"Ventana abierta"
Domingo de la Santísima Trinidad.
Por INFOVATICANA | 16 junio, 2019
(Mercaba) - El domingo después de pentecostés se dedica
a la Santísima Trinidad. Es el lugar más apropiado del año litúrgico para esta
celebración. El papa san León, en sus sermones de pentecostés, gustaba
detenerse a considerar la Trinidad. Y es lógico, puesto que por el Espíritu
Santo llegamos a creer y a reconocer la trinidad de personas en el único Dios.
Habiendo celebrado todos los misterios de Cristo, la Iglesia echa una mirada
retrospectiva de agradecimiento a la obra completa de la redención. Desde la
contemplación de las obras maravillosas de Dios nos volvemos a considerar la
vida interna de la Divinidad.
Historia de la fiesta.
Comenzó a celebrarse esta fiesta hacia el año
1000, tal vez un poco antes. Parece ser que fueron los monjes los que asignaron
el domingo después de pentecostés para su celebración. Anteriormente existía
misa votiva y oficio en honor de la Trinidad, pero no día de su fiesta como
tal. Las iglesias diocesanas comenzaron a seguir el ejemplo de los benedictinos
y los cistercienses, y, en los dos siglos siguientes, la celebración se
extendió por toda Europa. Roma, siempre tan conservadora en cuestión de
liturgia, tardó en admitir la nueva fiesta. Por fin, en 1334, el papa Juan XXII
la introdujo como fiesta de la Iglesia universal.
El domingo de la
Santísima Trinidad es de institución relativamente tardía, pero fue precedido
por siglos de devoción al misterio que celebra. Tal devoción arranca del mismo
Nuevo Testamento; pero lo que le dio especial impulso fue la lucha de la
Iglesia contra las herejías de los siglos IV y V. El arrianismo negaba la
divinidad de Cristo. En 325, el concilio de Nicea afirmó que Cristo es coeterno
y consustancial con el Padre, y así condenó el arrianismo. Esto fue reafirmado
en el concilio de Constantinopla, en 381, que declaró además que el Espíritu
Santo es distinto del Padre y del Hijo, pero consustancial, igual y coeterno
con ellos.
Significado de la fiesta.
El objeto de la fiesta no es una realidad abstracta. Lo que adoramos es el
Dios vivo, el Dios en que vivimos, nos movemos y existimos. Las personas
divinas de la Trinidad no son extrañas. Por el bautismo participamos en la vida
de Dios; entramos en relación personal con el Dios uno y trino.
La gracia
bautismal nos incorpora a Cristo, nos llena con su Espíritu, nos hace hijos de
Dios. En una meditación sobre la Trinidad, santo Tomás de Aquino afirma que por
la gracia no sólo el Hijo, sino también el Padre y el Espíritu Santo vienen a
morar en la mente y el corazón. El Padre viene fortaleciéndonos con su poder; el
Hijo, iluminándonos con su sabiduría; el Espíritu Santo, con su bondad llena de
amor nuestros corazones.
La Santísima Trinidad es ciertamente un misterio, pero un misterio en el
cual nosotros estamos inmersos. Es un océano que no podemos esperar abarcar en
esta vida. Incluso la eternidad entera será insuficiente para agotar sus
riquezas. A la luz de la gloria veremos a Dios cara a cara; pero no será una
visión estática, sino una exploración sin fin.
¿De qué manera hemos de aproximarnos a este misterio? ¿Comenzaremos por la
unidad de naturaleza o por la trinidad de personas? Probablemente nos
inclinaremos a comenzar por lo primero. Durante siglos la enseñanza de la
Iglesia ha acentuado la unidad del ser. Así se hacía también en la catequesis
popular. Una oración popular irlandesa, traducida por Tomás Kinsella, ilustra
esta idea:
Tres pliegues en una sola tela,
pero no hay más que una tela.
Tres falanges en un dedo,
pero no hay más que un dedo.
Tres hojas en un trébol,
pero no hay más que un trébol.
