"Ventana abierta"
LA NIETA QUE SALVÓ A SU ABUELO
Web católico de Javier Olivares
En un lugar del
Perigord (Francia), ejercía su profesión un médico, a quien nadie hacía
referencia por su propio nombre, sino al que todos llamaban «el buen Doctor».
Y en verdad merecía este título, porque era realmente bueno con todos, y, sobre
todo, con los pobres.
Sin embargo, el doctor no era un hombre religioso. No es que fuese descreído.
No llegaba a tanto. Más bien era «indiferente». Así, se daba el caso de que
desde la fecha lejana de su matrimonio no se había preocupado de recibir los
sacramentos...
Los muchos años y la excesiva actividad profesional
desarrollada postraron al doctor en el lecho, con irreparable agotamiento. Toda esperanza de curación quedaba descartada. ¡Y
«el buen Doctor» iba a morir en la impiedad!
Este pensamiento y temor torturaba el corazón de una nieta que le acompañaba en
aquella ocasión. La niña era un ángel de dulzura y de piedad. Sentada junto al
enfermo, lo entretenía y cuidaba. Y mientras descansaba el anciano, dirigía con
lágrimas esta plegaria al cielo:
«Oh, Virgen buena, Vos que sois todo misericordia y todo lo podéis, moved a
penitencia el corazón de mi abuelo! No permitáis, santa Madre de Dios, que
muera sin auxilios espirituales. En vos, Madre mía, tengo puesta toda mi
confianza.» Y tras de esa oración rezaba las tres Avemarías...
Una tarde, con el fin
de distraer a su abuelo, la niña empezó a pasar revista al contenido de una
gran cartera donde aquél había ido dejando recuerdos de pasados tiempos... Sus
ojos se detuvieron en un sobre viejo, y exclamó:
— Una antigua carta, abuelo. ¿De quién será que la has conservado?...
El anciano le respondió:
— Léela y haremos memoria.
Y la joven leyó:
«Mi querido ahijado: ¡Cuánto siento no poder abrazarte antes de que te marches
a París!, pero me es imposible ir a verte. Estoy atada a la cama por mi
reumatismo. Seguramente no volverás a ver aquí abajo a tu vieja madrina, y por
esto te pido escuches mis consejos, que serán los últimos.
«Tú sabes que París ha sido siempre un abismo, y ante ese peligro tiemblo por
ti. Sé un hombre fuerte, de buen temple, firme en la fe. Permanece fiel al Dios
de tu bautismo, que has de ver en la eternidad. - Yo te pongo bajo la protección
de la Santísima Virgen María, y te recomiendo encarecidamente seas constante en
la práctica de piedad que desde muy niño tuviste de rezar mañana y noche las
tres Avemarías... «Rogará por ti tu madrina, que te estrecha fuertemente sobre
su corazón...»
La carta, que tenía fecha de hacía cuarenta y ocho años,
produjo una honda emoción al doctor. Rememoró los años despreocupados de su
juventud, sus extravíos y ligerezas, su alejamiento de los actos de culto y el
abandono de sus devociones. Pensó también en sus tareas profesionales y en su
vida familiar y se detuvo recordando a su bondadosa madrina, que murió a los
pocos meses de escribir aquella carta. Ella le había enseñado a rezar las tres
Avemarías en su infancia...
Sintió el doctor un vivo impulso de gratitud hacia esa mujer
buena, cuyos buenos consejos no siguió. Y mirando tiernamente a la nieta,
balbuceó:
— ¡Por mi madrina!... Dios te salve, María...
Y rezó las tres Avemarías juntamente con la nieta, que, con íntimo gozo,
sonreía y lloraba a la vez.
¡Estaba ganado para Dios «el buen Doctor»!...
— Llama al Padre —dijo el enfermo—, porque he de contarle estas cosas.
Acudió el sacerdote diligentemente, y el doctor hizo su confesión con singular
fervor.
Al día siguiente empeoró alarmantemente y hubo que administrarle el Santo
Viático... Con paso acelerado se aproximaba la muerte.
Cogió «el buen Doctor» con dificultad una mano de su nieta y, haciendo un gran
esfuerzo, le dijo:
— Esto se acaba..., reza conmigo las tres Avemarías…
Al terminar la tercera Avemaría expiró dulcemente.
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