"Ventana abierta"
Homilía del Sr. Arzobispo de Toledo en
la Santa Misa en Rito Hispano-Mozárabe S. I. Catedral Primada, 15 de junio.
Leo con frecuencia
opiniones sobre la solemnidad del Corpus Christi. Se opina de muchas cosas
sobre la aparición de esta fiesta; más sobre la Procesión, en ocasiones sin
aludir a la celebración de la Eucaristía, ni cuál es su peculiaridad. Existe,
pues, el peligro de fijar la atención en aspectos respetables, pero no los más
importantes: que si la procesión tiene las características de un desfile
cívico-religioso, que si la “Tarasca” y otros simbolismos, que si pecados y
demonios, que si ornamentación de las calles, que si altares o no. Sin duda: la
procesión litúrgica del Corpus, tras la celebración de esta Misa no es
espectáculo; es la presencia de Jesucristo, que se prolonga por las calles y
plazas, que recibe con alegría el Pueblo cristiano. No es algo inmaterial, que
cambie. Es real. ¿Y qué sucede con quienes contemplan a Cristo en la Custodia
de Arfe y no tienen fe o la tienen con muchas dudas y poca comprensión de este
misterio? Bienvenidos sean y les pedimos respeto y un corazón abierto a la
belleza, que siempre es nueva.
La Eucaristía es siempre una conmemoración de un sacrificio,
el de Cristo, Víctima y Altar, y, por ello, es también fiesta y banquete, al
que Jesús nos sienta, si aceptamos su invitación. La celebración de la
Eucaristía no ha cambiado desde que, tras la Ascensión del Señor a la derecha
del Padre, la Iglesia la celebra, sobre todo el domingo, día del Señor. Pueden
cambiar los modos de celebrarla, los ritos, las lenguas de la celebración, los
cánticos y la música. Tenemos una tradición, que procede del Señor y se nos ha
trasmitido.
En la noche que Jesús
iba a ser entregado, tomó pan y pronunciando la Acción de Gracias, dijo: “Esto
es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía. Lo mismo
hizo con el cáliz y recalcó: Haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria
mía”.
Aquí hay un realismo. No estamos ante un lenguaje de
sociología cultural: “Cada vez que coméis de este pan proclamáis la muerte del
Señor, hasta que vuelva”. Algo le ha pasado a ese pan y ese cáliz con el vino,
que se puede recibir dignamente, pero también indignamente, de modo que, sin
saber qué se come o bebe, se come y se bebe la condenación. En el Evangelio
proclamado, Jesús habla de vida, de comida y bebida que da vida, no a la manera
del maná, que comieron los padres, sino que da vida para siempre. ¿Estas obleas
y este vino, aunque sean de tan buena calidad, dan la vida? No, es que ese pan
y ese vino es la Presencia de Cristo, el mismo Cristo, que se llama verdadera
comida y verdadera bebida. ¡Qué Presencia, pues, tan atrayente y grandiosa, la
de Cristo! “En la antigua alianza había los panes de la proposición; pero, como
eran algo exclusivo del AT, ya no existen. Pero en el Nuevo Testamento hay un
pan celestial y una bebida de salvación, que santifican el alma y el cuerpo
(…). Por lo cual, el pan y el vino eucarístico no han de ser considerados como
nuevos y comunes alimentos materiales (o simbólicos), ya que son el Cuerpo y la
Sangre de Cristo, como afirma el Señor; pues, aunque los sentidos nos sugieren
lo primero, hemos de aceptar con firme convencimiento lo que nos enseña la fe”
(san Cirilo de Jerusalén, Catequesis 22, Mistagógica, 1.3-6).
Pero este alimento y esta bebida son “peligrosos”,
precisamente por la Presencia de Cristo en ellos. Cuando tomamos este pan y
este vino no sucede como cuando nuestro organismo toma alimento: nuestro cuerpo
lo asimila y forma parte de nosotros. Con este pan y este vino, tomado en
alimento, nosotros, cada uno, es asimilado a Cristo Resucitado. Y esta
operación puede ser buena o mala para nosotros. “Muero por todos – viene a
decir el Señor– para que todos tengan vida en mí, y con mi carne he redimido la
carne de todos”. Esta asimilación nuestra a Cristo tiene, pues, buenísimas
consecuencias. Y hay indicadores para ver cómo se da esa asimilación a Cristo.
El primer indicio es nuestro modo de mirar y considerar a los demás. En la
Eucaristía Cristo vive siempre de nuevo el don de sí realizado en la Cruz, de
entrega de sí por amor. A Él le gustaba estar con los discípulos. Lo cual
significaba para él compartir sus deseos, sus problemas, lo que agitaba su alma
y su vida. En esta Eucaristía, por ejemplo, nosotros nos encontramos con
hombres y mujeres de muchas procedencias: jóvenes, ancianos, niños; pobres y
acomodados; toledanos y de muchos lugares; con gente de su familia o solos. La
Eucaristía, pues, que celebro, me lleva espontáneamente a sentirles a todos
como hermanos. ¿Y me impulsa a ir hacia los pobres, los enfermos, los que
necesitan algo vital? ¿Me hace crecer en capacidad de alegrarme con quien se
alegra y de llorar con quien llora? ¿Me ayuda a reconocer en ellos el rostro de
Jesús? ¿Amamos, como quiere Cristo, a aquellos más necesitados por una
enfermedad, por un problema, como la falta de trabajo o de orientación?
¿Condeno el aborto, pero nada hago para acercarme a quien sufre este drama?
Otro indicio es la gracia de sentirse perdonado y dispuesto a perdonar. Así es
Cristo. Mucha gente nos critica por ir a Misa: ¿Somos capaces de decirles: “Voy
a Misa porque soy pecador y quiero recibir el perdón, participar en la
redención de Jesús, de su perdón”? Los que celebramos la Misa dominical o a
diario tenemos otra exigencia de Jesús: que haya continuación entre ir y
participar de la celebración eucarística y la vida de nuestras comunidades
cristianas. Cristo quiere estar en nuestra existencia e impregnarla con su
gracia, de tal modo que en cada comunidad cristiana exista una coherencia entre
Liturgia y vida. Siempre han de renovar en nosotros la confianza y la
esperanza, cuando escuchamos estas palabras de Cristo: “El que come mi carne y
bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día” (Jn 6,
54).
Pan vivo para la vida del mundo es la Eucaristía; Presencia
de Cristo que recorrerá nuestras calles y plazas en el fervor de sus
discípulos. Vivamos esta celebración, para vivir después nuestro acompañar a
Cristo vivo y sacramentado, puesto en esa hermosísima Custodia de Enrique de
Arfe. JUEVES DEL CORPUS Alocución en la plaza de Zocodover, 15 de junio “Anda,
come tu pan con alegría y bebe contento tu vino, porque Dios ya está contento
con tus obras” (Eclesiastés, 9, 7). Esta recomendación de Qohelet, el sabio
israelita, ¿qué estará indicándonos en este día? Tal vez que, llevando un
género de vida sencillo y adhiriéndonos a las enseñanzas de una fe recta para
con Dios, comamos nuestro pan con alegría y bebamos nuestro vino con alegre
corazón, evitando toda maldad en nuestras palabras y toda suntuosidad en
nuestra conducta. Nos invitarían además a procurar hacer objeto de nuestros
pensamientos todo aquello que es recto y, en cuanto nos sea posible, socorrer a
los necesitados con misericordia y liberalidad; es decir, entregándonos a
aquellos afanes y obras en que Dios se complace. Hay mucha gente que desea
vivir en paz, sin hacer mal a nadie, pero sin que les alteren su vida.
¿Podemos limitarnos los discípulos de Jesús a estas metas en
la vida, cuando nuestro mundo está en constantes desequilibrios y tantos
hombres y mujeres dejados a su suerte? Pienso que no. Nosotros, los cristianos
católicos, tenemos a nuestra disposición aquel pan celestial, que baja del
cielo y sabemos que da la vida al mundo; se nos enseña asimismo a beber con
alegre corazón el vino que manó del costado del que es la vida verdadera. Es el
Cuerpo y la Sangre de Cristo, o, mejor, Cristo mismo, que nos invita a su
Eucaristía. ¿Sentimos los que comemos este pan y bebemos de este vino que nos
llenan verdaderamente de alegría y de gozo, hasta exclamar “Has puesto alegría
en nuestro corazón”? ¿Lo sentimos así? ¿Y qué hacemos que no corremos a que
otros participen de esta alegría y sentido de la vida, a que otros se
encuentren con Cristo y les plenifique? ¿Acaso es a nosotros a quienes
únicamente se nos ha dicho: “Venid a comer mi pan y a beber el vino que he
mezclado”? “El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora
oferta de consumo, es una tristeza individualmente que brota del corazón cómodo
y avaro… cuando… ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya
no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no
palpita el entusiasmo por hacer el bien… Esa no es la opción de una vida digna
y plena, ése no es el deseo de Dios para nosotros, ésa no es la vida en el
Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado… “nadie queda excluido de
la alegría que ha traído el Señor” (Papa Francisco, EG 2.3).
Buscamos en esta procesión honrar el cuerpo y la sangre de
Nuestro Señor Jesucristo. Algo muy de alabar. Pero, ¿sabemos cuál es el
verdadero Corpus Christi? Porque honrar este Cuerpo es también evocar la
responsabilidad que tiene la Iglesia – nosotros, católicos- de atender a las
necesidades de todas las personas, sean o no miembros explícitos de la Iglesia
Todos los hombres y mujeres son nuestro prójimo, sea amigo o enemigo. Es
demasiado fácil llegar a ver la Eucaristía como representación de un
acontecimiento pasado con vistas a asegurarse las gracias obtenidas en el
acontecimiento del pasado.
Pero ya decía santo Tomás que el misterio de la Eucaristía
es “prenda de la vida futura”. La vida futura, siempre gracia de Cristo, se
alcanza aquí también por lo que cada uno de los discípulos de Cristo se parezca
a Él en el día a día de nuestra vida. La Eucaristía no es un mero volver a
ofrecer el sacrificio de Cristo por obra del sacerdote ante la mirada atenta de
los fieles. La Eucaristía terrestre es la acción eterna en el tiempo –también
en el nuestro– de Jesucristo mismo. Por esto, la carta a los Hebreos (12,
22-24) sitúa esta liturgia celeste de Cristo en el “hoy” de la Iglesia; en este
caso, el mundo en el que se encontraba exactamente la asamblea litúrgica de
aquellos cristianos, esto es, la humilde y sufriente comunidad de judíos
cristianos de entonces entre los años 60 y 70 d. C. Pero igualmente de nuestras
comunidades cristianas de hoy, en su situación concreta. En la Eucaristía, uno
es conciudadano de los otros miembros dolientes del Cuerpo de Cristo, y aun de
todos los que formamos la humanidad, esa realidad que es el ser humano, hombre
y mujer. Mirad, hermanos, a Cristo Eucaristía en esta hermosa custodia; sin
duda veréis, si miramos bien, tantos infinitos rostros de los que hoy son sus
hermanos, en muchos de los cuales Cristo está no precisamente en gloria, sino
en muchas tribulaciones.
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