"Ventana abierta"
ÁNGELUS
VIDA DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA MADRE DE DIOS
Biblioteca virtual miguel de Cervantes
Y dejando esta cuestión y admitiendo la opinión
del citado historiador, que deja las cosas en el lugar que deben, fuera de las
exageraciones de escritores de ambas Iglesias, veamos cómo dice el padre
Ribadeneyra que pasó su infancia en el templo la Santísima señora:
Allí aprendió muy perfectamente a hilar lana y
lino y seda y holanda; coser y labrar los ornamentos sacerdotales y todo lo que
era menester para el culto del templo, y después para servir y vestir a su
precioso Hijo, y para hacerle la túnica inconsútil, como dice Eutimio. Aprendió
asimismo las letras hebreas y leía a menudo con mucho cuidado, y meditaba con
grande dulzura las Divinas Escrituras, las cuales, con su alto y delicado
ingenio, y con la luz soberana del cielo que el Señor le infundía, entendía perfectamente.
Nunca estaba ociosa: guardaba silencio: sus palabras eran pocas y graves, y
cuando era menester; su humildad profundísima, la modestia virginal, y todas
las virtudes tan en su punto y perfección, que atraía a sí los ojos, y robaba
los corazones de todos, porque más parecía niña venida del cielo, que criada
acá en la tierra. Ayunaba mucho, y con el recogimiento, soledad, silencio y
quietud se disponía a la contemplación y unión con Dios, en la cual fue
eminentísima; y el Señor la visitaba y la regalaba con sus resplandores y
ardores divinos...
Estando aquí en el templo, con encendido deseo
y amor de la virginidad, que el Espíritu Santo le inspiraba, hizo voto de
guardarla perpetuamente, y fue la primera que hizo esta manera de voto, y alzó
la bandera de la virginidad, y con su ejemplo incitó a tantos y tan grandes
escuadrones de purísimas doncellas para que la alcanzasen, y por no perderla
perdieron su vida: y por esto se llama Virgen de las Vírgenes, como maestra y
capitana de todas ellas.
Respecto de su educación en el templo, dice el abate Orsini en su citada obra: Después de haber cumplido este primer deber, María y sus jóvenes compañeras volvían a sus ocupaciones habituales, unas hacían dar vueltas en sus ágiles dedos a un huso de cedro, otras matizaban la púrpura, el jacinto y el oro sobre los velos del templo, que sembraban con ramilletes de flores, mientras algunas otras, inclinadas sobre un telar sidonio, se aplicaban a ejecutar los variados dibujos de esos magníficos tapices que valieron los elogios de todo Israel a la mujer fuerte y que el mismo Homero ha celebrado. La Virgen se aventajaba a todas las muchachas de su pueblo en esas hermosas obras tan apreciadas de los antiguos. San Epifanio nos enseña que ella se distinguía en el bordado y en el arte de trabajar sobre lana, lino y oro: su habilidad sin igual en hilar el lino de Pelusa se conserva aún tradicional en Oriente, y los cristianos occidentales, para perpetuar su memoria, han dado el nombre de hilo de la Virgen a esas randas brillantes de blancura y de un tejido casi vaporoso, cual se observan en el hondo de los valles durante las húmedas mañanas del otoño. Por este motivo fue, que las graves y puras esposas de los primeros fieles, en el momento de doblar su cabeza al yugo del himeneo, vinieron por largo tiempo a deponer sobre el altar de la Reina de los Ángeles una rueca ceñida de cintillas de púrpura y cargada de una lana sin mancha.
La iglesia de Jerusalem consagró desde los
antiguos tiempos este santo y hermoso recuerdo de la vida laboriosa de María,
ejemplo de actividad y de purificación del espíritu, cual es el cumplimiento de
la santa ley del trabajo, y colocó en el número de los tesoros los ligeros
husos de la Virgen María.
Así, en medio de estas operaciones, la pura
niña iba educando su santo espíritu y ocupada en estas labores materiales unas
horas y otras consagrándolas al estudio, distribuía el tiempo combatiendo el
pernicioso influjo de la ociosidad, aun cuando ésta nunca pudo ni aun acercarse
a la pura hija de Joaquín y Ana, pues no llegó a Ella ningún vicio. San Ambrosio
le atribuye una perfecta inteligencia de los libros sagrados y San Anselmo
añade que poseyó a fondo el hebreo de Moisés. Sea que María, estudiando el
idioma de Ana y de Débora en sus vigilias, en las altas profecías de Israel, ya
que hubiese, como es indudable, en el Espíritu santificador una inspiración
correspondiente al prodigioso amparo del Dios creador, lo cierto es que la
Iglesia es deudora a María del más hermoso de los cánticos, con una de las más
elevadas concepciones del genio poético. Para nosotros los cristianos, amantes
y entusiastas por la más pura de las vírgenes, la más sublime de las madres y
el más grande consuelo y protectora de nosotros los pecadores, el cántico
del Magnificat será en todos los pueblos del mundo, mientras
impere la fe, la composición más delicada y encantadora en sublime, sencilla y
hermosa e inspirada poesía, cual emanada de la más alta de las fuentes
poéticas; en Dios, fuente de toda belleza.
