"Ventana abierta"
ÁNGELUS
VIDA DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA MADRE DE DIOS
Biblioteca virtual miguel de Cervantes
Allí quedó la pura niña, y sus padres Joaquín y
Ana se retiraron a sus tierras de Nazareth, en donde pasó algunos años el feliz
matrimonio cultivando sus tierras y en esa feliz e ignorada tranquilidad que
tan bien place a las almas justas y hermosas. El Señor no concedió muchos años
de vida al santo matrimonio, después de la incomparable dicha de haber sido
padres de aquella niña tan bella y que había de ser el portento de la pureza y
de la gracia ante el Señor.
He aquí cómo Orsini nos pinta al santo
matrimonio después de la consagración y separación de su Hija:
Joaquín era un verdadero israelita, muy adicto
a la ley de Moisés; él iba al Templo en todas las fiestas solemnes con su
esposa y una parte de su parentela, según costumbre de los hebreos, y es de
suponer que el deseo de ver a su hija, aumentaba aún su afición por las
ceremonias del culto. Con qué alegría su buena y piadosa compañera tomaba su
velo de viaje para ir a la Ciudad santa! Cuán largos le parecían los caminos
que veía serpentear a lo lejos al través de las montañas y de las llanuras!
Ella salvaba con la vista y saludaba veinte veces con el pensamiento antes de
llegar a ellos en realidad, las breñas, los nopales, las copas de adelfas y los
grupos de carrascas o de sicomoros que se divisaban de distancia en distancia
en su camino, porque traspasado cada uno de esos puntos, ella estaba más cerca
de su Hija, de su Hija, don del Señor, Hija del Milagro, aquella que un Ángel
había proclamado la gloria de Israel. Con qué dulce emoción debía ella saludar
desde el fondo del valle la torre Antonia, que se elevaba esplendida y
amenazadora sobre su base de pulido mármol para proteger la casa de la oración;
y cuánto no debía conmover a aquella alma tierna y santa la vista del Templo
que encerraba a su Dios y a su Hija!
Al caer de la tarde y cuando las trompetas de
los Sacerdotes llamaban al pueblo a la ceremonia, Ana se apresuraba para adorar
a Dios y echar una mirada sobre su Hija, que muchos meses no había visto. El atrio,
que no tenía otra bóveda que el cielo, mezclaba las deslumbradoras luces de sus
candelabros con el vacilante resplandor de las estrellas. Millones de luces se
cruzaban bajo los pórticos adornados con frescas guirnaldas; y los Príncipes de
los Sacerdotes atravesaban la muchedumbre con sus ricos ornamentos traídos
desde las orillas de la India por las caravanas de Palmira. Entre tanto, las
consonancias aisladas de las arpas parecían acompañar el murmullo semejante al
ruido de las olas que hacían al tiempo de orar una multitud de hebreos venidos
de las riberas del Nilo, del Eúfrates y del Tíber, para doblar la rodilla ante
el altar único del Dios de sus padres. En medio de este concurso inmenso de
creyentes nacionales y extranjeros, Ana, que rogaba con fervor, no levantaba la
cabeza un instante, y era cuando María y sus jóvenes compañeras pasaban
vestidas de blanco y cubiertas con sus velos con lámparas en las manos a manera
de las vírgenes prudentes del Evangelio.
Terminada la fiesta, Ana, después de haber
bendecido y abrazado a María, volvía a cruzar con Joaquín el camino a través de
las montañas, alejábase de Jerusalem con paso lento, sin atreverse a volver la
cabeza, y llevábase recuerdos de felicidad por todo el espacio de tiempo que
iba a discurrir hasta la fiesta inmediata.
La edad avanzada de Joaquín y de Ana, les hicieron, dice el citado historiador, retirar a Jerusalem, y los dos esposos dejaron a Nazareth, viniendo a habitar su casa en la ciudad; la casa en que según las crónicas orientales y las antiguas tradiciones cristianas, había nacido la Virgen y en la que debía entregar su espíritu al Señor el justo Joaquín.
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