"Ventana abierta"
RINCÓN PARA ORAR
QUIEN ME VE A MÍ, HA VISTO AL PADRE
44 Jesús gritó y dijo: «El que cree en mí, no cree en mí, sino en aquel que me ha enviado;
45 y el que me ve a mí, ve a aquel que me ha enviado.
46 Yo, la luz, he venido al mundo para que todo el que crea en mí no siga en las tinieblas.
47 Si alguno oye mis palabras y no las guarda, yo no le juzgo, porque no he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo.
48 El que me rechaza y no recibe mis palabras, ya tiene quien le juzgue: la Palabra que yo he hablado, ésa le juzgará el último día;
49 porque yo no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre que me ha enviado me ha mandado lo que tengo que decir y hablar,
50 y yo sé que su mandato es vida eterna. Por eso, lo que yo hablo lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí.» (Jn. 12, 44-50)
Jesús, dice el texto sagrado, gritó. Sólo grita Jesús, cuando va a decir algo importante. Sí, nos va a hablar del Padre y la comunión que tiene con Él, desde toda la eternidad.
Creer en Jesús es creer en el Padre que lo ha enviado a la tierra. Y, ver a Jesús, es lo mismo que ver al Padre: “Señor, muéstranos al Padre, que lo veamos”. Y, respondió Jesús a Felipe: “¿Tanto tiempo que estoy con vosotros y no me conoces, Felipe? Quién me ha visto a mí, ha visto al Padre”. Y, también, el oído debe estar abierto a la hora de escuchar sus Palabras. Porque, en la escucha y puesta en obras, nos va la vida eterna de nuestras personas.
La Palabra de Dios, pronunciada en nuestro corazón, es como un juez que discierne nuestra capacidad de acogida o rechazo. La mucha aceptación marcará el grado de salvación y santidad que yo voy a tener en el cielo. Y, el escaso o mucho rechazo, nos dirá en nuestro momento final: ¡” Apártate de mí pues, ¿qué esperas de Quién en vida no quisiste ver, ni oír, ni creer? Tú mismo odio a la Palabra, será tu paga…
Por esto, los profetas, también gritaban: “¡Ahora es el tiempo favorable! ¡Ahora, es el Día de salvación!”. ¡Pues, lancémonos a este “ahora” y, supliquemos a Jesús que nos envíe su Espíritu Santo para ser dóciles y que podamos escudriñar su Palabra con un corazón de niño, que no objeta ni razona los planes de Dios sobre él, sino que se lanza confiado a los brazos del Padre y suplica, desde su regazo, que su Palabra se susurre en el corazón y vaya grabando a fuego, en él, sus ecos divinos!
¡Señor, míranos con misericordia, pues, así miraste a tus apóstoles cercanos, tus amigos! Ellos eran tan torpes y pecadores como nosotros, pero, por tu amor hacia lo pequeño y pobre, los rodeaste de tu gracia e hiciste en cada uno de ellos una obra de filigrana, reluciente en santidad, bondad y amor a TÍ, Jesús y a tu Padre del Cielo. Su ejemplo nos anima y fortalece para seguir sus pasos hasta poder decir: “Ya no soy yo, que es Cristo quien vive en mí, porque ahora vivo totalmente de una fe grande en Él”. “Porque me amó y se entregó a la muerte por salvarme”.
¡Es sorprendente y admirable ver esa dependencia que tiene Jesús del Padre! Da la impresión como si perdiera su identidad: Él podría también decir como San Pablo: “Ya no soy Yo, es el Padre quien vive en mí y mientras vivo esta vida humana, vivo de la confianza absoluta y del abandono en las manos de mi Padre, porque me ama como su Hijo Amado, el Predilecto”. Y, después de este testimonio, ¿nos da miedo perder nuestra identidad? Jesús mismo nos habló de este aniquilamiento de la vida: “el que pierda su vida por Mí y por mi Palabra, la salvará. Y, el que quiera guardar y salvar su vida, la perderá para la vida eterna”.
Ante la vida de Jesús, no nos queda sino doblar las rodillas y decirle al Señor, de todo corazón: “¡Heme aquí! ¡Aquí estoy para lo que desees! Y, “Habla, que tu siervo escucha”, en una rendida docilidad y obediencia.
¡Deseo Jesús que así se haga en mí y no apoyado en mis fuerzas que, no las tengo, sino en la confianza ciega, como un niño duerme tranquilo en el regazo de su madre! ¡Qué así sea Jesús! ¡Amén! ¡Amén!
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