"Ventana abierta"
PADRE, PALABRA Y VIENTO
José Enrique Galarreta S.J.
Jn 16, 12-15
Es un fragmento del "Sermón de la Cena". Jesús
anuncia a sus discípulos que se les enviará el Espíritu, que les aclarará todas
las cosas que aún no pueden comprender. El texto está repleto de expresiones
simbólicas: "recibirá de lo mío" suena a aquella escena de los
Números en que el Espíritu de Moisés es repartido también a los ancianos del
pueblo. (Num. 11, 16).
En la enigmática frase final se insinúa esa comunidad de
bienes entre el Padre y Jesús. Se está hablando del Espíritu; de ese Espíritu
participarán los discípulos.
Juan está adelantando la idea de que la comprensión plena de
Jesús se dará solamente después de la Resurrección. Será entonces cuando los
discípulos llegarán a la fe en Jesús y podrán dar respuesta a la pregunta
"¿quién es éste?", que se ha formulado a lo largo de todos los
relatos evangélicos (en los que se adelanta ya la respuesta, pues los
evangelios se escriben como testimonio de esa misma fe pascual).
Todos estos textos han de ser leídos por tanto teniendo en
cuenta que el autor pone en boca de Jesús palabras que son ya elaboraciones
teológicas. Palabras no pronunciadas por Jesús, que manifiestan la comprensión
sobre Jesús que van alcanzando las comunidades cristianas; en este caso,
formulaciones cristológico/trinitarias que serán el punto de arranque de la
dogmática elaborada por los Padres a partir del siglo II.
Algunos teólogos un poco presuntuosos han querido explorar la
intimidad de Dios, entrar en su misma esencia, conocerlo como nos conocemos las
personas, como conocemos la Creación, describirlo, explicarlo, conocerlo
"por dentro". Es normal, el ser humano es un "animal
curioso", capaz de hacerse toda clase de preguntas, incluso aquellas preguntas
cuyas respuestas están muy por encima de su capacidad de comprender.
Pero, en el caso de Dios, hemos topado con nuestros propios
límites. Permítanme recordar una escena maravillosa del Libro del Éxodo. Está
Moisés en la Tienda de Encuentro, dialogando con Dios, ante la NUBE de incienso
que vela la presencia del Señor, y, en un arrebato de amor y de deseo, le pide
a Dios:
- ¡Déjame, por favor, ver tu rostro!
Y le contesta el Señor:
- Haré pasar ante ti mi gloria, y pasaré ante ti, pero
cubriré tus ojos con mi mano para que no veas mi rostro. Cuando pase, retiraré
mi mano y me podrás ver de espaldas; no puedes ver mi rostro sin morir.
(Éxodo 33,18 Y ss.)
"No puedes ver mi rostro". No puedes conocerme más
que "de espaldas". El pueblo de Israel lo sabe muy bien, por eso no se
atreve a hacer imágenes de la divinidad, porque no hay imagen alguna de cosas
de la tierra que pueda parecerse siquiera de lejos a la esencia de Dios.
Creo que hemos perdido un poco ese respeto. Nuestros pintores
se atreven a pintar a Dios: es un señor anciano, vigoroso y venerable, que
flota por los cielos transportado en carro de nubes por preciosos ángeles
multicolores. Más aún, nos hemos atrevido a decir que es uno, pero son tres: el
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y también nos atrevemos a pintarlos: el
Padre venerable y con barbas; el Hijo, Jesús; y el Espíritu, como una paloma
entre los dos.
Pero esto no son más que vulgarizaciones. Los teólogos se han
atrevido a más, y han descrito las relaciones entre ellos, cómo procede el Hijo
del Padre, y el Espíritu de los dos... Afamados teólogos elucubran
asombrosamente sobre la trinidad en sí misma, sabemos mucho acerca de cómo
proceden entre sí las tres divinas personas. Formulamos en el Credo expresiones
sobre la generación del Hijo y la procesión del Espíritu, y la
consubstancialidad de las personas. Y hasta una de las más fuertes escisiones
de la Iglesia que haya sucedido en toda su historia tiene uno de sus
fundamentos en diferencias sobre esta generación intratrinitaria. (La otra
diferencia, quizá la causa más verdadera de la ruptura es, por supuesto, una
cuestión de poder).
