"Ventana abierta"
‘Alegraos porque el Señor está
cerca’
Carta pastoral del Arzobispo de Sevilla
Queridos hermanos y hermanas:
“Estad siempre alegres en el Señor; os lo
repito, estad alegres. El Señor está cerca” (Fil 4,4-5). Con estas palabras de la carta a los Filipenses, se
inicia la Eucaristía de este Domingo III de Adviento, conocido como
Domingo “Gaudete” o Domingo de la alegría. A lo largo de las
dos semanas anteriores, la Iglesia, con tonos graves y severos, nos ha invitado
a la interioridad, a la conversión, a la penitencia y al encuentro con nosotros
mismos como camino para encontrarnos con el Señor que viene. En los umbrales de
la tercera semana de Adviento, cuando faltan once días para la Nochebuena, la liturgia,
con fina pedagogía, hace un alto en el camino para animarnos y sostener nuestro
esfuerzo en el camino de la penitencia, la reforma interior y la conversión del
corazón. Por ello, nos dice con san Pablo: “Que vuestra alegría la
conozca todo el mundo, porque el Señor está cerca”.
En la primera lectura de este domingo, el
profeta Sofonías invita al pueblo del Antiguo Testamento a regocijarse y a
alegrarse porque ve en lontananza la restauración del reino de Israel tras el
destierro de Babilonia, pues Dios ha cancelado su condena. Es la alegría a la
que en este domingo nos invita la liturgia ante la inminencia de la Navidad,
porque el objeto de nuestra espera es nada más y nada menos que Dios mismo que
viene a salvarnos, a liberarnos del pecado, a curar nuestras enfermedades, a
reconciliarnos con Él y entre nosotros. La esperanza del don que vamos a
recibir, de la visita que el mismo Dios nos va a hacer por medio de su Hijo
Jesucristo, anticipa ya la alegría que se acrecentará con su llegada.
Nuestra alegría no se cifra ni en las
vacaciones, ni en las reuniones familiares propias de los días de Navidad, ni
en el consumismo y el derroche, que ofende a los pobres y a los empobrecidos
como consecuencia de la crisis. La raíz profunda de nuestra alegría es el
Enmanuel, el Dios con nosotros. Todo lo demás palidece ante la luz de su
presencia y la belleza de los dones que nos trae. Con el Señor no hay temor, ni
tristeza, ni llanto, ni dolor, ni miedo, ni inseguridad. Él nos conoce, nos
comprende, nos acompaña y guía nuestra vida por medio de su Espíritu. Él nos
perdona siempre, sin rastro de resentimiento. La alegría de sentirnos
perdonados y poder comenzar de nuevo no es comparable con el placer que nos
brindan las cosas materiales que con tanta profusión en estos días nos sugieren
los reclamos publicitarios. El sentirnos queridos, amados, defendidos y
acompañados por el Dios fuerte y leal, omnipotente y amigo de los hombres, nos
proporciona la paz que el mundo no puede dar.
Preparémonos, pues, intensamente a recibirle.
Apresurémonos a limpiar y a agrandar las estancias de nuestro corazón para que
viva en nosotros y sea el único Señor de nuestras vidas. Rompamos las ataduras
que nos esclavizan y atenazan, que enfrían nuestro amor a Dios y que merman
nuestra libertad para seguir al Señor con un corazón limpio. En el ecuador del
Adviento no tenemos tiempo que perder. En la vida ordinaria, cuando nos
preparamos para un gran acontecimiento, en los últimos días redoblamos el
esfuerzo para que todo resulte como esperamos. Otro tanto nos pide la liturgia
en esta segunda parte del Adviento mostrándonos a María, Ntra. Sra. de la O, la
Virgen de la espera y la esperanza, como el mejor modelo del Adviento. Que
ella, que preparó su corazón como nadie para recibir a Jesús, nos ayude a
prepararnos en los días finales del Adviento para el encuentro con su
Hijo, que viene dispuesto a colmarnos de dones, a convertir y transformar
nuestra vida, a robustecer nuestra fe y nuestro testimonio ante el mundo de que
es Él el verdadero gozo del corazón humano y la plenitud total de sus
aspiraciones.
En la Navidad que ya adivinamos en lontananza
el Señor nacerá en nosotros en la medida en que estemos dispuestos a acogerlo
en nuestros hermanos, en los enfermos, en los ancianos que viven solos, en los
parados, en los emigrantes y en los que sufren. Comencemos ya desde hoy a
descubrir el rostro del Señor en aquellos con los que Él especialmente se
identifica. Él, al asumir la naturaleza humana, con su encarnación y nacimiento
la ha dignificado. Qué razón tan poderosa en estos días y siempre para
entregarnos a nuestros hermanos, para perdonar, para renovar nuestra
fraternidad, para compartir con los pobres nuestros bienes, y lo que es más
importante nuestras personas, nuestro afecto y nuestro tiempo. Si así lo
hacemos, constataremos que es verdad que “hay más alegría en dar que en
recibir” (Hch 20,35) y experimentaremos la alegría inmensa, recrecida
y rebosante que nace también del encuentro cálido y generoso con nuestros
hermanos.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla
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