"Ventana abierta"
Carta pastoral del Arzobispo de Sevilla
‘Solemnidad de la Ascensión del Señor’
Queridos hermanos y hermanas:
En este domingo séptimo de Pascua casi toda la
Iglesia celebra la solemnidad de la Ascensión del Señor a los cielos. Digo
“casi toda la Iglesia” porque en unos pocos lugares sigue su celebración en el
jueves de la sexta semana de Pascua, como ocurría antes de la reforma
litúrgica. Con este traslado se perdió uno de los tres jueves que, según el
dicho castellano, relucían más que el sol; pero la verdad es que con ello se
eclipsó también el aparato externo de esta festividad, por ejemplo, la
celebración de las primeras comuniones en muchos lugares. A ello contribuyeron
además las legislaciones civiles que la consideraron un día laboral y la caída
en desuso de algunos ritos muy expresivos, como el apagado del cirio pascual,
que tenía lugar este día para significar que el Cristo ya no estaba en la
tierra. Por eso, es conveniente que precisemos bien el carácter de este día
desde el punto de vista histórico y catequético.
En la historia de la liturgia las cosas están bastante claras: la
solemnidad de la Ascensión como diferente de la de Pascua empezó a celebrarse a
finales del siglo IV. Pero, mientras en Jerusalén se unía con la de Pentecostés
y se celebraban las dos el mismo domingo (el domingo que viene), según nos
refiere la peregrina gallega Egeria en su cuaderno de notas, en otros lugares
ya se le reservaba el jueves de la cuarentena pascual, que fue el que
prevaleció en los antiguos sacramentarios.
Su significado, idéntico y claro en lo fundamental, lo expresaban los
libros litúrgicos más antiguos con diferentes matices: así la Ascensión era
interpretada por algunos como la fiesta del Verbo de Dios, que vuelve a
recuperar a la derecha del Padre el lugar que tenía antes de la Encarnación,
subrayando que Dios
le ha hecho sentar a su derecha en el cielo. Para otros era la fiesta de la humanidad asumida
por Jesús e introducida por él en el cielo. En este sentido, venían a decir
que, subiendo al Cielo, Jesús ha llevado algo de nuestra humanidad al corazón
de Dios. Por ello, su Ascensión es anuncio gozoso de nuestra ascensión y de
nuestro retorno con Él. De ahí el tono alegre y esperanzado de esta fiesta, que
se incrementa si tenemos en cuenta que, al marchar, mucho de su humanidad ha
quedado entre nosotros: su Palabra, su presencia en los hermanos y en la Iglesia,
sacramento de Jesucristo y, sobre todo, su presencia resucitada en la
Eucaristía, que hace verdadera su promesa de estar con nosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 19,20). Jesús no ha marchado sin
nosotros, y nosotros no nos hemos quedado sin Él.
En su Ascensión el Señor marcha, pero quiere hacerse visible en el mundo
a través de sus discípulos. En el Evangelio y en los Hechos de los Apóstoles,
san Lucas asocia estrechamente la Ascensión con el testimonio: Vosotros sois testigos (Lc 24, 48). Seréis mis testigos en
Jerusalén, en toda Judea y Samaria y hasta los confines de la tierra (Hech 1,8). Ese vosotros señala en primer lugar a los apóstoles que han
estado con Jesús. Después de los apóstoles, en la época postapostolica el
testimonio es exigible a los obispos y a los sacerdotes. Pero el vosotros se refiere también a todos los bautizados.
Todo seglar debe ser en el mundo un testigo de la resurrección y de la vida del
Señor Jesús y un signo del Dios vivo (LG 38). Así lo entendían las primeas
generaciones cristianas, que están convencidas de que lo que el alma es en el cuerpo,
esto han de ser los cristianos en el mundo (Carta a Diogneto, 6).
Por desgracia, Jesús y su Evangelio siguen siendo una asignatura
pendiente en el corazón de los hombres de hoy, y a nosotros se nos confiado su
anuncio desde las plazas del nuevo milenio. En ellas, estamos llamados a ser
testigos del Dios vivo. Como nos dijera hace cincuenta años san Pablo VI, el
mundo de hoy necesita más de los testigos que de los maestros, y si necesita de
los maestros es en cuanto que son testigos. Hoy es relativamente fácil ser
maestro, pero es más difícil ser testigo. De hecho, el mundo bulle de maestros,
verdaderos o falsos, pero son escasos los testigos.
El testigo es quien habla con la vida. Así deben ser los sacerdotes ante
sus fieles, los padres ante sus hijos, los educadores ante sus alumnos, y cada
uno de vosotros, laicos cristianos, en el barrio, en el trabajo, en el ocio y
en la parroquia, implicados en la catequesis, en el acompañamiento de niños y
jóvenes y en los catecumenados de adultos, dispuestos siempre a dar razón de
nuestra fe y de nuestra esperanza en todo lugar y ante quien nos la pidiere. A
ello nos emplaza la solemnidad de la Ascensión.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla
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