"Ventana abierta"
Los 7 corazones de un
sacerdote
AGOSTO 16, 2017
Catholic Link
Dios llama a quienes quiere a ser sacerdotes. Él los elige
de entre su pueblo para consagrarlos, para hacerlos suyos. Desde ese momento ya
no se pertenecen a sí mismos, sino que pertenecen a Dios. Es por eso que, poco
a poco, el corazón del sacerdote se va configurando con el de
Jesús, va aprendiendo la humildad y la mansedumbre. De
esta forma podemos identificar los 7 corazones del sacerdote que es
uno solo visto desde diferentes aspectos de su vocación consagrada.
El
sacerdote no se casa, pero aun así es padre; no vive con una mujer, pero es
esposo; no tiene algunos hermanos, sino toda la humanidad; no es amigo de
pocos, sino de muchos; no tiene grandes campos, pero es un verdadero pastor; en
fin, el corazón de un sacerdote es el de otro Cristo.
El
corazón del sacerdote es un…
El
sacerdote no se casa, es cierto, pero eso no impide que sea un verdadero padre por vocación. La fecundidad que Dios les da es diferente,
es una fecundidad interior, del que planta la semilla del Evangelio y
la deja crecer. Es aquél que engendra para la vida eterna. Un padre que guía,
que enseña, que educa, que juega, que se divierte y que también corrige. Un
padre espiritual, de esos que escuchan los problemas, que aconsejan y que
ayudan a superar los momentos difíciles. Un padre que se involucra en la vida
de sus hijos, pero que también les deja volar solos. Un padre que está presente
en los momentos importantes como los sacramentos y, también, en momentos
cotidianos como un buen partido de fútbol. El sacerdote es un padre por
vocación, por eso le llamamos de “padre”, nada es casualidad.
«¿Qué
padre de entre ustedes, si un hijo suyo le pide un pez, en lugar de un pez le
da una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le da un escorpión? Pues si ustedes,
siendo malos, saben dar a sus hijos cosas buenas, ¿cuánto más el Padre del
cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan» (Lucas 11, 11-13).
Esta
dimensión del corazón del sacerdote es muy importante para el ministerio
pastoral, ya que una verdadera
experiencia de Dios Padre será esencial a la hora de saberse padre de
sus hermanos los hombres. Para ser padres primero hay que
ser hijos, un hijo que se equivoca y que pide perdón, un hijo que confía y ama
a sus padres, un hijo que se deja corregir con humildad, un hijo que responde
con respeto y devoción. Ser hijo de Dios no suele ser tan fácil como algunos
dicen por ahí, ser hijo tiene deberes y tiene derechos. Ser hijo es nuestra
primera llamada cuando nacemos. Somos parte del cuerpo de Jesús, por ende,
somos hijos en el Hijo con mayúscula. Es por Cristo que podemos ser llamados
hijos de Dios, lo cual se realiza en el bautismo que nos imprime un carácter
indeleble en el alma. El sacerdote actúa siempre de cara a Dios, porque «de Él,
por Él y para Él son todas las cosas» (Romanos 11, 36).
«Miren
qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios,
¡y lo somos! Por eso el mundo no nos conoce, porque no le conoció a Él.
Queridísimos: ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que
seremos» (1 Juan 3, 1-2).
¡Uff,
qué difícil es ser hermano! Y es que «los amigos se escogen, los hermanos se
acogen» como bien decía San Francisco de Asís. A los hermanos se
les acepta con amor, se les quiere como son. Siempre buscamos lo mejor para
ellos, los aconsejamos, los ayudamos y a la vez nos dejamos aconsejar y ayudar
por ellos. Es una relación mutua de amor, que no se elige, se acoge.
El sacerdote está llamado a ser hermano de todos, sin
preferencias de ningún tipo.
Todos son importantes
para él. Sea quien sea, haga lo que haga, sepa que en el sacerdote tiene un
hermano en quien confiar. Pero ojo, que su hermano sacerdote no está exento de
imperfecciones y debilidades, al contrario, el sacerdote también trabaja por
mejorar constantemente y vencer su amor propio día a día. Eso es hermoso: ver
que tanto los sacerdotes como quienes no son sacerdotes deben luchar día a día
por la santidad. Y esta lucha la llevamos juntos, nos apoyamos en la batalla.
«¿Quién
es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y extendiendo su mano hacia sus
discípulos, dijo: -Éstos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace
la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana
y mi madre» (Mateo 12, 48-50).
En
la Iglesia Católica Romana los sacerdotes no se casan, y esto no es por
discriminación, al contrario, la Iglesia como madre y maestra ha visto prudente
en los siglos precedentes que el sacerdote guardara el celibato en pro de su
misión. Y es que el amor del sacerdote se derrama a toda la familia de la
Iglesia. Este compromiso se asume de manera libre y siempre por amor. Como bien
dice Mateo en su Evangelio: «no todos son capaces de entender esta
doctrina, sino aquellos a quienes se les ha concedido» (cfr. 19, 11).
Desde antiguo se le ha llamado a Cristo “esposo de la Iglesia”, el
sacerdote se configura también como el “esposo” actuando en nombre de Dios, a
quien se compromete a guardar fidelidad y a educar a sus hijos en la fe. Esta
es una dimensión muy importante en su vida, siendo esposo tiene obligaciones y
deberes. Así es como vive dentro de una gran familia cuidando de ella con amor
y protegiéndola incluso, si es necesario, con la vida.
«Maridos:
amen a sus mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por
ella para santificarla, purificándola mediante el baño del agua por la palabra,
para mostrar ante sí mismo a la Iglesia resplandeciente, sin mancha, arruga o
cosa parecida, sino para que sea santa e inmaculada» (Efesios 5, 25-27).
