"Ventana abierta"
V Domingo de Pascua, Ciclo A-P
Raniero Cantalamesa
Publicado el 14 de mayo de 2017 por misionmas
En aquel tiempo, dijo
Jesús a sus discípulos: «No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y
creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo
habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar. Cuando vaya y os prepare un
lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también
vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino».
Tomás le
dice: «Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el
camino?». Jesús le responde: «Yo soy el camino, y la verdad, y la
vida. Nadie va al Padre, sino por mí. Si me conocierais a mí, conoceríais
también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto».
Felipe le
dice: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta». Jesús le
replica: «Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe?
Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: “Muéstranos al
Padre”? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo os digo
no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, él mismo hace las
obras. Creedme: yo estoy en el Padre, y el Padre en mi. Si no, creed a las
obras. En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, también él hará
las obras que yo hago, y aún mayores, porque yo me voy al Padre». (Juan 14, 1-12)
La
respuesta cristiana a la pregunta humana más inquietante
En el libro del Génesis se lee que después del pecado Dios dijo al Hombre:
«Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de
él fuiste tomado. Porque eres polvo y al polvo tornarás» (Gn 3, 19).
Cada año,
el miércoles de Ceniza, la liturgia nos repite esta severa advertencia:
«Recuerda que polvo eres y en polvo te has de convertir».
Si dependiera de mí,
haría desaparecer de inmediato esta fórmula de la liturgia.
Justamente ahora la
Iglesia permite sustituirla con la otra:
«Convertios y creed en el Evangelio».
Tomada a la letra, sin las debidas explicaciones, aquellas palabras son de
hecho la expresión perfecta del ateísmo científico moderno: el hombre no es más
que una polvareda de átomos que se resolverá, al final, en otra polvareda de
átomos.
El Qohélet [Eclesiastés. ndt], un libro de la Biblia escrito en una época
de crisis de las certezas religiosas en Israel, parece confirmar esta
interpretación atea cuando escribe: «Todos caminan hacia una misma meta; todos
han salido del polvo y todos vuelven al polvo. ¿Quién sabe si el aliento de
vida de los humanos asciende hacia arriba y si el aliento de vida de la bestia
desciende hacia abajo, a la tierra?» (Qo 3, 20-21).
Al final del libro, esta
última terrible duda (quién sabe si hay diferencia entre la suerte final del
hombre y la del animal) parece resuelta positivamente, porque el autor dice que
«vuelva el polvo a la tierra, a lo que era, y el espíritu vuelva a Dios que es
quien lo dio» (Qo 12, 7).
En los últimos escritos del Antiguo Testamento
empieza, es verdad, a abrirse camino la idea de una recompensa de los justos
después de la muerte, y hasta la de una resurrección de los cuerpos, pero es
una creencia aún bastante vaga en el contenido y no compartida por todos, por
ejemplo, por los saduceos.
En este contexto podemos valorar la novedad de las palabras con las que
empieza el Evangelio del domingo:
«No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios;
creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo
habría dicho; porque voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya
preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo, estéis
también vosotros».
Contienen la respuesta cristiana a la más inquietante de las
preguntas humanas. Morir no es –como estaba en los inicios de la Biblia y en el
mundo pagano– bajar al Seól o al Hades para llevar allí una vida de larvas o de
sombras; no es –como para ciertos biólogos ateos- restituir a la naturaleza el
propio material orgánico para un ulterior uso por parte de otros seres vivos;
tampoco es –como en ciertas formas de religiosidad actuales que se inspiran en
doctrinas orientales (con frecuencia mal entendidas)– disolverse como persona
en el gran mar de la conciencia universal, en el Todo o, según los casos, en la
Nada… Es en cambio ir a estar con Cristo en el seno del Padre, ser donde Él es.
El velo
del misterio no se ha levantado porque no puede suprimirse. Igual que no se puede
describir qué es el color a un ciego de nacimiento o el sonido a un sordo,
tampoco se puede explicar qué es una vida fuera del tiempo y del espacio a
quien aún está en el tiempo y en el espacio. No es Dios quien ha querido
mantenernos en la oscuridad… Nos ha dicho, sin embargo, lo esencial: la vida
eterna será una comunión plena, alma y cuerpo, con Cristo resucitado, compartir
su gloria y su gozo.
El Papa
Benedicto XVI, en su reciente encíclica sobre la esperanza (Spe salvi), reflexiona sobre la
naturaleza de la vida eterna desde un punto de vista también existencial.
Comienza observando que hay personas que no desean en absoluto una vida eterna,
que incluso tienen miedo. ¿Para qué sirve –se preguntan– prolongar una existencia
que se ha revelado llena de problemas y de sufrimientos?
La razón de este temor, explica el Papa, es que no se logra pensar en la
vida más que en los modos que conocemos aquí abajo; mientras que se trata, sí,
de vida, pero sin todas las limitaciones que experimentamos en el presente. La
vida eterna –dice la Encíclica–, será sumergirse en el océano del amor
infinito, en el cual el tiempo –el antes y el después– ya no existe. No será un
continuo sucederse de días del calendario, sino como el momento pleno de
satisfacción, en el cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la
totalidad.
Con estas
palabras el Papa alude tal vez, tácitamente, a la obra de un famoso compatriota
suyo. El ideal del Fausto de Goethe es de hecho precisamente
alcanzar tal plenitud de vida y tal satisfacción que le haga exclamar:
«Detente, instante: ¡eres tan bello!».
Creo que ésta es la idea menos
inadecuada que podemos hacernos de la vida eterna: un instante que desearíamos
que no acabara nunca y que –a diferencia de todos los instantes de felicidad de
aquí abajo– ¡no terminará jamás! Me vienen a la memoria las palabras de uno de
los cantos más amados por los cristianos de lengua inglesa:
«Amazing grace».
Dice:
«Y cuando allí hayamos estado diez mil años, / brillando como el sol, /
el tiempo que nos queda de alabar a Dios / no será inferior que cuando todo
comenzó» (When we’ve been there ten thousand years, / Bright shining
as the sun, / We’ve no less days to sing God’s praise / Than when we’ve
first begun.)
Por:
P. Raniero Cantalamessa, ofmcap
[Traducción
del original italiano por Marta Lago]
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