Escarcha, nieve, hielo…,
los tres son agua.
Tres personas en Dios
son asimismo un solo Dios.
En contraste con esta idea podemos considerar el famoso icono ruso de la
Trinidad pintado por Rublev. Representa la escena descrita en Gén 18,1-18 en la
que Yavé se aparece a Abrahán bajo la forma de tres ángeles. Es éste un hermoso
retrato místico de la Trinidad, en el que la distinción de las personas y sus
relaciones mutuas se transmiten utilizando gran delicadeza de colores y formas.
El padre Cipriano Vagaggini, en su gran obra Las
dimensiones teológicas de la liturgia, sostiene esta última
aproximación, que, según él, es más escriturística y tradicional. Se comienza,
dice, por la trinidad de personas. Así se encuentra básicamente en la liturgia,
como se desprende de la Escritura y de los más antiguos padres de la Iglesia.
Las polémicas antiarrianas de los siglos IV y V cambiaron este punto de vista,
ya que se juzgó sumamente necesario acentuar más y más la unidad de naturaleza
de la Divinidad. Esto tuvo como resultado que la distinción de personas
retrocediera, en cierta medida, a un segundo término de la consciencia
cristiana. En su nueva forma, la fiesta de la Santísima Trinidad tiende, en
cierto modo, a restablecer un equilibrio.
Según el punto de vista escriturístico y litúrgico, el centro del interés
no es tanto la Santísima Trinidad en sí misma cuanto en sus relaciones con el
mundo y la historia sagrada. Se intenta determinar cuál es el papel específico
de cada una de las personas divinas en la historia de la salvación. Esa
historia abraza la vida de cada uno de nosotros. El padre Vagaggini ha
pergeñado una fórmula para expresar la forma en que el Dios uno y trino actúa
fuera de sí mismo:
Todo bien nos viene del Padre, por mediación de
su Hijo encarnado, Jesucristo, por medio de la presencia del Espíritu Santo en
nosotros; y del mismo modo, por la presencia en nosotros del Espíritu Santo, a
través de la mediación del Hijo de Dios encarnado, Jesucristo, todo retorna al
Padre.
Este modo de considerar la Trinidad puede decirse más dinámico, comparado
con el otro, que era más estático. Es como un proceso de vida y movimiento. La
Trinidad no es una realidad remota y abstracta, algo que está «ahí fuera». Está
mucho más aquí, abrazando y penetrando
mi vida. Para san Pablo y los otros escritores del Nuevo Testamento, la vida
cristiana y moral es profundamente trinitaria hasta la médula. Todo cuanto
tenemos lo recibimos del Padre, que es la fuente de nuestro ser; pero lo
recibimos por Jesucristo, nuestro mediador. El Espíritu Santo es quien nos une
a Cristo, y sin él no podemos acercarnos al Padre ni volver a él como a nuestro
fin último.
La liturgia.
Consideremos ante todo la Liturgia de las horas. El texto escriturístico
del oficio de lecturas es de la primera carta de san Pablo a los Corintios
(2,1-16). Bien elegido para introducirnos en el meollo de esta celebración, san
Pablo habla de «una sabiduría divina, misteriosa, escondida», que se le ha
encomendado impartir. Nos insinúa cosas que Dios nos ha revelado a través del Espíritu,
«pues el Espíritu lo escudriña todo, aun las profundidades divinas».
Podemos recordar aquí nuestra analogía del océano. La naturaleza divina es
como un mar profundo, insondable para la mente humana. Pero el Espíritu Santo,
que está en nosotros, es como un buceador que penetra las profundidades y nos
revela sus misterios. Por la luz del Espíritu Santo y por la revelación de
Jesús se nos da un indicio del misterio, porque, como dice el Apóstol
concluyendo este pasaje, «nosotros tenemos la mente de Cristo».
