Fr. Eduardo Calero Velarde, ofm.
Como una canción mística
la luz se enreda órfica entre cálices
y los ángeles ciernen
con sus alas abiertas al azul
el misterio de luz tan deslumbrante.
Cuelga el alba sus oros
de los altos palacios
y de los ajimeces de alabastro
de los vetustos ventanales
donde la oscuridad abre sus puertas
a una tibia sonrisa de esperanza.
Por la calle empinada asciende el día
fresando las esquinas con un friso
de aurirrosada luz.
Sobre la piedra se alza
un jirón de aire limpio
y acota en el azul la clara bóveda
del espacio cercano
que estremecen las aves con su vuelo
poblándolo de estelas,
de raudas ráfagas de nieve
o de agitados lirios repentinos.
Se nimba en luz la plaza porticada
en la gloria del día que amanece.
Los pasos lentos ceden
al veloz torbellino cotidiano.
Grita la flauta y la siringa,
roza el murmullo y frota la palabra.
Se pregonan las rosas y hortalizas
que trasminan el húmedo perfume
de la fresca ternura de las huertas.
Se vende el paño
de áspero tacto, o la seda fina
de lívida caricia, o el almizcle.
Después todo se funde y se diluye
entre lo cotidiano y lo disperso.
Un clamor de añafiles
anuncia la presencia exacerbada
de Pedro Bernardone
que, adusto en lo voraz de la avaricia,
restitución exige en su fortuna.
Pero el varón abre los ojos nítidos
a un cielo de piedad
y tierno exclama con la voz serena:
A nadie llamaré padre en la tierra;
mi palabra hablará sólo este nombre:
¡Padre nuestro
que en los cielos estás...!
El varón se desciñe los vestidos,
los arroja a los pies de Bernardone
y su carne desnuda
florece como un nardo.
Con castos ojos le miraba el día
bajo los soportales de la plaza,
y una voz salmodiaba en las alturas:
¡Este es mi hijo amado,
miradlo bien:
despojado de todo
y cosido a la vida
como un cristo a la cruz!
El varón traspasado
se aureola en la luz de esta presencia.
En su costado le ha nacido un arpa
donde un mirlo le canta en cada cuerda;
y se marchó, glorioso, por el mundo
cantando su canción de trovador.
El día esplende. Y en el cielo se alza,
enjoyando el azul, serena un águila
con alas desplegadas en un vuelo
de libertad.
Oración de San Francisco de Asís
Que donde haya odio, ponga yo amor;
donde haya ofensa perdón;
donde haya discordia, ponga unión;
donde haya error, ponga verdad;
donde haya duda, ponga confianza;
donde haya desesperación, ponga esperanza;
donde haya tinieblas, ponga luz
y donde haya tristeza, ponga yo alegría.
Haz, en fin, Señor, que no me empeñe tanto
en ser consolado como en consolar;
en ser comprendido, como en comprender;
en ser amado, como en amar.
Porque dando es como se recibe,
olvidando es como se encuentra,
perdonando se es perdonado
y muriendo se resucita
a la vida que no conoce fin.
«Haz lo necesario, después todo lo posible,
y así conseguirás hasta lo imposible.»
San Francisco de Asís
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