"Ventana abierta"
Homilía
completa del Papa Francisco en la festividad de san Pedro y san Pablo
29 junio, 2017
La liturgia de hoy nos ofrece tres palabras fundamentales para la vida del apóstol: confesión, persecución, oración.
La confesión es la de Pedro en el
Evangelio, cuando el Señor pregunta, ya no de manera general, sino particular.
Jesús, en efecto, pregunta primero: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del
Hombre?» (Mt 16,13). Y de esta
«encuesta» se revela de distintas maneras que la gente considera a Jesús un
profeta. Es entonces cuando el Maestro dirige a sus discípulos la pregunta
realmente decisiva: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (v. 15). A este
punto, responde sólo Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» (v. 16).
Esta es la confesión: reconocer que Jesús es el Mesías esperado, el Dios vivo,
el Señor de nuestra vida.
Jesús nos hace
también hoy a nosotros esta pregunta esencial, la dirige a todos, pero
especialmente a nosotros pastores. Es la pregunta decisiva, ante la que no
valen respuestas circunstanciales porque se trata de la vida: y la pregunta
sobre la vida exige una respuesta de vida. Pues de poco sirve conocer los
artículos de la fe si no se confiesa a Jesús como Señor de la propia vida. Él
nos mira hoy a los ojos y nos pregunta: «¿Quién soy yo para ti?». Es como si dijera: «¿Soy yo
todavía el Señor de tu vida, la orientación de tu corazón, la razón de tu
esperanza, tu confianza inquebrantable?». Como san Pedro, también nosotros
renovamos hoy nuestra opción de
vida como discípulos y apóstoles; pasamos nuevamente de la primera a
la segunda pregunta de Jesús para ser «suyos», no sólo de palabra, sino con las
obras y con nuestra vida.
Preguntémonos si
somos cristianos de salón, de esos
que comentan cómo van las cosas en la Iglesia y en el mundo, o si somos apóstoles en camino, que confiesan a Jesús
con la vida porque lo llevan en el corazón. Quien confiesa a Jesús sabe que no
ha de dar sólo opiniones, sino la vida; sabe que no puede creer con tibieza,
sino que está llamado a «arder» por amor; sabe que en la vida no puede
conformarse con «vivir al día» o acomodarse en el bienestar, sino que tiene que
correr el riesgo de ir mar adentro, renovando cada día el don de sí mismo.
Quien confiesa a Jesús se comporta como Pedro y Pablo: lo sigue hasta el final;
no hasta un cierto punto sino hasta el final, y lo sigue en su camino, no en
nuestros caminos. Su camino es el camino de la vida nueva, de la alegría y de
la resurrección, el camino que pasa también por la cruz y la persecución.
Y esta es la segunda
palabra, persecución. No fueron sólo
Pedro y Pablo los que derramaron su sangre por Cristo, sino que desde los
comienzos toda la comunidad fue perseguida, como nos lo ha recordado el libro
de los Hechos de los Apóstoles (cf. 12,1). Incluso hoy en día, en varias partes
del mundo, a veces en un clima de silencio —un silencio con frecuencia
cómplice—, muchos cristianos son marginados, calumniados, discriminados, víctimas
de una violencia incluso mortal, a menudo sin que los que podrían hacer que se
respetaran sus sacrosantos derechos hagan nada para impedirlo.
Por otra parte, me
gustaría hacer hincapié especialmente en lo que el Apóstol Pablo afirma antes
de «ser —como escribe— derramado en libación» (2 Tm 4,6). Para él la vida es Cristo (cf. Flp 1,21), y Cristo crucificado (cf. 1 Co 2,2), que dio su vida por él (cf. Ga 2,20). De este modo, como fiel
discípulo, Pablo siguió al Maestro ofreciendo también su propia vida. Sin la
cruz no hay Cristo, pero sin la cruz no puede haber tampoco un cristiano. En
efecto, «es propio de la virtud cristiana no sólo hacer el bien, sino también
saber soportar los males» (Agustín, Disc.
46.13), como Jesús. Soportar el mal no es sólo tener paciencia y continuar con
resignación; soportar es imitar a Jesús: es cargar el peso, cargarlo sobre los
hombros por él y por los demás. Es aceptar la cruz, avanzando con confianza
porque no estamos solos: el Señor crucificado y resucitado está con nosotros.
Así, como Pablo, también nosotros podemos decir que estamos «atribulados en
todo, mas no aplastados; apurados, mas no desesperados; perseguidos, pero no
abandonados» (2 Co 4,8-9).
Soportar es saber
vencer con Jesús, a la manera de Jesús, no a la manera del mundo. Por eso Pablo
—lo hemos oímos— se considera un triunfador que está a punto de recibir la
corona (cf. 2 Tm 4,8) y escribe: «He combatido el
noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe» (v. 7). Su
comportamiento en la noble batalla fue únicamente no
vivir para sí mismo, sino para Jesús y
para los demás. Vivió «corriendo», es decir, sin escatimar esfuerzos, más
bien consumándose. Una cosa dice que conservó: no la salud, sino la fe, es
decir la confesión de Cristo. Por amor a Jesús experimentó las pruebas, las
humillaciones y los sufrimientos, que no se deben nunca buscar, sino aceptarse.
Y así, en el misterio del sufrimiento ofrecido por amor, en este misterio que muchos
hermanos perseguidos, pobres y enfermos encarnan también hoy, brilla el poder
salvador de la cruz de Jesús.
La tercera palabra es oración. La vida del apóstol, que brota de
la confesión y desemboca en el ofrecimiento, transcurre cada día en la oración.
La oración es el agua indispensable que alimenta la esperanza y hace crecer la
confianza. La oración nos hace sentir amados y nos permite amar. Nos hace ir
adelante en los momentos más oscuros, porque enciende la luz de Dios. En la
Iglesia, la oración es la que nos sostiene a todos y nos ayuda a superar las
pruebas. Nos lo recuerda la primera lectura: «Mientras Pedro estaba en la
cárcel bien custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él» (Hch 12,5). Una Iglesia que reza está
protegida por el Señor y camina acompañada por él. Orar es encomendarle el
camino, para que nos proteja. La oración es la fuerza que nos une y nos
sostiene, es el remedio contra el aislamiento y la autosuficiencia que llevan a
la muerte espiritual. Porque el Espíritu de vida no sopla si no se ora y sin
oración no se abrirán las cárceles interiores que nos mantienen prisioneros.
Que los santos
Apóstoles nos obtengan un corazón como el suyo, cansado y pacificado por la
oración: cansado porque pide, toca e intercede, lleno de muchas personas y
situaciones para encomendar; pero al mismo tiempo pacificado, porque el
Espíritu trae consuelo y fortaleza cuando se ora. Qué urgente es que en la
Iglesia haya maestros de oración, pero que sean ante todo hombres y mujeres de
oración, que viven la oración.
El Señor interviene
cuando oramos, él, que es fiel al amor que le hemos confesado y que nunca nos
abandona en las pruebas. Él acompañó el camino de los Apóstoles y os acompañará
también a vosotros, queridos hermanos Cardenales, aquí reunidos en la caridad
de los Apóstoles que confesaron la fe con su sangre. Estará también cerca de
vosotros, queridos hermanos Arzobispos que, recibiendo el palio, seréis
confirmados en vuestro vivir para el rebaño, imitando al Buen Pastor, que os
sostiene llevándoos sobre sus hombros. El mismo Señor, que desea ardientemente
ver a todo su rebaño reunido, bendiga y custodie también a la Delegación del
Patriarcado Ecuménico, y al querido hermano Bartolomé, que la ha enviado como
señal de comunión apostólica.
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