Aquí san Francisco reunía cada año a sus frailes en los capítulos
(reuniones generales). Aquí también murió san Francisco.
san Eusebio de
Vercelli
OBISPO
MEMORIA OBLIGATORIA
San Eusebio
de Vercelli, el primer obispo del norte de Italia del que tenemos
noticias seguras. Nació en Cerdeña, a principios del siglo IV. Siendo muy niño
aún, se trasladó a Roma con su familia. Más tarde fue instituido lector:
así entró a formar parte del clero de la Urbe, en un tiempo en que la Iglesia
se encontraba gravemente probada por la herejía arriana.
La gran estima que se
tenía de san Eusebio explica su elección, en el año 345, a la cátedra episcopal
de Vercelli. El nuevo obispo emprendió, inmediatamente, una intensa labor de
evangelización en un territorio aún en gran parte pagano, especialmente en las
zonas rurales.
Inspirándose en san
Atanasio, que había escrito la Vida de san Antonio, iniciador del
monacato en Oriente, fundó en Vercelli una comunidad sacerdotal, semejante a una
comunidad monástica. Este cenobio dio al clero del norte de Italia un sello
significativo de santidad apostólica, y suscitó figuras de obispos importantes
como Limenio y Honorato, sucesores de Eusebio en Vercelli, Gaudencio en Novara,
Exuperancio en Tortona, Eustasio en Aosta, Eulogio en Ivrea, Máximo en Turín,
todos venerados por la Iglesia como santos.
Sólidamente formado
en la fe nicena, san Eusebio defendió con todas sus fuerzas la plena divinidad
de Jesucristo, definido por el Credo de Nicea "de la misma
naturaleza del Padre". Con este fin se alió con los grandes Padres del
siglo IV —sobre todo con san Atanasio, el baluarte de la ortodoxia nicena—
contra la política filoarriana del emperador.
Al emperador la fe
arriana, por ser más sencilla, le parecía políticamente más útil como ideología
del imperio. Para él no contaba la verdad, sino la conveniencia política:
quería utilizar la religión como vínculo de unidad del imperio. Pero estos
grandes Padres se opusieron, defendiendo la verdad contra la dominación de la
política.
Por este motivo, san
Eusebio fue condenado al destierro, como tantos otros obispos de Oriente y de
Occidente: como el mismo san Atanasio, como san Hilario de Poitiers —del
que hablamos en la última catequesis—, y como Osio de Córdoba. En Escitópolis,
Palestina, a donde fue confinado entre los años 355 y 360, san Eusebio escribió
una página estupenda de su vida. También allí fundó un cenobio con un pequeño
grupo de discípulos, y desde allí mantuvo correspondencia con sus fieles de Piamonte,
como lo demuestra sobre todo la segunda de sus tres Cartas, cuya
autenticidad se reconoce.
Sucesivamente,
después del año 360, fue desterrado a Capadocia y a la Tebaida, donde sufrió
malos tratos. En el año 361, muerto Constancio II, le sucedió el emperador
Juliano, llamado el apóstata, al que no le interesaba el cristianismo como
religión del imperio, sino que quería restaurar el paganismo. Puso fin al
destierro de estos obispos y así también san Eusebio pudo volver a tomar
posesión de su sede.
En el año 362 san
Atanasio lo envió a participar en el concilio de Alejandría, que decidió
perdonar a los obispos arrianos con tal de que volvieran al estado laical. San
Eusebio pudo ejercer aún durante cerca de diez años, hasta su muerte, el
ministerio episcopal, manteniendo con su ciudad una relación ejemplar, que
inspiró el servicio pastoral de otros obispos del norte de Italia, de los que
hablaremos en las próximas catequesis, como san Ambrosio de Milán y san Máximo
de Turín.
La relación entre el
Obispo de Vercelli y su ciudad se atestigua sobre todo en dos testimonios
epistolares. El primero se encuentra en la Carta ya citada, que san
Eusebio escribió desde el destierro de Escitópolis "a los amadísimos
hermanos y a los presbíteros tan añorados, así como a los santos pueblos de
Vercelli, Novara, Ivrea y Tortona, firmes en la fe" (Ep. secunda, CCL
9, p. 104). Estas palabras iniciales, que indican los sentimientos del buen
pastor con respecto a su grey, encuentran amplia confirmación, al final de la Carta,
en los saludos afectuosísimos del padre a todos y cada uno de sus hijos de
Vercelli, con frases llenas de cariño y amor.
