"Ventana abierta"
La vendedora de fósforos
Era la noche de San Silvestre, el último día del año. Hacía un frío glacial y la nieve caía espesa, cubriendo a ciudad con su gran manto blanco... Misterio y silencio.
Una niña pobremente vestida, descalza y mal abrigada, recorría las estrechas calles buscando un rinconcillo donde guarecerse del frío. Era vendedora de fósforos.
Llevaba la cestilla llena y tenía que venderlos todos, si no su padre se enfadaría mucho. Sentada con los pies escondidos bajo la falda, esperaba que alguien le comprara fósforos.
Pero la gente, alegre, pasaba de largo sin verla. Era nochevieja, fiesta grande. Las mesas de las casas estaban llenas de cosas buenísimas... Ella, pobre, se moría de hambre.
Tenía las manos heladas de tanto mendigar que le compraran una caja de fósforos -¡Qué bueno sería encender un fósforo y calentarme los dedos! -pensó-.Y encendió uno.
Mientras duró la llamita, la niña soñó que estaba cerca de un fuego; ya no tenía tanto frío. Estiró los pies para calentárselos pero, ¡ay!, la llamita se había apagado.
Cuando encendía un fósforo pensaba en cosas que le hacían olvidar su dolor, por eso decidió encender otro. La llama iluminó una pared, y vio claramente el comedor de una cosa rica.
La mesa estaba puesta con todo lo mejor. Manteles blanquísimos, vajilla de la más fina porcelana, esbeltas copas de cristal, manjares exquisitos... y rodeada de niños felices.
El fósforo se apagó y la niña volvió a la realidad. La calle llena de nieve, el frío que le helaba los pies desnudos, y la gente que pasaba alegremente, indiferente a su dolor.
La vendedora encendió un tercer fósforo. De inmediato, se encontró bajo un maravilloso árbol de Navidad. Era altísimo, lleno de estrellas parpadeantes de múltiples colores.
Encendió otro. Una gran luz se propagó a su alrededor. El sueño no podía ser más fascinante: en el ramaje del árbol descubrió el rostro de su abuela.
¡Qué guapa estaba tan resplandeciente! Le sonreía dulcemente, y la niña fue encendiendo, uno a uno, todos los fósforos para retenerla junto a ella.
-Abuela -suplicó-, pídele al buen Dios que me deje ir contigo. La niña alargó hacia su abuela una mano blanca, blanca... La abuela la cogió. Y la niña cerró los ojos.
Prisionera de una mano amorosa, se sintió transportada hacia lo alto. Por el aire, la abuela parecía una estrella refulgente la niña, un lirio blanco recién cortado.
Cielo arriba..., atravesaron el vuelo de los pájaros, las nubes, las estrellas, y mucho más arriba, donde todo era silencio y misterio. Todavía subieron más y más...
Sintió cómo la mano de la abuela la abandonaba. Abrió los ojos y una radiante luz la cegó. Una calma dulce, dulce, penetró en su corazón. ¡Era el calor del Cielo!
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