"Ventana abierta"
JHON WILLIAM WILKINSON
Este artículo
pertenece a la serie de ficción Especies Urbanas, cuyo autor es John William
Wilkinson y que se publica los domingos en la página web de La Vanguardia.
Los Mágicos efectos del caldo de Navidad
Este año también se dijo Adriana Fosalba i Ruidor que
para la Nochebuena sustituía la pesada comilona tradicional que tanto
esfuerzo cuesta preparar, por algo más ligero, atrevido y moderno; verbigracia
unos platos algo más acordes con el frenético ritmo que rige nuestras vidas. Su
familia se lo agradecería.
Cuando
a mediados de diciembre le explicó a su marido, Guillem Gordi i Sotés, que la
cena de Nochebuena consistiría en una ensalada de rúcula, salmón ahumado y una
sopita de miso, éste puso el grito en el cielo… ¡que qué se había creído!; que
si una vez al año no hace daño; que si no podían privar a sus hijos –Neus,
Mariola y Pau- de tan importante tradición culinaria y cultural; etcétera.
Y,
claro, Adriana, un año más, ante la insistencia de Guillem, acabó claudicando.
Eso sí, por mucho que le rogara que lo hiciera, estaba decidida en su negativa
a liarse con el paté de perdiz que siempre le salía riquísimo y que tanto
gustaba a todos. Porque además de llevar todas las calorías del mundo, lo
cierto es que su elaboración exige una auténtica panzada de trabajo.
Hubiera suprimido encantada la trabajosa gelatina si no fuera porque es un ingrediente esencial del caldo con el que seprepara la sopa de galets
También hubiera suprimido encantada la trabajosa galantina si no
fuera porque es un ingrediente esencial del caldo con el que se prepara la sopa de galets. Envuelta en
muselina, se cuece durante un par de horas en una enorme olla, a fuego lento,
con las verduras, hierbas y casi una botella entera de jerez seco, sólo para
añadir, en el último tramo, las pilotes. El olor que invade toda la casa es
embriagador.
Del pavo del día de Navidad nunca ha tenido que preocuparse Adriana: de eso se ocupa su
suegra. Así que, sobre las seis de la tarde de Nochebuena, ya podía sacar de la
olla con gran alivio y satisfacción la galantina y las pilotes, dejando listo,
una vez colado, el caldo para la cena. Pondría los galets a hervir justo antes
de sentarse a la mesa. Mas al probar el caldo por si le faltaba sal, se acordó
de pronto de su tío abuelo Delfí. Este hombre, de 83 años, que en su juventud
había sido de todo –deportista, aventurero, emprendedor, poeta- vegetaba en una
residencia envuelto en las impenetrables brumas del Alzheimer.
Pues
nada, aunque muy cansada, decidió Adriana que, puesto que la residencia le
quedaba bastante cerca –o al menos no demasiado lejos-, no tenía excusa por no
llevarle un poco de caldo, máxime si se tiene en cuenta que cuando ella era
niña su tío Delfí nunca faltaba a la cena de Nochebuena y, además de traerle
regalos y turrones, siempre contaba historias la mar de divertidas. Al tío le
privaba la sopa de galets.
Adriana no se
hacía ilusiones, puesto que su tío Delfí ya no reconocía a nadie. Lo encontró sentado
erguido en una silla al lado de su cama, delgadísimo, la mirada perdida. Vestía
pijama a rayas y albornoz gris. Estaba mal afeitado, el pelo revuelto. La
pieza, al igual que el resto de la residencia, apestaba a orina y a muerte.
Adriana, previsora, sacó un termo, un cuenco, una cuchara y un trapo de cocina,
que haría las veces de barbero. Sabía por experiencia lo difícil que le iba a
resultar conseguir que se tragara el caldo.
Llenó el cuenco hasta la mitad y, removiendo el humeante caldo con la cuchara, esperó a que se enfriara un poco
Llenó el cuenco
hasta la mitad y, removiendo el humeante caldo con la cuchara, esperó a que se
enfriara un poco. Tan potentes eran los olorosos vapores del caldo, que, una
vez destapados, lograron vencer a la peste a muerte que impregnaba el ambiente.
Toda vez que
visitaba al tío Delfí –que por vergüenza suya no era muy a menudo- le hablaba
como si le escuchara, pues no descartaba que quizá se enteraba de algo de lo
que le contaba o que al menos reconocía su voz. Ya hacía mucho que había dejado
de hablar o a comunicarse de cualquier otra forma con sus semejantes. Sólo
vegetaba.
Pero
nada más probar la primera cucharada de caldo, se le iluminó la cara. Olfateó
el aire. Y tras relamerse, mantuvo la boca abierta a la espera de otra
cucharada del bendito caldo. A la tercera, ya sonreía. Sus ojos, ya muy
abiertos, que a Adriana le miraban sin verla, expresaban el inmenso placer que
sentía, antes de que, a la quinta cucharada, las lágrimas rebosaban de sus
ojos, de pura emoción.
Adriana
tampoco podía contener las lágrimas. Mientras le iba acercando la cuchara a la
boca, se preguntaba qué pensamientos o recuerdos habría despertado en su tío el
caldo de Navidad que tanto le gustaba cuando en Nochebuena les contaba chistes
o asustaba a la abuela con un matasuegras.
Antes
de irse, le plantó un beso en la frente; y otros dos, uno en cada mejilla. Le
frotó las manos. Le aplanó el pelo. Y le explicó lo contenta que estaba de que
tanto le había gustado el caldo. Al llegar al pasillo se volvió. Su tío abuelo
Delfí que no paraba de llorar le pareció el hombre más feliz del mundo.
-Bon Nadal, tiet.
A punto estaba de
echar los galets al caldo cuando sonó su móvil. La administradora de la
residencia le informó de que su tío acababa de fallecer.
-¿Qué
aspecto tenía? quiso saber Adriana.
-
Sonría. Era algo realmente extraordinario. Murió feliz.
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