus ángeles están viendo siempre en los cielos el rostro de mi Padre
celestial» (Mt 18,10). No
se trata sólo de migrantes: se trata de no excluir a nadie. El
mundo actual es cada día más elitista y cruel con los excluidos. Los países en
vías de desarrollo siguen agotando sus mejores recursos naturales y humanos en
beneficio de unos pocos mercados privilegiados. Las guerras afectan sólo a
algunas regiones del mundo; sin embargo, la fabricación de armas y su venta se
lleva a cabo en otras regiones, que luego no quieren hacerse cargo de los
refugiados que dichos conflictos generan.
Quienes padecen las consecuencias son
siempre los pequeños, los pobres, los más vulnerables, a quienes se les impide
sentarse a la mesa y se les deja sólo las “migajas” del banquete (cf. Lc 16,19-21).
La Iglesia «en salida [...] sabe tomar la iniciativa sin miedo, salir al
encuentro, buscar a los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar
a los excluidos» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 24).
El desarrollo exclusivista hace que los ricos sean más ricos y los pobres más
pobres. El auténtico desarrollo es aquel que pretende incluir a todos los
hombres y mujeres del mundo, promoviendo su crecimiento integral, y
preocupándose también por las generaciones futuras.
«El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro
servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos» (Mc 10,43-44). No
se trata sólo de migrantes: se trata de poner a los últimos en primer
lugar. Jesucristo nos pide que no cedamos a la lógica del
mundo, que justifica el abusar de los demás para lograr nuestro beneficio
personal o el de nuestro grupo: ¡primero yo y luego los demás! En cambio, el
verdadero lema del cristiano es “¡primero los últimos!”. «Un espíritu
individualista es terreno fértil para que madure el sentido de indiferencia
hacia el prójimo, que lleva a tratarlo como puro objeto de compraventa, que
induce a desinteresarse de la humanidad de los demás y termina por hacer que
las personas sean pusilánimes y cínicas. ¿Acaso no son estas las actitudes que
frecuentemente asumimos frente a los pobres, los marginados o los últimos de la
sociedad? ¡Y cuántos últimos hay en nuestras sociedades! Entre estos, pienso sobre
todo en los emigrantes, con la carga de dificultades y sufrimientos que deben
soportar cada día en la búsqueda, a veces desesperada, de un lugar donde poder
vivir en paz y con dignidad» (Discurso ante el Cuerpo
Diplomático, 11 enero 2016). En la lógica del Evangelio, los
últimos son los primeros, y nosotros tenemos que ponernos a su servicio.
«Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante» (Jn 10,10). No
se trata sólo de migrantes: se trata de la persona en su totalidad, de todas
las personas. En esta afirmación de Jesús encontramos el corazón de
su misión: hacer que todos reciban el don de la vida en plenitud, según la
voluntad del Padre. En cada actividad política, en cada programa, en cada
acción pastoral, debemos poner siempre en el centro a la persona, en sus
múltiples dimensiones, incluida la espiritual. Y esto se aplica a todas las
personas, a quienes debemos reconocer la igualdad fundamental. Por lo tanto,
«el desarrollo no se reduce al simple crecimiento económico. Para ser auténtico,
debe ser integral, es decir, promover a todos los hombres y a todo el hombre»
(S. PABLO VI, Carta enc. Populorum progressio, 14).
«Así pues, ya no sois extranjeros ni forasteros, sino
conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios» (Ef 2,19). No
se trata sólo de migrantes: se trata de construir la ciudad de Dios y del
hombre. En nuestra época, también llamada la era de las
migraciones, son muchas las personas inocentes víctimas del “gran engaño” del
desarrollo tecnológico y consumista sin límites (cf. Carta enc. Laudato
si’, 34). Y así, emprenden un viaje hacia un “paraíso” que
inexorablemente traiciona sus expectativas. Su presencia, a veces incómoda,
contribuye a disipar los mitos de un progreso reservado a unos pocos, pero
construido sobre la explotación de muchos. «Se trata, entonces, de que nosotros
seamos los primeros en verlo y así podamos ayudar a los otros a ver en el
emigrante y en el refugiado no sólo un problema que debe ser afrontado, sino un
hermano y una hermana que deben ser acogidos, respetados y amados, una ocasión
que la Providencia nos ofrece para contribuir a la construcción de una sociedad
más justa, una democracia más plena, un país más solidario, un mundo más
fraterno y una comunidad cristiana más abierta, de acuerdo con el Evangelio» (Mensaje
para la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado 2014).
Queridos hermanos y hermanas: La respuesta al desafío
planteado por las migraciones contemporáneas se puede resumir en cuatro verbos: acoger,
proteger, promover e integrar. Pero estos
verbos no se aplican sólo a los migrantes y a los refugiados. Expresan la
misión de la Iglesia en relación a todos los habitantes de las periferias
existenciales, que deben ser acogidos, protegidos, promovidos e integrados. Si
ponemos en práctica estos verbos, contribuimos a edificar la ciudad de Dios y
del hombre, promovemos el desarrollo humano integral de todas las personas y
también ayudamos a la comunidad mundial a acercarse a los objetivos de
desarrollo sostenible que ha establecido y que, de lo contrario, serán
difíciles de alcanzar.
Por lo tanto, no solamente está en juego la causa de los
migrantes, no se trata sólo de ellos, sino de todos nosotros, del presente y
del futuro de la familia humana. Los migrantes, y especialmente aquellos más
vulnerables, nos ayudan a leer los “signos de los tiempos”. A través de ellos,
el Señor nos llama a una conversión, a liberarnos de los exclusivismos, de la
indiferencia y de la cultura del descarte.
A través de ellos, el Señor nos
invita a reapropiarnos de nuestra vida cristiana en su totalidad y a
contribuir, cada uno según su propia vocación, a la construcción de un mundo
que responda cada vez más al plan de Dios.
Este es el deseo que acompaño con mi oración, invocando, por
intercesión de la Virgen María, Nuestra Señora del Camino, abundantes
bendiciones sobre todos los migrantes y los refugiados del mundo, y sobre
quienes se hacen sus compañeros de viaje.
Vaticano, 27 de mayo de 2019