María juntaba en sí, a una santidad tan
excelsa, cual correspondía a la que había de ser arca santa que encerrara en su
seno al Hijo de Dios, un talento privilegiado, cual destello de la luz divina
que la iluminaba y talento que nunca había de ser bastante para el Tabernáculo
de Jesús.
Los orientales, tan poéticos e inspirados en
fantásticas imágenes, dicen, que cuando la luz quiere condensarse, toma un
carbunclo por globo en donde irradiar; y así, tomando esta poética imagen con
relación a María, podremos decir que fue el carbunclo en que Dios condensó la
luz esplendente que había de alumbrar al mundo.
María es la obra maestra de la Divinidad, es la
luz de las generaciones antiguas y el faro deslumbrador de la fe de las
modernas edades, la maravilla de los siglos y admiración de los venideros por a
suma de perfecciones reunidas en una hija de los hombres. El recuerdo de esta
humilde mujer, de la hija de los ancianos Joaquín y Ana, se conserva aún entre
las naciones y pueblos que tienen cerrados los ojos a la luz del Evangelio: los
persas la denominan la Santa, los turcos juntan su nombre
de Miriam Sceldika, es decir, María la justa, y
para nosotros los hijos de María, de la Madre del Salvador, de la
Virgen clemente, ha sido siempre y será la Señora de todas las purezas y
virtudes, el espejo de luz y caridad, y nuestro consuelo en las aflicciones. En
ella, en sus virtudes, vemos la blancura de la inmaculada cual la del copo de
la nieve, menos blanca que su pureza, y esas virtudes y celistías cayendo cual
el copo de aquélla, silenciosamente en nuestras almas y cubriéndolas como cubre
la tierra con su blanco manto, nos envuelve en su albura y su pureza, y su amor
alcanzando el perdón de nuestras culpas cuando las lágrimas bañan nuestros ojos
y con fe y amor la llamamos, nos eleva a humillar nuestra frente ante su gloria
y pureza para adorarla y reverenciar sus virtudes.
María entró en el Templo como una de aquellas
víctimas sin mancha, que Malaquías había visto por inspiración del Señor. Pudo
conseguir, como nacida de noble familia, llegar hasta el trono por su belleza y
virtudes, como había sucedido con nobles mujeres del Antiguo Testamento; pero
María se consagró a Dios desde sus primeros años, haciendo un voto de castidad
cuando apenas sus labios podían pronunciar las primeras palabras del armonioso
hebreo. Dejó las pompas que el mundo pudiera ofrecerle, y puesta su mirada en
Dios, que tan perfecta la había criado, a Él consagró todas sus aspiraciones y
propósitos.
Para terminar este punto de la vida de María en
el templo ya cerca de la que tanto han fantaseado los escritores orientales y
también con poca crítica algunos occidentales, nada diremos por nuestra parte,
sino que dejaremos la palabra a un tan reputado escritor como D. Vicente
Lafuente, cuyo criterio católico y sana critica nos pone fuera de la que
pudiera decir que hacíamos vulgar y humana la vida de la Santísima Señora. He
aquí copiadas con sus palabras, lo que dice el citado historiador de la Vida de
María:
Generalmente los escritores orientales
propenden a considerar a la Virgen durante su estancia en el Templo, como una
monjita metida en su celda, guardando las horas llamadas canónicas y
teniendo su alacena para guardar su comida. Pero si en vez de considerar a la
Virgen como una monja, durante su estancia en el Templo la
consideramos una colegiala en una casa religiosa, de educación
y ascetismo a la vez, la escena cambia por completo. La Virgen no arreglaría el
método de su vida, sino que seguiría la regla y método de vida del Colegio; la
Virgen no entraría en el Santuario, sino que oraría y dormiría donde oraban y
dormían las otras halmas, o colegialas. La Virgen no comería
de extraordinario, sino que comería lo que comían todas y a la hora que las
otras, y de seguro mortificando su apetito y tomando lo estrictamente preciso,
como quien toma medicina, según la práctica de todos los santos. Pudo ser que
al morir Santa Ana, la Virgen saliese milagrosamente del Templo para asistir a
su Santa Madre, sin ser notada, y quedando en tanto un Ángel en el Templo
haciendo sus veces y llevando su figura; pero si se tiene en cuenta que
las halmas no tenían rígida clausura, como se ve por el
capítulo tercero del libro de los Macabeos, se echa de ver que no había
necesidad de aquel milagro, y Dios no los prodiga sin necesidad, a nuestro modo
de ver. Puede ser que Dios permitiera que la Santísima Virgen fuera acusada por
sus compañeras de inquieta, alborotadora y bulliciosa, a fin de que ejercitara
su gran humildad, paciencia y mansedumbre, pidiendo perdón a sus compañeras y a
los sacerdotes por culpas que no había cometido. Mas cómo avenir esto con su
vida dentro del Sancta Sanctorum y con los otros
favores extraordinarios y portentos admirados por los Sacerdotes mismos?
De esta suerte explica este doctísimo historiador el hecho, procurando restablecer la verdad ante la crítica y la historia en su verdadero terreno.
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