Conviene notar, ante
todo, la relación explícita que une al Obispo con las sanctae plebes no
sólo de Vercelli (Vercellae) —la primera y, durante algunos años aún, la
única diócesis de Piamonte—, sino también de Novara (Novaria), Ivrea (Eporedia)
y Tortona (Dertona), es decir, de las comunidades cristianas que, dentro
de su misma diócesis, habían alcanzado cierta consistencia y autonomía.
Otro elemento
interesante nos lo ofrece la despedida con que se concluye la Carta: san
Eusebio pide a sus hijos e hijas que saluden "también a quienes están
fuera de la Iglesia y se dignan albergar hacia nosotros sentimientos de amor (etiam
hos qui foris sunt et nos dignantur diligere). Se trata de un signo
evidente de que la relación del Obispo con su ciudad no se limitaba a la
población cristiana, sino que se extendía también a quienes, fuera de la
Iglesia, reconocían de algún modo su autoridad espiritual y amaban a este
hombre ejemplar.
El segundo testimonio de
la relación singular del Obispo con su ciudad proviene de la Carta que
san Ambrosio de Milán escribió a los vercelenses hacia el año 394, más de
veinte años después de la muerte de san Eusebio (Ep. Extra collectionem
14: Maur. 63). La Iglesia de Vercelli atravesaba un momento
difícil: estaba dividida y sin pastor. Con franqueza, san Ambrosio afirma
que le cuesta reconocer en los vercelenses "la descendencia de los santos
padres, que aprobaron a Eusebio en cuanto lo vieron, sin haberlo conocido
antes, olvidando incluso a sus propios conciudadanos".
En la misma Carta,
el Obispo de Milán atestigua con gran claridad su estima con respecto a san
Eusebio: "Un hombre tan grande —escribe de modo perentorio— mereció
realmente ser elegido por toda la Iglesia". La admiración de san Ambrosio
por san Eusebio se basaba sobre todo en el hecho de que el Obispo de Vercelli
gobernaba la diócesis con el testimonio de su vida: "Con la austeridad
del ayuno gobernaba su Iglesia". De hecho, también san Ambrosio, como él
mismo declara, se sentía fascinado por el ideal monástico de la contemplación
de Dios, que san Eusebio había perseguido tras las huellas del profeta Elías.
El Obispo de Vercelli
—anota san Ambrosio— fue el primero en hacer que su clero llevara vida común
y lo educó en la "observancia de las reglas monásticas, aun viviendo en
medio de la ciudad". El Obispo y su clero debían compartir los problemas
de los ciudadanos, y lo hacían de un modo creíble precisamente cultivando al
mismo tiempo una ciudadanía diversa, la del cielo (cf. Hb 13, 14). Así
construyeron realmente una verdadera ciudadanía, una verdadera solidaridad
común entre todos los ciudadanos de Vercelli.
De este modo, san
Eusebio, mientras hacía suya la causa de la sancta plebs de Vercelli,
vivía en medio de la ciudad como un monje, abriendo la ciudad a Dios. Pero ese
rasgo no obstaculizaba para nada su ejemplar dinamismo pastoral. Por lo demás,
parece que instituyó en Vercelli las parroquias para un servicio eclesial
ordenado y estable, y promovió los santuarios marianos para la conversión de
las poblaciones rurales paganas. Ese "rasgo" monástico, más bien,
confería una dimensión peculiar a la relación del Obispo con su ciudad. Como
los Apóstoles, por los que Jesús oró en su última Cena, los pastores y los
fieles de la Iglesia "están en el mundo" (Jn 17, 11), pero no
son "del mundo". Por eso, como recordaba san Eusebio, los pastores
deben exhortar a los fieles a no considerar las ciudades del mundo como su
morada estable, sino a buscar la Ciudad futura, la definitiva Jerusalén
celestial.
Esta "reserva
escatológica" permite a los pastores y a los fieles respetar la escala
correcta de valores, sin doblegarse jamás a las modas del momento y a las
pretensiones injustas del poder político que gobierna. La auténtica escala de
valores —parece decir la vida entera de san Eusebio— no viene de los
emperadores de ayer y de hoy, sino de Jesucristo, el Hombre perfecto, igual al
Padre en la divinidad, pero hombre como nosotros. Refiriéndose a esta escala de
valores, san Eusebio no se cansa de "recomendar encarecidamente" a
sus fieles que "conserven con gran esmero la fe, mantengan la concordia y
sean asiduos en la oración" (Ep. Secunda, cit.).
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