"Ventana abierta"
Homilía
III Domingo de Pascua Ciclo A (30 de abril de 2017)
Homilía del Santo Padre Benedicto XVI
Parque San Julián - Mestre, Domingo 8 de mayo de 2011
Queridos hermanos y hermanas:
Me alegra mucho estar hoy
entre vosotros y celebrar con vosotros y para vosotros esta solemne Eucaristía.
Es significativo que el lugar escogido para esta liturgia sea el parque de San
Julián: un espacio en donde normalmente no se celebran ritos religiosos, sino
manifestaciones culturales y musicales. Hoy este espacio acoge a Jesús
resucitado, realmente presente en su Palabra, en la asamblea del pueblo de Dios
con sus pastores y, de modo eminente, en el sacramento de su Cuerpo y de su
Sangre.
A vosotros venerados hermanos obispos, con los presbíteros y los
diáconos, y a vosotros, religiosos, religiosas y laicos, os dirijo mi más
cordial saludo, pensando en particular en los enfermos aquí presentes,
acompañados por la UNITALSI. ¡Gracias por vuestra cordial acogida!
Saludo con
afecto al patriarca, cardenal Angelo Scola, a quien agradezco las sentidas
palabras que me ha dirigido al inicio de la santa misa. Dirijo un deferente
saludo al alcalde, al ministro de Bienes y actividades culturales, en
representación del Gobierno, al ministro de Trabajo y políticas sociales, y a
las autoridades civiles y militares, que con su presencia han querido honrar
este encuentro.
Un sentido agradecimiento a todos aquellos que generosamente
han prestado su colaboración para la preparación y el desarrollo de mi visita
pastoral. ¡Gracias de corazón!
El Evangelio del tercer
domingo de Pascua, que acabamos de escuchar, presenta el episodio de los
discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13-35), un relato que no acaba nunca de
sorprendernos y conmovernos. Este episodio muestra las consecuencias de la obra
de Jesús resucitado en los dos discípulos: conversión de la desesperación a la
esperanza; conversión de la tristeza a la alegría; y también conversión a la
vida comunitaria. A veces, cuando se habla de conversión, se piensa únicamente
a su aspecto arduo, de desprendimiento y de renuncia. En cambio, la conversión
cristiana es también y sobre todo fuente de gozo, de esperanza y de amor. Es
siempre obra de Jesús resucitado, Señor de la vida, que nos ha obtenido esta
gracia por medio de su pasión y nos la comunica en virtud de su resurrección.
Queridos hermanos y hermanas,
he venido a vosotros como Obispo de Roma y continuador del ministerio de Pedro,
para confirmaros en la fidelidad al Evangelio y en la comunión. He venido para
compartir con los obispos y los presbíteros el celo del anuncio misionero, que
debe involucrarnos a todos en un serio y bien coordinado servicio a la causa
del reino de Dios. Vosotros, aquí presentes hoy, representáis a las comunidades
eclesiales nacidas de la Iglesia madre de Aquileya. Como en el pasado, cuando
esas Iglesias se distinguieron por el fervor apostólico y el dinamismo
pastoral, así también hoy es necesario promover y defender con valentía la
verdad y la unidad de la fe. Es necesario dar razón de la esperanza cristiana
al hombre moderno, a menudo agobiado por grandes e inquietantes problemáticas
que ponen en crisis los cimientos mismos de su ser y de su actuar.
Vivís en un contexto en el que
el cristianismo se presenta como la fe que ha acompañado, a lo largo de siglos,
el camino de tantos pueblos, incluso a través de persecuciones y pruebas muy
duras. Son elocuentes expresiones de esta fe los múltiples testimonios
diseminados por todas partes: las iglesias, las obras de arte, los hospitales,
las bibliotecas, las escuelas; el ambiente mismo de vuestras ciudades, así como
los campos y las montañas, todos ellos salpicados de referencias a Cristo. Sin
embargo, hoy este ser de Cristo corre el riesgo de vaciarse de su verdad y de
sus contenidos más profundos; corre el riesgo de convertirse en un horizonte
que sólo toca la vida superficialmente, en aspectos más bien sociales y
culturales; corre el riesgo de reducirse a un cristianismo en el que la
experiencia de fe en Jesús crucificado y resucitado no ilumina el camino de la
existencia, como hemos escuchado en el Evangelio de hoy a propósito de los dos
discípulos de Emaús, los cuales, tras la crucifixión de Jesús, regresaban a
casa embargados por la duda, la tristeza y la desilusión. Esa actitud tiende,
lamentablemente, a difundirse también en vuestro territorio: esto ocurre cuando
los discípulos de hoy se alejan de la Jerusalén del Crucificado y del
Resucitado, dejando de creer en el poder y en la presencia viva del Señor. El problema
del mal, del dolor y del sufrimiento, el problema de la injusticia y del
atropello, el miedo a los demás, a los extraños y a los que desde lejos llegan
hasta nuestras tierras y parecen atentar contra aquello que somos, llevan a los
cristianos de hoy a decir con tristeza: nosotros esperábamos que el Señor nos
liberara del mal, del dolor, del sufrimiento, del miedo, de la injusticia.
Por tanto, cada uno de
nosotros, como ocurrió a los dos discípulos de Emaús, necesita aprender la
enseñanza de Jesús: ante todo escuchando y amando la Palabra de Dios, leída a
la luz del misterio pascual, para que inflame nuestro corazón e ilumine nuestra
mente, y nos ayude a interpretar los acontecimientos de la vida y a darles un
sentido.