La lectura patrística es de san Atanasio. Este padre de la Iglesia es un
testigo auténtico de la fe católica. Defendió la ortodoxia católica contra el
arrianismo y otros errores, y jugó un papel preponderante en los concilios que
definieron las doctrinas verdaderas de la encarnación y la trinidad. Sufrió
persecución y exilio por su fe. En esta lectura, el santo describe la luz,
esplendor y gracia en la Trinidad y desde la Trinidad. Por eso nos dice: «Como
la gracia se nos da por el Padre, a través del Hijo, así también no podemos
recibir ningún don si no es en el Espíritu Santo, ya que, hechos partícipes del
mismo, poseemos el amor del Padre, la gracia del Hijo y la comunión del
Espíritu Santo». En términos similares exclama una de las antífonas: «El Padre
es amor, el Hijo es gracia, el Espíritu Santo es comunión, oh santa Trinidad».
El responsorio de la primera lectura contiene la oración de san Pablo del
capítulo primero a los Efesios: «El Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre
de la gloria, nos dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo». Nada
hay tan misterioso como la Trinidad; y, sin embargo, no estamos completamente a
oscuras. Tenemos la revelación de Jesús, la luz del Espíritu Santo y el
magisterio de la Iglesia. Con fe y humildad podemos también investigar este
misterio.
Los textos de la misa declaran no lo que Dios ha ocultado al hombre, sino
lo que le ha revelado. A través de las Escrituras aprendemos quién es Dios. Es
un Dios de amor. En la lectura del Antiguo Testamento para el ciclo A tenemos
la maravillosa revelación a Moisés en el monte Sinaí: «Señor, Señor, Dios
compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad». En
el evangelio de san Juan para el mismo ciclo, Jesús dice a Nicodemo: «Tanto amó
Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los
que creen en él, sino que tengan vida eterna».
La vida de la comunidad cristiana debería ser un reflejo de la comunidad
de vida de la Santísima Trinidad. En la segunda lectura del ciclo A, san Pablo
exhorta a los corintios: «Tened un mismo sentir y vivid en paz, y el Dios del
amor y de la paz estará con vosotros». Se da testimonio de Dios y se lo
reconoce en las comunidades donde hay unidad de mente y corazón y se practica
la tolerancia. San Pablo cierra su exhortación con una bendición hermosa: «La
gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu
Santo esté siempre con todos vosotros».
También se encuentra en la misa el tema de la revelación. La oración colecta
nos indica que por Jesucristo y por su Espíritu se nos da la capacidad de
conocer los misterios de la vida de Dios. El prefacio, que es la fórmula más
antigua de esta misa (del siglo V o del VI), declara: «Lo que creemos de
tu gloria, porque tú lo revelaste, lo afirmamos también de tu Hijo y también
del Espíritu Santo».
Creemos en un Dios, pero nuestro Dios no es solitario ni aislado. Es un
Dios que desea compartir su vida; es pura bondad, y la propiedad de la bondad
es comunicarse. El creó el universo e hizo al hombre a su imagen y semejanza.
Entró en diálogo con sus criaturas, eligió a Israel y estableció con él una
alianza. Por eso Moisés pregunta en la lectura del Deuteronomio (ciclo B):
«¿Hay algún pueblo que haya oído, como tú has oído, la voz del Dios vivo…?
¿Algún dios intentó jamás venir a buscarse una nación entre las otras?»
No, no es un Dios remoto. En la lectura del libro de los Proverbios (ciclo
C), la sabiduría personificada grita: «Yo estaba junto a él, como aprendiz, yo
era su encanto cotidiano, todo el tiempo jugaba en ‘su presencia: jugaba con la
bola de la tierra, gozaba con los hijos de los hombres». Dios está tan cerca de
nosotros, por su Espíritu, que bien podemos gritar: «Abba, Padre»
(lectura segunda, ciclo B); su amor ha sido derramado en nuestros corazones por
ese mismo Espíritu (lectura de la carta a los Romanos, ciclo C).
Vincent Ryan
Pascua, Fiestas del Señor
Paulinas, Madrid-1987, págs. 98-105
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