"Ventana abierta"
Web católico de Javier Olivares
El trabajo en el
hogar es, sin duda alguna, el trabajo con mayor dimensión social que existe.
Aún desarrollándose entre cuatro paredes, tiene una
repercusión importantísima en la buena salud de la sociedad.
Cuando una madre funciona bien, funciona bien la familia y, a
su vez, funciona bien toda la colectividad.
Mis logros personales no pueden competir con los de un alto
ejecutivo, ni salen en televisión, ni cotizan en la bolsa. Sin embargo, yo no
lo cambio por nada.
Mis satisfacciones son mucho mayores, y en mis manos está el
mejor negocio de mi vida pues me siento como la empresaria más importante del
planeta.
Me animo a escribir estas sencillas reflexiones pensando, en
especial, en aquellas mujeres, trabajadoras como yo, cuyo sueldo es el apoyo y
la ayuda de sus maridos y la sonrisa de sus hijos.
Pertenezco a una empresa familiar ubicada en un edificio
ocupado, en su mayoría, por negocios similares al mío.
Como toda buena compañía que se precie, goza de unas
instalaciones dignas, sencillas, soleadas y, sobretodo, muy acogedoras.
Así, estamos convencidos, se trabaja más, mejor y se está a
gusto. La sala de juntas, por ejemplo, es amplia, luminosa, sin ningún elemento
decorativo ostentoso (porque ni nos da para ello ni es nuestro estilo) y hace
las veces de biblioteca, sala de reuniones, estudio con audiovisuales, aula de
descanso..., lo que haga falta.
Sin embargo, es en el que podríamos llamar laboratorio, donde
paso la mayor parte del tiempo.
Es aquí donde intento transformar las materias primas que
recibo de mis proveedores en exquisitos productos elaborados; donde se lavan
los trapos sucios de la empresa, se alisan las arrugas de la convivencia, y un
montón de cosas más.
La mesa de mi despacho está entre la nevera y el microondas.
El hilo musical que suena de fondo es el del lavaplatos (por cierto, Dios mío,
gracias por poder tenerlo porque ¡el trabajo que ahorra!). El sillón de cuero
lo sustituí por una banqueta de cocina, bastante cómoda también.
En ocasiones, me traslado momentáneamente al despacho de otro
trabajador para poder usar el ordenador. Es una habitación compartida con un
futbolín, un corralito y su habitante eventual (al que tengo que atender a cada
frase), libros, enseres de descanso, un armario que antes creía muy amplio,
cachibaches por doquier, etc.
Y pues, como si de cualquier otro ministro se tratara, me
resulta bastante difícil hacer algo sin interrupción, puesto que, esté donde
esté, en mi lugar de trabajo entran cada dos por tres mis secretarios
particulares de 1, 3, 6, 8 y 10 años, solicitando mi atención para resolver
cualquier tipo de problema socio-laboral o simplemente de subsistencia.
Es muy gratificante pensar que eres necesario para los demás.
En lo que respecta a mis secretarios, hablaría de ellos horas y horas, como lo
haría una madre de sus pequeñuelos.
Digo bien cuando los llamo secretarios porque están bien
enseñados (nuestros esfuerzos nos cuesta) y colaboran en el bien de la empresa,
¡todos!
Por supuesto que cada uno ha de ocuparse de que sus
pertenencias y material de trabajo esté recogido. Pero, aparte, cada uno tiene
un pequeño encargo pensado un poco en el servicio a los demás.
Por ejemplo, José Ramón limpia los zapatos, los suyos y los
de sus hermanos; Fran riega las plantas, a veces, cuando ya están un poco
desmayadas y piden el agua a gritos; Covadonga repone el papel higiénico en los
baños, importantísimo; Macarena se encarga de sacar la basura a la escalera, y
¡por Dios! que nadie se la saque porque sino tenemos follón; por último,
Ignacio, que como todavía no sabe caminar (aunque eso no es excusa pues con el
andador llega a todos los sitios, lo tenemos comprobado), de momento sólo
recoge sus juguetes en el cesto.
Esto, escrito así, se ve muy bonito, pero dada la corta edad
laboral de la mayoría del personal, para su buen funcionamiento, requiere una
ardua tarea de inspección y seguimiento.