Luego es necesario sentarse a la mesa con el Señor, convertirse en sus
comensales, para que su presencia humilde en el sacramento de su Cuerpo y de su
Sangre nos restituya la mirada de la fe, para mirarlo todo y a todos con los
ojos de Dios, y a la luz de su amor. Permanecer con Jesús, que ha permanecido
con nosotros, asimilar su estilo de vida entregada, escoger con él la lógica de
la comunión entre nosotros, de la solidaridad y del compartir. La Eucaristía es
la máxima expresión del don que Jesús hace de sí mismo y es una invitación constante
a vivir nuestra existencia en la lógica eucarística, como un don a Dios y a los
demás.
El Evangelio refiere también
que los dos discípulos, tras reconocer a Jesús al partir el pan, «levantándose
en aquel momento, se volvieron a Jerusalén» (Lc 24, 33). Sienten la necesidad
de regresar a Jerusalén y contar la extraordinaria experiencia vivida: el
encuentro con el Señor resucitado.
Hace falta realizar un gran esfuerzo para
que cada cristiano, aquí en el nordeste como en todas las demás partes del mundo,
se transforme en testigo, dispuesto a anunciar con vigor y con alegría el
acontecimiento de la muerte y de la resurrección de Cristo. Conozco el empeño
que, como Iglesias del Trivéneto, ponéis para tratar de comprender las razones
del corazón del hombre moderno y cómo, refiriéndoos a las antiguas tradiciones
cristianas, os preocupáis por trazar las líneas programáticas de la nueva
evangelización, mirando con atención a los numerosos desafíos del tiempo
presente y repensando el futuro de esta región. Con mi presencia deseo apoyar
vuestra obra e infundir en todos confianza en el intenso programa pastoral
puesto en marcha por vuestros pastores, deseando un fructífero compromiso por
parte de todos los componentes de la comunidad eclesial.
Sin embargo, también un pueblo
tradicionalmente católico puede experimentar de forma negativa o asimilar casi
de manera inconsciente los contragolpes de una cultura que acaba por insinuar
una manera de pensar en la que el mensaje evangélico se rechaza abiertamente o
se lo obstaculiza solapadamente. Sé cuán grande ha sido y sigue siendo vuestro
compromiso por defender los valores perennes de la fe cristiana. Os aliento a
no ceder jamás a las recurrentes tentaciones de la cultura hedonista y a las
llamadas del consumismo materialista. Acoged la invitación del apóstol Pedro,
presente en la segunda lectura de hoy, a comportaros «con temor de Dios durante
el tiempo de vuestra peregrinación» (1 P 1, 17), invitación que se hace
realidad en una existencia vivida intensamente por los caminos de nuestro
mundo, con la conciencia de la meta que hay que alcanzar: la unidad con Dios,
en Cristo crucificado y resucitado. De hecho, nuestra fe y nuestra esperanza
están dirigidas hacia Dios (cf. 1 P 1, 21): dirigidas a Dios por estar
arraigadas en él, fundadas en su amor y en su fidelidad. En los siglos pasados,
vuestras Iglesias han conocido una rica tradición de santidad y de generoso
servicio a los hermanos gracias a la obra de celosos sacerdotes, religiosos y
religiosas de vida activa y contemplativa. Si queremos ponernos a la escucha de
su enseñanza espiritual, no nos es difícil reconocer la llamada personal e
inconfundible que nos dirigen: sed santos. Poned a Cristo en el centro de
vuestra vida. Construid sobre él el edificio de vuestra existencia. En Jesús
encontraréis la fuerza para abriros a los demás y para hacer de vosotros
mismos, siguiendo su ejemplo, un don para toda la humanidad.
En torno a Aquileya se unieron
pueblos de lenguas y culturas diversas, que convergieron no sólo por exigencias
políticas sino sobre todo por la fe en Cristo y por la civilización inspirada
en la enseñanza evangélica, la civilización del amor. Las Iglesias nacidas de
Aquileya están hoy llamadas a reforzar aquella antigua unidad espiritual, en
particular a la luz del fenómeno de la inmigración y de las nuevas
circunstancias geopolíticas actuales. La fe cristiana seguramente puede
contribuir a poner en práctica este programa, que afecta al desarrollo
armonioso e integral del hombre y de la sociedad en la que vive. Por esto, mi
presencia entre vosotros quiere ser también un vivo apoyo a los esfuerzos que
se realizan para favorecer la solidaridad entre vuestras diócesis del nordeste.
Quiere ser, además, un estímulo para toda iniciativa orientada a la superación
de las divisiones que podrían hacer vanas las aspiraciones concretas a la
justicia y a la paz.
Este, hermanos, es mi deseo;
esta es la oración que dirijo a Dios por todos vosotros, invocando la
intercesión celestial de la Virgen María y de tantos santos y beatos, entre los
cuales me es grato recordar a san Pío X y al beato Juan XXIII, pero también al
venerable Giuseppe Toniolo, cuya beatificación ya está próxima. Estos luminosos
testigos del Evangelio son la mayor riqueza de vuestro territorio: seguid sus
ejemplos y sus enseñanzas, conjugándolos con las exigencias actuales. Tened
confianza: el Señor resucitado camina con vosotros ayer, hoy y siempre. Amén.
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