"Ventana abierta"
RINCÓN PARA ORAR
SOR MATILDE
DE LOS DIEZ LEPROSOS, SÓLO UN SAMARITANO DA GRACIAS
11 Y sucedió que, de
camino a Jerusalén, pasaba por los confines entre Samaría y Galilea,
12 y, al entrar en un pueblo,
salieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a distancia
13 y, levantando la voz,
dijeron: «¡Jesús, Maestro, ¡ten compasión de nosotros!»
14 Al verlos, les
dijo: «Id y presentaos a los sacerdotes.» Y sucedió que,
mientras iban, quedaron limpios.
15 Uno de ellos,
viéndose curado, se volvió glorificando a Dios en alta voz;
16 y postrándose rostro en
tierra a los pies de Jesús, le daba gracias; y éste era un samaritano.
17 Tomó la palabra
Jesús y dijo: «¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde
están?
18 ¿No ha habido quien volviera
a dar gloria a Dios sino este extranjero?»
19 Y le dijo: «Levántate y vete; tu fe te ha salvado.» (Lc. 17, 11-19)
Donde va Jesús, allí lleva
consigo la Salvación, la salud. Va a entrar en un pueblo y
de lejos le gritan diez leprosos. Diez hombres proscritos de la
sociedad, cuya compañía y familia es su miseria contagiosa. Pero, al
ver a Jesús que pasa, se despierta en ellos una gran esperanza.
Han oído que Jesús es
el Mesías, el Esperado, el Enviado de Dios que, la Escritura dice
que vendrá a renovar todas las cosas, también a curar todas
las dolencias: el ciego verá, el cojo andará, el sordo oirá y
el leproso quedará limpio: “Jesús, Maestro, ¡ten compasión de
nosotros!” … Y Jesús, les manda a los sacerdotes para que certifiquen
que su piel está totalmente sana.
Su fe y la confianza en
la Palabra del Maestro, les hace obedientes y marchan
hacia el sacerdote. Pero en el camino, vieron con sorpresa y alegría que
estaban curados. Y en el colmo del gozo, se olvidaron de dar gracias al qué
había obrado, bondadosamente, tan inaudito milagro. Pero un extranjero, uno
ajeno al pueblo de Dios, no olvidó a quien así había tenido misericordia
de su desgracia. Y, volviendo sobre sus pasos, a gritos
también, alababa a Dios y se postró rostro en tierra, reconociéndole
su poder divino.
¡Oh, qué gran fuerza tiene el dar gracias a
Dios por todo lo que nos sucede en cada día porque, todo lo que hace es bueno
ya que, Dios, el Bueno, ¡no sabe hacer sino el bien! Muchas veces,
gozamos de las cosas y de los dones y como si,
ofreciéramos “sacrificios de alabanza” a las mismas cosas
cuando, tan sólo tendríamos que fijar los ojos en el Dador
de todo bien. Esa costumbre coloquial en que
decimos: “¡a Dios gracias!”, proviene de ese estar siempre
pendiente de Dios. Ya lo dice el salmo: “como están los ojos de los
esclavos fijos en las manos de sus señores, así están nuestros ojos, en el
Señor, esperando su misericordia” (Sal 122).
Aquí vemos que, los leprosos judíos a
quienes se les pedía un acto de adoración a Jesús, no lo
hicieron. Él, nos asegura que, “hay muchos primeros, (el
pueblo escogido) que, serán últimos y hay últimos, (los
paganos) que, serán primeros”. ¡Qué Jesús, no tenga que
echarnos en cara un día nuestra ingratitud porque siendo elegidos
por Él, no lo adoramos y agradecimos tantos dones con los que nos
adornó y regaló!
¡Qué buen ejercicio
sería Señor el levantarnos por la mañana e ir reconociendo todo
tu amor, en volver a darnos la vida y la alegría de ser hijos
de Dios, y, el que Tú quieras por todos los medios
que, seamos de tus íntimos y estemos habitados por
tu Cuerpo y Sangre! Lo que mejor Jesús nos ha
dado es la Eucaristía y ésta se define como “la acción de
gracias a Dios”, por excelencia. Jesús, es el
mayor Don del Padre a nosotros, sus hijos
adoptivos. Sin tener dentro de nosotros, como Pan
y Vino, al Hijo de Dios, moriríamos de hambre para
siempre: “mi Carne es verdadera comida y mi Sangre, es
verdadera bebida”.
¡Danos siempre Señor de este Pan! ¡Haznos tus muy íntimos! ¡Qué así sea! ¡Amén! ¡Amén!
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