—¿Por qué este silencio?, —le pregunté—. ¿Dónde estás?
—Aquí, a tu lado —fue su respuesta.
—Pero no te veo, ni te siento.
Ingenuamente pregunté:
—¿Qué haces?
Y me pareció que respondía:
—Arando tu alma.
¿Arando mi alma? Lo imaginé recogiendo rastrojos, piedras y basura, rastrillando con fuerza, para que mi alma quedara dispuesta, como la tierra, abonada y lista para la siembra.
Teníamos todo para una buena cosecha.
¿La tierra? Mi alma.
¿La buena semilla? Su palabra.
¿El agua? Su gracia.
¿El sol? Su presencia, que irradia serenidad y alegría.
Sólo faltaba mi voluntad, que ahora es suya. Y mi vida, que está en sus manos.
A veces, un mal rato es sólo Dios que poda nuestras vidas, para fortalecernos y permitirnos crecer seguros y amados.
Pensé en las palabras de san Alberto Hurtado:
“¿Para qué está el hombre en el mundo?
El hombre está en el mundo porque alguien lo amó: Dios. El hombre está en el mundo para amar y ser amado”.
Recuperé en ese momento la confianza de su presencia amorosa. Experimenté su gracia, su cercanía que todo lo llena e ilumina.
Volví a preguntarle:
—¿Dónde estás, mi Señor?
Esta vez, con una sonrisa paternal, respondió:
—Aquí, en ti, en tu familia, en todos los que me aman.
No hay comentarios:
Publicar un comentario