"Ventana abierta"
RINCÓN PARA ORAR
SOR MATILDE
29 Al día siguiente ve
a Jesús venir hacia él y dice: «He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado
del mundo.
30 Este es por quien
yo dije: Detrás de mí viene un hombre, que se ha puesto delante de mí, porque
existía antes que yo.
31 Y yo no le conocía,
pero he venido a bautizar en agua para que él sea manifestado a Israel.»
32 Y Juan dio
testimonio diciendo: «He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo
y se quedaba sobre él.
33 Y yo no le conocía
pero el que me envió a bautizar con agua, me dijo: "Aquel sobre quien veas
que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con Espíritu Santo."
34 Y yo le he visto y doy testimonio de que éste es el Elegido de Dios.» (Jn. 1, 29-34)
¡Grandioso testimonio, éste de Juan
el Bautista y a la vez, con qué sencillez cuenta su encuentro con
Jesús por primera vez!
¡Cuántas veces, Juan, en sus largos
días de soledad en el desierto, ¡imaginaría esta cita única con “el Cordero de
Dios”! La revelación de este encuentro se haría poco a poco en su
corazón, así como la misión de prepararle el camino con un bautismo de
penitencia, que quitaría todo impedimento para que a todos se
les revelara la presencia única de Dios entre ellos.
Primero, sabría que el Mesías no sería un
rey poderoso, como los reyes de la tierra, sino un “manso
cordero” ya profetizado antaño. Él vendría a darse todo entero y no a
quitar nada a los hombres. El que habría de preparar los corazones era
Juan, a través de un bautismo de penitencia en el Jordán. Y, con
la conversión, se hace una morada para que habite el Espíritu
Santo. ¡Éste sí que es quien perdona los pecados y
santifica, para comenzar una vida nueva que inaugura Jesús con su
venida! ¡Qué acontecimiento grandioso para la humanidad, esta
manifestación inaugural de Dios que, en Jesús, nos trae
la salvación! Aquí, en el Jordán, la gracia se derramó
abundantemente porque eran muchos los que ansiaban al Mesías y estaban
preparados, por Juan, para acogerlo; para escuchar sus Palabras
de vida eterna; para ser curados de sus dolencias físicas que eran imagen
de sus heridas del alma. Todo, alrededor de Jesús, florecía como una
nueva creación, limpia ya del pecado, por su presencia sanadora.
Y es que Juan testificó abiertamente
que “Jesús era el Hijo de Dios” en Persona. Él
el Único portador del Espíritu Santo que, también afirmó
ser “Jesús, el Hijo Amado del Padre”, al Único a
quien había que escuchar, porque sus Palabras eran traídas del
cielo a la tierra y era lenguaje de Dios.
Todas estas revelaciones, en la
verdad, nos desbordan, pero son una invitación constante a escuchar a
Jesús y su Palabra y dejarnos hacer
por Ella, para “ser santos, como el
Padre es Santo”. A veces, tan envueltos en las cosas
del mundo, nos parece demasiado bello todo lo que Dios ha hecho por
nosotros y con nosotros. Pero Él nos pide sólo que
actuemos nuestra fe y nos dejemos enseñar y entrar en sus planes. Él es el Único que
trae la salvación a manos llenas: “entre el cielo y la tierra, no se
nos ha dado otro Nombre que pueda
salvarnos”. Porque, también: “al Nombre de Jesús,
toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el
abismo y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para
gloria de Dios Padre”. ¡Qué bella es nuestra fe; qué grande es el
Amor de Dios que hasta nos llama “sus hijos”, pues lo somos, ¡por el Hijo y en
el Hijo!
Juan Bautista gozó en vida de todos
estos Misterios que son una maravilla. Y, aunque su
vida acabó violentamente a manos de hombres malvados, su fe en
el Mesías permaneció como una roca, porque también había entrado
en la humildad de Aquél a quien manifestó: “Él
tiene que crecer, yo tengo que menguar”. Y, así lo
cumplió, por la gracia de Dios: se dejó triturar por amor, como el
grano de trigo para ser ante todos los hombres “el dulce trigo de Cristo”.
¡Qué el Señor se digne hacernos entrar, por su gracia, en todos estos Misterios! ¡Qué así sea! ¡Amén! ¡Amén!
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