"Ventana abierta"
Martes santo: ¿Cómo es nuestra fe?
"Ocurrió el día
siguiente a la entrada triunfal en Jerusalén. Jesús y los Apóstoles habían
salido muy temprano de Betania y, con la prisa, quizá no tomaron ni un
refrigerio...". Palabras de Mons. Javier Echevarría emitidas por la cadena
de Estados Unidos EWTN.
Martes
santo: palabras de Mons. Javier Echevarría (2004).
El Evangelio de la Misa termina con el anuncio de que los Apóstoles
dejarían solo a Cristo durante la Pasión. A Simón Pedro que, lleno de
presunción, afirmaba: yo daré
mi vida por ti, el Señor respondió: ¿conque tú darás tu vida por mí? Yo te
aseguro que no cantará el gallo, antes de que me hayas negado tres veces.
A los pocos días se cumplió la predicción. Sin embargo, pocas horas antes,
el Maestro les había dado una lección clara, como preparándoles para los
momentos de oscuridad que se avecinaban.
Ocurrió el día siguiente a la entrada triunfal en Jerusalén. Jesús y los
Apóstoles habían salido muy temprano de Betania y, con la prisa, quizá no
tomaron ni un refrigerio. El caso es que, como relata San Marcos, el Señor sintió hambre. Y viendo de lejos una higuera
que tenía hojas, se acercó por si encontraba algo en ella; pero cuando llegó no
encontró nada más que hojas, porque no era tiempo de higos. Y la increpó:
"¡que nunca jamás coma nadie fruto de ti!". Sus discípulos lo estaban
escuchando.
Al atardecer regresaron a la aldea. Debía de ser una hora avanzada y no
repararon en la higuera maldecida. Pero al día siguiente, martes, al volver de
nuevo a Jerusalén, todos contemplaron aquel árbol, antes frondoso, que mostraba
las ramas desnudas y secas. Pedro se lo hizo notar a Jesús: Maestro, mira, la higuera que maldijiste se ha
secado. Jesús les contestó: "Tengan fe en Dios. En verdad les digo que
cualquiera que diga a este monte: arráncate y échate al mar, sin dudar en su
corazón, sino creyendo que se hará lo que dice, le será concedido".
Durante su vida pública, para realizar milagros, Jesús pedía una sola
cosa: fe. A dos ciegos que le suplicaban la curación, les había preguntado: ¿creéis que puedo hacer eso? —Sí, Señor, le
respondieron. Entonces les tocó los ojos diciendo: que se haga en vosotros
conforme a vuestra fe. Y se les abrieron los ojos. Y cuentan los
Evangelios que, en muchos lugares, apenas realizó prodigios, porque a las
gentes les faltaba fe.
También nosotros hemos de interrogarnos: ¿cómo es nuestra fe? ¿Confiamos
plenamente en la palabra de Dios? ¿Pedimos en la oración lo que necesitamos,
seguros de obtenerlo si es para nuestro bien? ¿Insistimos en las súplicas lo
que sea preciso, sin descorazonarnos?
San Josemaría Escrivá comentaba esta escena del Evangelio. «Jesús
—escribe— se acerca a la higuera: se acerca a ti y se acerca a mí. Jesús, con
hambre y sed de almas. Desde la Cruz ha clamado: sitio! (Jn 19, 28), tengo sed.
Sed de nosotros, de nuestro amor, de nuestras almas y de todas las almas que
debemos llevar hasta Él, por el camino de la Cruz, que es el camino de la
inmortalidad y de la gloria del Cielo».
Se llegó a la higuera, no hallando sino solamente hojas (Mt 21, 19). Es
lamentable esto. ¿Ocurre así en nuestra vida? ¿Ocurre que tristemente falta fe,
vibración de humildad, que no aparecen sacrificios ni obras?
Los discípulos se maravillaron ante el milagro, pero de nada les sirvió:
pocos días después negarían a su Maestro. Y es que la fe debe informar la vida
entera. «Jesucristo pone esta condición», prosigue San Josemaría: «que vivamos
de la fe, porque después seremos capaces de remover los montes. Y hay tantas
cosas que remover... en el mundo y, primero, en nuestro corazón. ¡Tantos
obstáculos a la gracia! Fe, pues; fe con obras, fe con sacrificio, fe con
humildad».
María, con su fe, ha hecho posible la obra de la Redención. Juan Pablo II
afirma que en el
centro de este misterio, en lo más vivo de este asombro de la fe, se halla
María, Madre soberana del Redentor (Redemptoris Mater, 51).
Ella acompaña constantemente a todos los hombres por los senderos que conducen
a la vida eterna. La Iglesia, escribe el Papa, contempla a María profundamente
arraigada en la historia de la humanidad, en la eterna vocación del hombre
según el designio providencial que Dios ha predispuesto eternamente para él; la
ve maternalmente presente y partícipe en los múltiples y complejos problemas
que acompañan hoy la vida de los individuos, de las familias y de las naciones;
la ve socorriendo al pueblo cristiano en la lucha incesante entre el bien y el
mal, para que "no caiga" o, si cae, "se levante"
(Redemptoris Mater, 52).
María, Madre nuestra: alcánzanos con tu intercesión poderosa una fe
sincera, una esperanza segura, un amor encendido.
Mons. Javier Echevarría.
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