Aunque la sociedad del bienestar pone todos los medios a su alcance para borrar de la conciencia de las personas la realidad de la muerte, invitando a no pensar en ella y a centrar la atención en el disfrute inmediato y en la posesión de bienes materiales, sin embargo la muerte de los seres queridos siempre nos devuelve a la cruda realidad y nos invita a preguntarnos por el sentido de la existencia en este mundo y por el más allá de la muerte.
Ante la falta de respuestas convincentes para estos interrogantes, los no creyentes se desesperan o toman la decisión de no hacerse preguntas, pues tienen que asumir que todas sus realizaciones y proyectos terminan debajo de una lápida en el cementerio. Al no creer y confiar en alguien que pueda ofrecer vida más allá de la muerte, la existencia humana se convierte en el mayor fracaso y sinsentido. Cuando el hombre piensa que, alejándose de Dios, se encuentra a sí mismo, es más libre y llega a su plena realización, descubre que su existencia termina en el mayor fracaso.
Los cristianos, por el contrario, apoyamos nuestra vida y nuestra esperanza en Jesucristo muerto y resucitado por la salvación de los hombres. En virtud de la encarnación, muerte y resurrección de Jesucristo, Dios se hace cercano a cada ser humano, comparte su misma existencia y le regala la posibilidad de participar de su salvación. Por medio de Cristo, el mismo Dios habita en nuestros corazones y nos ofrece la luz que tiene el poder de iluminar el presente y el final de la existencia.
Injertados en Cristo en virtud del sacramento del bautismo, todos los bautizados estamos convocados a vivir en Él, descubriendo su voluntad, dejándonos guiar por su Palabra y alimentándonos de su misma vida en los sacramentos. De este modo, además de permanecer en Cristo a lo largo de nuestra peregrinación por este mundo, podemos esperar confiadamente la muerte y el encuentro definitivo con Él por toda la eternidad.
Esto no quiere decir que los cristianos no experimentemos dolor y sufrimiento ante la pérdida de nuestros seres queridos o que tengamos claridad total ante la realidad de la muerte. La fe en Jesucristo resucitado y la experiencia de su amor hacia cada ser humano durante la vida terrena nos permiten esperar con paz y esperanza el momento de la muerte, porque también en ese instante el Señor está presente para cumplir sus promesas y librarnos del poder de la muerte: “Quien cree en mí, aunque haya muerto, vivirá y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre”.
Que el Señor renueve nuestra fe en su resurrección y nos ayude a vivir como resucitados ya en esta vida.
Con mi sincero afecto, feliz día del Señor.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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