"Ventana abierta"
Lunes
santo: reflexiones de Mons. Javier Echevarría (2004).
Ayer recordamos el ingreso triunfal de Cristo en Jerusalén. La muchedumbre
de los discípulos y otras personas le aclamaron como Mesías y Rey de Israel. Al
final de la jornada, cansado, volvió a Betania, aldea situada muy cerca de la
capital, donde solía alojarse en sus visitas a Jerusalén.
Allí, una familia amiga siempre tenía dispuesto un sitio para Él y los
suyos. Lázaro, a quien Jesús resucitó de entre los muertos, es el cabeza de
familia; con él viven Marta y María, hermanas suyas, que esperan llenas de
ilusión la llegada del Maestro, contentas de poder ofrecerle sus servicios.
En los últimos días de su vida en la tierra, Jesús pasa largas horas en
Jerusalén, dedicado a una predicación intensísima. Por la noche, recupera las
fuerzas en casa de sus amigos. Y en Betania tiene lugar un episodio que recoge
el Evangelio de la Misa de hoy.
Seis días antes de la Pascua —relata
San Juan—, fue
Jesús a Betania. Allí le ofrecieron una cena; Marta servía y Lázaro era uno de
los que estaban con Él a la mesa. María tomó entonces una libra de perfume de
nardo auténtico, muy costoso, ungió a Jesús los pies con él y se los enjugó con
su cabellera, y la casa se llenó de la fragancia del perfume.
Inmediatamente salta a la vista la generosidad de esta mujer. Desea
manifestar su agradecimiento al Maestro, por haber devuelto la vida a su
hermano y por tantos otros bienes recibidos, y no repara en gastos. Judas,
presente en la cena, calcula exactamente el precio del perfume.
Pero, en vez de alabar la delicadeza de María, se abandona a la
murmuración: ¿por qué
no se ha vendido este perfume por trescientos denarios para dárselos a los
pobres? En realidad, como hace notar San Juan, no le
importaban los pobres; le interesaba manejar el dinero de la bolsa y hurtar su
contenido.
«La valoración de Jesús es muy diversa», escribe Juan Pablo II. «Sin
quitar nada al deber de la caridad hacia los necesitados, a los que se han de
dedicar siempre los discípulos —"pobres tendrán siempre con
ustedes"—, Él se fija en el acontecimiento de su muerte y sepultura, y
aprecia la unción que se le hace como anticipación del honor que su cuerpo
merece también después de la muerte, por estar indisolublemente unido al
misterio de su persona» (Ecclesia de Eucharistia, 47).
Para ser verdadera virtud, la caridad ha de estar ordenada. Y el primer
lugar lo ocupa Dios: amarás
al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente.
Éste es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es como éste: amarás a tu
prójimo como a ti mismo.
De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas. Por eso, se
equivocan los que —con la excusa de aliviar las necesidades materiales de los
hombres— se desentienden de las necesidades de la Iglesia y de los ministros
sagrados. Escribe San Josemaría Escrivá: «aquella mujer que en casa de Simón el
leproso, en Betania, unge con rico perfume la cabeza del Maestro, nos recuerda
el deber de ser espléndidos en el culto de Dios.
—Todo el lujo, la majestad y la belleza me parecen poco.
—Y contra los que atacan la riqueza de vasos sagrados, ornamentos y
retablos, se oye la alabanza de Jesús: "opus enim bonum operata est in
me" —una buena obra ha hecho conmigo».
¡Cuántas personas se comportan como Judas! Ven el bien que hacen otros,
pero no quieren reconocerlo: se empeñan en descubrir intenciones torcidas,
tienden a criticar, a murmurar, a hacer juicios temerarios. Reducen la caridad
a lo puramente material —dar unas monedas al necesitado, quizá para
tranquilizar su conciencia— y olvidan que —como escribe también San Josemaría
Escrivá— «la caridad cristiana no se limita a socorrer al necesitado de bienes
económicos; se dirige, antes que nada, a respetar y comprender a cada individuo
en cuanto tal, en su intrínseca dignidad de hombre y de hijo del Creador».
La Virgen María se entregó completamente al Señor y estuvo siempre
pendiente de los hombres. Hoy le pedimos que interceda por nosotros, para que,
en nuestras vidas, el amor a Dios y el amor al prójimo se unan en una sola
cosa, como las dos caras de una misma moneda.
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