Y como la voluntad tarda más en desarrollarse que la
inteligencia hay que repetir las cosas infinidad de veces. Aquí, la paciencia
juega un papel fundamental. La paciencia y la gracia del sacramento del
matrimonio que en ocasiones creo haberla visto materialmente. ¡Como para
desperdiciarla!
Por otro lado, estos empleadillos, son muy dados a pedir
enseguida recompensa. Es, entonces, cuando se reúnen los sindicatos con la
patronal para llegar a un acuerdo. Por mi parte, quedan desterradas las pagas
por recompensar un servicio o una ayuda que, a fin de cuentas, no tiene precio.
La colaboración entre los trabajadores no se puede expresar
con dinero, y además, somos de la opinión de que cuanto menos tengan de eso,
mejor. Sí suelo ser generosa en besos y achuchones (no creo que sea acoso
sexual en el trabajo) y también muy efusiva en halagos y felicitaciones.
Procuro que el premio lo vean ellos mismos con la satisfacción del trabajo bien
hecho, ¡y cómo cuesta convencerles a veces!
Y con todo esto, que quizás a algunos le parezcan paparruchas
... ¡no me siento maruja! Es más, me horroriza la expresión. Y protesto
enérgicamente contra aquellos que piensan que las amas de casa, madres de
familia, nos dedicamos a esto porque no dimos para más y ahí estamos, sufriendo
en silencio, como si de almorranas se tratara.
Tengo estudios universitarios y he ejercido mi profesión
antes de casarme. Ahora no tengo un sueldo (bien que lo siento) pero mi
trabajo, de horario más amplio y de mayores alegrías, es una especie de
conglomerado de varios ministerios.
Ejerzo de ministra de educación y ciencia al hacer los
deberes con mis hijos, o al asistir a las reuniones del colegio, del brazo de
mi marido, en las que tanto aprendemos y tan bien lo pasamos. O cuando,
simplemente, les enseño a actuar de tal o tal manera porque honradamente es lo
más correcto; al hacer las cosas con orden, cumplir un horario, o una
promesa,...
Como ministra de sanidad, poco a poco me fui soltando: no
llego a recetar pero sí me ahorro alguna que otra visita al pediatra, porque de
todo se aprende.
En cuanto al ministerio de agricultura, pesca y alimentación
lo voy manejando mejor, aunque me costó lo mío. No es que cultive nada, pero
cuando te casas sin saber cocinar ...
Sobre la cartera de asuntos sociales, sólo señalar que el
hecho de que se vea pasear por la calle a una familia de más de cuatro
miembros, es ya una buena aportación a la sociedad.
Dado el número de empleados que tenemos, es el ministerio de
economía el que nos trae más de cabeza. Es por ello que hicimos de una frase
que repetía mi padre un lema familiar: "soldado que se guarda, vale para
segunda vez" y la herencia ha venido a formar parte de nuestras vidas.
Sólo hay que cuidar las cosas un poquito.
Todo esto se lleva a cabo con una estrecha colaboración entre
marido y mujer, por supuesto.
He de reconocer que la cartera de deportes se la lleva él.
Como también quisiera señalar que hay otro aspecto que ejerzo en solitario, al
igual que cantidad de mujeres en mi misma situación. Yo lo llamaría el
ministerio de imagen y buen aspecto: hemos de ser verdaderas expertas en
combinación de colores y prendas.
Tengo, en ocasiones, la tentación de hacer un esquema y
pegarlo por dentro del armario: tal pantalón va con tal jersey: si pones este
jersey, con tal y tal camisa o color de calcetín, ... Es posible que algún
marido se sienta un tanto ofendido, pero hasta nuestra redacción no nos han
llegado noticias de ninguno que tenga esta capacidad.
Para terminar, si se me admite un consejo, animaría a todas
mis colegas a defender su profesión con la cabeza bien alta. A prepararse de
alguna manera para mejorarla, tanto en la cocina como en la educación de los
hijos y en muchas cosas más.
Y a no sentir ningún complejo de inferioridad ante esas
"supermujeres" que nos vende la televisión, de maletín, peluquería y
alta costura, porque en valía personal, como mínimo, estamos a la misma altura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario