"Ventana abierta"
MENSAJE DEL PAPA FRANCISCO PARA LA CUARESMA 2014
martes, 4 de febrero de 2014
Vaticano, 26 de diciembre de 2013
Fiesta de San Esteban, diácono y protomártir
Se hizo
pobre para enriquecernos con su pobreza (cfr. 2 Cor 8, 9)
Queridos
hermanos y hermanas:
Con ocasión
de la Cuaresma os propongo algunas reflexiones, a fin de que os sirvan para el
camino personal y comunitario de conversión. Comienzo recordando las palabras
de san Pablo: «Pues conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el cual,
siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza» (2
Cor 8, 9). El Apóstol se dirige a los cristianos de Corinto para alentarlos a
ser generosos y ayudar a los fieles de Jerusalén que pasan necesidad. ¿Qué nos
dicen, a los cristianos de hoy, estas palabras de san Pablo? ¿Qué nos dice hoy,
a nosotros, la invitación a la pobreza, a una vida pobre en sentido evangélico?
La gracia de
Cristo
Ante todo,
nos dicen cuál es el estilo de Dios. Dios no se revela mediante el poder y la
riqueza del mundo, sino mediante la debilidad y la pobreza: «Siendo rico, se
hizo pobre por vosotros…». Cristo, el Hijo eterno de Dios, igual al Padre en
poder y gloria, se hizo pobre; descendió en medio de nosotros, se acercó a cada
uno de nosotros; se desnudó, se "vació", para ser en todo semejante a
nosotros (cfr. Flp 2, 7; Heb 4, 15). ¡Qué gran misterio la encarnación de Dios!
La razón de todo esto es el amor divino, un amor que es gracia, generosidad,
deseo de proximidad, y que no duda en darse y sacrificarse por las criaturas a
las que ama. La caridad, el amor es compartir en todo la suerte del amado. El
amor nos hace semejantes, crea igualdad, derriba los muros y las distancias. Y
Dios hizo esto con nosotros. Jesús, en efecto, «trabajó con manos de hombre,
pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón
de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros,
en todo semejante a nosotros excepto en el pecado» (Conc. Ecum. Vat. II, Const.
past. Gaudium et spes, 22).
La finalidad
de Jesús al hacerse pobre no es la pobreza en sí misma, sino —dice san Pablo—
«...para enriqueceros con su pobreza». No se trata de un juego de palabras ni
de una expresión para causar sensación. Al contrario, es una síntesis de la
lógica de Dios, la lógica del amor, la lógica de la Encarnación y la Cruz. Dios
no hizo caer sobre nosotros la salvación desde lo alto, como la limosna de
quien da parte de lo que para él es superfluo con aparente piedad filantrópica.
¡El amor de Cristo no es esto! Cuando Jesús entra en las aguas del Jordán y se
hace bautizar por Juan el Bautista, no lo hace porque necesita penitencia,
conversión; lo hace para estar en medio de la gente, necesitada de perdón,
entre nosotros, pecadores, y cargar con el peso de nuestros pecados. Este es el
camino que ha elegido para consolarnos, salvarnos, liberarnos de nuestra
miseria. Nos sorprende que el Apóstol diga que fuimos liberados no por medio de
la riqueza de Cristo, sino por medio de su pobreza. Y, sin embargo, san Pablo conoce
bien la «riqueza insondable de Cristo» (Ef 3, 8), «heredero de todo» (Heb 1,
2).
¿Qué es,
pues, esta pobreza con la que Jesús nos libera y nos enriquece? Es precisamente
su modo de amarnos, de estar cerca de nosotros, como el buen samaritano que se acerca
a ese hombre que todos habían abandonado medio muerto al borde del camino (cfr.
Lc 10, 25ss). Lo que nos da verdadera libertad, verdadera salvación y verdadera
felicidad es su amor lleno de compasión, de ternura, que quiere compartir con
nosotros. La pobreza de Cristo que nos enriquece consiste en el hecho que se
hizo carne, cargó con nuestras debilidades y nuestros pecados, comunicándonos
la misericordia infinita de Dios. La pobreza de Cristo es la mayor riqueza: la
riqueza de Jesús es su confianza ilimitada en Dios Padre, es encomendarse a Él
en todo momento, buscando siempre y solamente su voluntad y su gloria. Es rico
como lo es un niño que se siente amado por sus padres y los ama, sin dudar ni
un instante de su amor y su ternura. La riqueza de Jesús radica en el hecho de
ser el Hijo, su relación única con el Padre es la prerrogativa soberana de este
Mesías pobre. Cuando Jesús nos invita a tomar su "yugo llevadero",
nos invita a enriquecernos con esta "rica pobreza" y "pobre
riqueza" suyas, a compartir con Él su espíritu filial y fraterno, a
convertirnos en hijos en el Hijo, hermanos en el Hermano Primogénito (cfr Rom
8, 29).
Se ha dicho
que la única verdadera tristeza es no ser santos (L. Bloy); podríamos decir
también que hay una única verdadera miseria: no vivir como hijos de Dios y
hermanos de Cristo.
Nuestro
testimonio
Podríamos
pensar que este "camino" de la pobreza fue el de Jesús, mientras que
nosotros, que venimos después de Él, podemos salvar el mundo con los medios
humanos adecuados. No es así. En toda época y en todo lugar, Dios sigue
salvando a los hombres y salvando el mundo mediante la pobreza de Cristo, el
cual se hace pobre en los Sacramentos, en la Palabra y en su Iglesia, que es un
pueblo de pobres. La riqueza de Dios no puede pasar a través de nuestra
riqueza, sino siempre y solamente a través de nuestra pobreza, personal y
comunitaria, animada por el Espíritu de Cristo.
A imitación
de nuestro Maestro, los cristianos estamos llamados a mirar las miserias de los
hermanos, a tocarlas, a hacernos cargo de ellas y a realizar obras concretas a
fin de aliviarlas. La miseria no coincide con la pobreza; la miseria es la
pobreza sin confianza, sin solidaridad, sin esperanza. Podemos distinguir tres
tipos de miseria: la miseria material, la miseria moral y la miseria
espiritual. Lamiseria material es la que habitualmente llamamos pobreza y toca
a cuantos viven en una condición que no es digna de la persona humana: privados
de sus derechos fundamentales y de los bienes de primera necesidad como la
comida, el agua, las condiciones higiénicas, el trabajo, la posibilidad de
desarrollo y de crecimiento cultural. Frente a esta miseria la Iglesia ofrece
su servicio, sudiakonia, para responder a las necesidades y curar estas heridas
que desfiguran el rostro de la humanidad. En los pobres y en los últimos vemos
el rostro de Cristo; amando y ayudando a los pobres amamos y servimos a Cristo.
Nuestros esfuerzos se orientan asimismo a encontrar el modo de que cesen en el
mundo las violaciones de la dignidad humana, las discriminaciones y los abusos,
que, en tantos casos, son el origen de la miseria. Cuando el poder, el lujo y
el dinero se convierten en ídolos, se anteponen a la exigencia de una
distribución justa de las riquezas. Por tanto, es necesario que las conciencias
se conviertan a la justicia, a la igualdad, a la sobriedad y al compartir.
No es menos
preocupante la miseria moral, que consiste en convertirse en esclavos del vicio
y del pecado. ¡Cuántas familias viven angustiadas porque alguno de sus miembros
—a menudo joven— tiene dependencia del alcohol, las drogas, el juego o la
pornografía! ¡Cuántas personas han perdido el sentido de la vida, están
privadas de perspectivas para el futuro y han perdido la esperanza! Y cuántas
personas se ven obligadas a vivir esta miseria por condiciones sociales
injustas, por falta de un trabajo, lo cual les priva de la dignidad que da
llevar el pan a casa, por falta de igualdad respecto de los derechos a la
educación y la salud. En estos casos la miseria moral bien podría llamarse casi
suicidio incipiente. Esta forma de miseria, que también es causa de ruina
económica, siempre va unida a la miseria espiritual, que nos golpea cuando nos
alejamos de Dios y rechazamos su amor. Si consideramos que no necesitamos a
Dios, que en Cristo nos tiende la mano, porque pensamos que nos bastamos a
nosotros mismos, nos encaminamos por un camino de fracaso. Dios es el único que
verdaderamente salva y libera.
El Evangelio
es el verdadero antídoto contra la miseria espiritual: en cada ambiente el
cristiano está llamado a llevar el anuncio liberador de que existe el perdón
del mal cometido, que Dios es más grande que nuestro pecado y nos ama
gratuitamente, siempre, y que estamos hechos para la comunión y para la vida
eterna. ¡El Señor nos invita a anunciar con gozo este mensaje de misericordia y
de esperanza! Es hermoso experimentar la alegría de extender esta buena nueva,
de compartir el tesoro que se nos ha confiado, para consolar los corazones
afligidos y dar esperanza a tantos hermanos y hermanas sumidos en el vacío. Se
trata de seguir e imitar a Jesús, que fue en busca de los pobres y los
pecadores como el pastor con la oveja perdida, y lo hizo lleno de amor. Unidos
a Él, podemos abrir con valentía nuevos caminos de evangelización y promoción
humana.
Queridos
hermanos y hermanas, que este tiempo de Cuaresma encuentre a toda la Iglesia
dispuesta y solícita a la hora de testimoniar a cuantos viven en la miseria
material, moral y espiritual el mensaje evangélico, que se resume en el anuncio
del amor del Padre misericordioso, listo para abrazar en Cristo a cada persona.
Podremos hacerlo en la medida en que nos conformemos a Cristo, que se hizo
pobre y nos enriqueció con su pobreza. La Cuaresma es un tiempo adecuado para
despojarse; y nos hará bien preguntarnos de qué podemos privarnos a fin de
ayudar y enriquecer a otros con nuestra pobreza. No olvidemos que la verdadera
pobreza duele: no sería válido un despojo sin esta dimensión penitencial.
Desconfío de la limosna que no cuesta y no duele.
Que el
Espíritu Santo, gracias al cual «[somos] como pobres, pero que enriquecen a
muchos; como necesitados, pero poseyéndolo todo» (2 Cor 6, 10), sostenga
nuestros propósitos y fortalezca en nosotros la atención y la responsabilidad
ante la miseria humana, para que seamos misericordiosos y agentes de
misericordia. Con este deseo, aseguro mi oración por todos los creyentes. Que
cada comunidad eclesial recorra provechosamente el camino cuaresmal. Os pido
que recéis por mí.
Que el Señor os bendiga y la Virgen os guarde.
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