"Ventana abierta"
Cuento de Semana Santa
Relato publicado en la revista La Placeta de Lorca
LOS PÉTALOS DE DOÑA ASUNCIÓN
La casa de Asunción Aragón, atalaya privilegiada desde la cual se podían ver las
procesiones de Lorca, olía a flores, como todos los viernes santos. Desde que
tenía uso de razón, a la Virgen le habían llovido miles de pétalos desde su
balcón.
Lorca bullía de ajetreo, saludos, risas y
vivas. La hermosa Ciudad del Sol se agitaba con los vítores, la pasión y los
azules y blancos de los pañuelos, que tanto autóctonos como visitantes lucían
en las muñecas o sobre los hombros.
Encima de la mesa del salón Asunción había
dispuesto empanadillas de atún, torta de pimiento molido, crespillos, milhojas,
unos tomates partidos con olivas, salao y habas, muchas habas.
Y en la rinconera de cristal dos cuencos gigantescos de plata repletos de
corolas deshechas de rosas.
El desfile bíblico-pasional transcurría fluido
contemplado con fruición por don Esteban, el párroco de San Mateo, invitado de
doña Asunción; la hija de ésta, Isabel; y su marido, Juan. El pequeño Jaime iba
y venía de su cuarto a la amplia balconada desde donde miraba un rato la
procesión entre los barrotes y volvía a meterse.
Todo sucedió muy
deprisa. Doña Asunción entró en shock, abrió mucho los ojos y la boca al
descubrir que los pétalos no estaban en su lugar y la Virgen ya se veía al
principio de la carrera. Siguieron el reguero de retazos de rosa desde el
salón, por todo el pasillo, hasta el baño. Allí, el chiquillo vertía por el
retrete el último puñadito de restos florales y tiraba de la cisterna.
A Asunción le dio un
vahído mientras su yerno y don Esteban la sujetaban para que no cayera al
suelo; su hija le regañaba a Jaime quien comenzaba a berrear sin entender lo
sucedido. Corrieron de un lado para el otro, pensando, mientras la mujer
resoplaba recostada en el sofá, su yerno salía a por flores con poca esperanza
de encontrar tal cantidad a esas alturas y don Esteban rezaba un avemaría
apresurado.
–¡Ya está! –resolvió
Isabel volviendo de su antiguo cuarto de niña con folios de varios colores,
tres pares de tijeras y una sonrisa triunfal en la boca– ¡hagamos nosotros los
pétalos!
–¡Flores de papel!
–exclamó Asunción con aspavientos– esto es el fin de nuestra reputación, ¿qué
van a decir de nosotros si le tiramos a la Virgen trozos de papel?, ¡cómo si
fuera confeti en una fiesta pagana! ¡Qué barbaridad! ¡Qué deshonor! ¡Es un
sacrilegio!
–No, mira, mamá, doblamos
los folios en varios trozos y recortamos de forma que nos quedan pétalos
similares a los de las flores, y de colores muy vistosos, va a quedar muy bien.
–No es tan mala idea
–resolvió don Esteban viendo cómo la mujer negaba sin cesar, enajenada– al fin
y al cabo la única intención es honrar a la Virgen, ¿qué más da si es con
flores o con papel?
Finalmente la mujer
cedió ante el beneplácito de la autoridad eclesiástica; apresuradamente
recortaron más de un centenar de coloridos folios en pequeños trozos
redondeados y llegaron justo a tiempo para volcarlos sobre el palio de la
Virgen entre los vivas entusiastas y las lágrimas emocionadas de los lorquinos.
Nadie, ni los más
viejos, recordaban una lluvia de flores de tal vistosidad y elegancia en las
procesiones de Lorca. Los pétalos caían en una danza suave sobre la imagen y,
de repente, un intenso aroma de rosa recién cortada quedó flotando, sutil y
persistente, en el cielo lorquino que cubría la carrera.
Y así fue cómo, desde
su balcón, doña Asunción tuvo la certeza de que a la Virgen le habían agradado
sus improvisadas flores.
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