"Ventana abierta"
HONG LINH, ROSA DE PRIMAVERA
Web católico de Javier
Todavía no entendía cómo, pero el jesuíta padre
Alonso se encontraba junto al lecho de una anciana vietnamita que le había
saludado en lengua europea y con una alabanza al Santísimo Sacramento. Acababa
de desmontar de su asnillo y, aunque le habían ofrecido un caldo caliente los
dos guías que le habían venido a buscar a su chocita, él lo había rechazado: lo
primero es lo primero. La señora hablaba con dificultad el europeo, pero estaba
muy cuerda... El padre Alonso se hacía mil preguntas en su interior. Pero no
dejó que su curiosidad venciera a su obligación. La anciana vietnamita confesó
piadosamente y, luego, recibió los santos óleos... Su rostro irradiaba alegría.
Entonces, sí. Era el momento de conocer la
historia. No hicieron falta preguntas. La misma ancianita sació la curiosidad
del misionero.
"Me llamo Hong Linh". El misionero
tradujo en seguida en su mente: Rosa de Primavera. "Mis padres
pertenecieron a una importante estirpe de la costa sur del país, la región a la
que llegaron los primeros misioneros cristianos. Pronto recibimos el bautismo y
mi propia familia contribuyó a la construcción de una iglesia y de un colegio
que regentaban unas religiosas". Allí aprendió la doctrina cristiana, los
números y las letras. "Yo vivía muy apegada a las hermanitas. Cada día
acudía a la Santa Misa y rezaba el Oficio con ellas. Me enseñaron a rezar el
Santo Rosario... A mí, todo eso me atraía".
El esplendor de las ceremonias litúrgicas, la
paz y el silencio del convento, junto con la virtud y la bondad de las
maestras, enamoraban cada vez más su alma inocente. Rosa de Primavera hizo,
entonces, el firme propósito de convertirse en religiosa y dedicar su vida a la
oración y a la educación de los niños.
Al cumplir los dieciséis años, reveló su santo
deseo a sus padres. Éstos se entristecieron profundamente. Eran buenos
cristianos, también ellos admiraban a las religiosas y estarían de acuerdo en
que su hija se uniese a ellas. Sin embargo, cuando era niña, había sido
prometida en matrimonio con el hijo de un importante señor de la guerra en las
provincias del norte. "Según nuestras ancestrales tradiciones, este
matrimonio sellaría un acuerdo de paz entre nuestros pueblos y pensé que eso
era lo que Dios, en verdad, quería: que sembrara la paz entre nosotros. Yo
lloraba todas las noches, pero nada podía impedir el acuerdo tomado por mi
familia". Así que después de algunos meses, tuvo que despedirse de su
familia, de las buenas monjas y de su tierra natal.
Acompañada por la comitiva enviada por su
prometido, emprendió un largo viaje a las lejanas montañas de Lao Cai, en el
extremo norte del país. Hubo una suntuosa boda, y ella no tuvo otro recurso
sino resignarse a una nueva vida. Su mayor dolor, sin embargo, fue la de ser
obligada a vivir en una región pagana, privada de cualquier ayuda espiritual de
la Santa Iglesia.
Pasaron los años, y Hong Linh trajo al mundo
una prole numerosa, a la que dedicó todo el afecto de su corazón. El destino,
sin embargo, seguía mostrándole un lado oscuro. Las constantes guerras
regionales le arrancaron, uno a uno, todos sus hijos y, por último a su propio
cónyuge. No quedando nada del antiguo feudo de su marido, se vio forzada a
retirarse en esa pequeña aldea, donde vieja y enferma, esperaba el final de sus
días.
Precisamente cuando su salud comenzó a
agravarse, algunos viajeros le trajeron la noticia de la proximidad de los
sacerdotes cristianos. Y ella los mandó llamar inmediatamente.
Después de reconfortarla con la Unción de los Enfermos, el padre Alonso
preguntó a la venerable anciana: "Estando privada de cualquier sacramento,
e incluso del consuelo que es la convivencia con otros cristianos, ¿cómo ha
podido usted mantener la fe y la confianza durante tantos años?".
Con una ligera sonrisa, Hong Linh retirando
suavemente su mano de debajo de las sábanas, le mostró un rosario ya muy
gastado y dijo: "He aquí, padre, los pequeñitos pero tan fuertes eslabones
que mantuvieron mi alma atada al Cielo durante más de sesenta años. Cuando
niña, mis maestras me enseñaron que la Virgen María jamás abandona a quien le
reza con fervor. Y es cierto. Ella estuvo siempre a mi lado, fortaleciendo y
amparando mi pobre alma en las amarguras de la vida..."
Texto de la revista Ave María, número 763 - Mayo 2010. Escrito por el P. Javier Andrés Ferrer, mCR.
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