Yo
diría que el sacerdote es de los mejores amigos que podemos tener. Sabemos que
podemos confiar en él pase lo que pase, que allí va a estar cuando le
necesitemos, que se va a preocupar porque quiere lo mejor para todos. El
sacerdote está llamado a ser amigo, en primer lugar, de Jesús. Hacer de Él el
amigo de los amigos. Es a través de esta relación que el sacerdote puede ser llamado amigo de los demás, porque
aprendió de Cristo lo que significa una verdadera amistad.
Sí, el sacerdote
también tiene sus discusiones con Jesús por cosas que no entiende o le cuestan,
pero lo mejor es que luego se reconcilia, así es la amistad. Piensen en sus
amigos, ¿quién no se ha peleado con ellos? ¡Todos hemos discutido con nuestros
amigos! Es normal, porque nuestra relación no depende de los problemas, al
contrario, se funda en el amor desinteresado de los dos. La verdadera amistad
la encontramos en Jesús, Él es el modelo de amigo que todos quisiéramos tener;
y el sacerdote mientras más cerca esté de Jesús, mejor amigo será en la vida de
los otros.
«Un
amigo fiel es protección poderosa, quien lo encuentra, halla un tesoro. Un
amigo fiel no tiene precio, es de incalculable valor. Un amigo fiel es medicina
que salva, lo encontrarán los que temen al Señor» (Eclesiástico 6, 14-16).
La
imagen del pastor con el rebaño de ovejas está en directa relación con Cristo,
el Buen Pastor. El sacerdote se configura como pastor del rebaño de Dios a
través de su consagración sacerdotal, porque actúa como otro
Cristo, es el instrumento por el cual Dios ha querido actuar en la
vida de los hombres. Esto es algo grande, a veces difícil de entender (para
todos), pero es un regalo gigantesco de Dios para los hombres en su Iglesia.
El sacerdote busca a las ovejas perdidas del rebaño y las acerca
al redil; las ama, las trae de vuelta, las abraza con ternura cuando las
encuentra.
Un pastor debe ser
auténtico, es decir, debe dejar pastar tranquilamente a las ovejas; es quien
las cuida, pero también les da su espacio. Las ovejas conocen la voz de su
pastor, no se acercan a cualquiera. El Papa Francisco decía hace unos años que
los sacerdotes deben tener “olor a oveja”, deben involucrarse en sus
vidas, compartir con ellas, cargarlas cuando es necesario. No es una misión
fácil, pero confiados en la gracia de Dios sabemos que se puede cumplir con
alegría y amor.
«Congregaré
los restos de mis ovejas de todas las tierras adonde las expulsé, y las haré
volver a sus pastos para que crezcan y se multipliquen. Pondré sobre ellas
pastores que las apacienten, para que no teman más, ni se espanten, ni falte
ninguna» (Jeremías 23, 3-4).
7.
Corazón como el de Cristo
El corazón sacerdotal es un corazón identificado con el de Cristo: con sus sufrimientos,con sus dolores, con sus sentimientos, con sus alegrías, etc.
Hay una jaculatoria
que repetimos siempre los religiosos, es: «Jesús manso y humilde de corazón,
haz mi corazón semejante al tuyo». Estas palabras están dirigidas a todos los
consagrados a Dios, pero especialmente a quienes Él ha elegido para el
sacerdocio. Santa Faustina Kowalska escribía en su diario: «Oh Jesús, haz mi
corazón semejante al Tuyo, o más bien transfórmalo en Tu propio [Corazón] para
que pueda sentir las necesidades de otros corazones y, especialmente, de los
que sufren y están tristes» (cfr. n°514. Diario, La Divina
Misericordia en mi alma). Esta es la llamada que Dios nos hace, es una
llamada que requiere mucho abandono personal, mucho amor, mucha abnegación y
renuncia; una llamada que no deja lugar a la mediocridad, una llamada a darlo
todo por el Reino de Dios. «Con Cristo estoy crucificado: vivo, pero ya no
vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Y la vida que vivo ahora en la carne la
vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gálatas
2, 19-20).
«Lleven
mi yugo sobre ustedes y aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón, y
encontrarán descanso para sus almas: porque mi yugo es suave y mi carga es
ligera» (Mateo 11, 29-30).
El
corazón sacerdotal busca ser lo más parecido al de Cristo, por eso se va
configurando con Él poco a poco desde el seminario. El corazón sacerdotal es un corazón abierto a todos, lleno de
amor para dar. Un corazón que arde de amor por Cristo. Un corazón que también
es herido, que perdona y que sana. Un corazón amado por Dios. En síntesis, es
como el corazón de Cristo en la tierra. Dejemos a Santa Teresita del Niño Jesús
que nos ayude a comprender este gran don con sus sencillas y profundas palabras:
«Comprendí que si la Iglesia tenía un cuerpo, compuesto por diferentes
miembros, el más necesario, el más noble de todos no le faltaba, comprendí que la
Iglesia tenía un corazón, que este corazón estaba ardiendo de amor. Comprendí
que el Amor solo hacía obrar a los miembros de la Iglesia, que si el Amor
llegara a apagarse, los Apóstoles ya no anunciarían el Evangelio, los Mártires
rehusarían verter su sangre… Comprendí que el amor encerraba todas las
vocaciones. Que el amor era todo, que abarcaba todos los tiempos y todos los
lugares… En una palabra, que es ¡eterno!» (Santa Teresa del Niño Jesús, ms.
autob. B 3v).
No hay comentarios:
Publicar un comentario