Y empezamos a sentir temor y desazón, porque hemos entrado en
la intimidad de Dios como quien entra en su propia casa y queremos que nuestras
pobres palabras, nuestras imágenes con pies de barro sean capaces de
representar a Aquel cuyo rostro no puede ver el hombre mortal. ¿No hablamos con
demasiado desparpajo de la Santísima Trinidad? ¿No está nuestro lugar un
poquito más abajo? ¿no nos vendría bien recuperar el respeto ante Dios?
Una cosa es segura. Conocemos de Dios lo que Dios nos ha
dicho de sí mismo. Todo lo que nuestra mente es capaz de conocer de Dios ha de
basarse en Su Palabra, si no queremos correr el riesgo de decir muchas
tonterías. Y sí que hay Una Palabra estupenda de Dios acerca de sí mismo: se
llama Jesús de Nazaret (*”Revelador de DIOS?) . Para nosotros, los que creemos
en Jesús, Él es todo lo mejor -lo único y más que suficiente- que podemos
conocer de Dios. Y en Jesús conocemos a Dios de tres maneras:
Como un VIENTO IRRESISTIBLE que empuja la historia del mundo
desde dentro, como cuando se hinchan desde dentro las velas de un barco y
empieza a navegar, arrastrado por algo invisible y poderoso. Le hemos llamado
"El Espíritu", el viento de Dios. Y lo hemos "visto" soplar
poderosamente en el mismo Jesús, y lo hemos visto soplar poderosamente en la
primera comunidad cristiana, sobre todo a partir de aquella formidable mañana
de Pentecostés; y lo seguimos viendo soplar en el amor y el entusiasmo de tanta
gente buena que sostiene el mundo y nos hace mantener la fe y la esperanza.
En Jesús, ese viento formidable era salud y era PALABRA. Todo
Jesús es para nosotros Palabra: cuando cura y cuando habla, cuando se compadece
y cuando se cansa, cuando muere y cuando triunfa, vemos ante todo LA PALABRA.
Los que seguimos a Jesús lo entendemos como "La Palabra", no
solamente por lo que dice sino por lo que hace, por su manera de ser y de
vivir. Hasta el punto de que pensamos que en él podemos conocer a Dios, porque
Dios se ha dado a conocer en él. Es el mensaje de Dios sobre sí mismo, su mejor
comunicación. Y entendemos: el Espíritu de Dios se hace en Jesús Palabra para
nosotros, mensaje de cómo es Dios. Por eso Juan Evangelista le llama el Logos,
el Verbo, la Sabiduría, la Palabra de Dios hecha carne. Y ahí sí que conocemos
de verdad cómo es Dios.
Y entonces surge nuestra estupenda sorpresa: cuando Dios
habla de sí mismo - en su Palabra, que es Jesús - no habla de Infinito, de
Eterno, de Creador, de todas esas cosas maravillosas que nosotros nos
imaginábamos. Habla de ABBÁ, de papá cercano
imprescindible, que es lo mismo que hablar de médico que se
contagia por curar a sus enfermos, que es lo mismo que hablar del pastor que
arriesga su vida por cada oveja.
Y nos quedamos asombrados, porque todo era más sencillo, y
mucho más importante de lo que nosotros pensábamos. Ya no se trata de un dogma
casi incomprensible, algo así como de que uno y tres es lo mismo, sino de que
Dios se comunica conmigo - Palabra - actúa en mí - Espíritu - y es mi Padre con
quien puedo contar para salvar mi vida.
Y que estas tres cosas me convierten en hijo, como
convirtieron en Hijo al carpintero de Nazaret. A él, lleno del Espíritu, ese
Hijo con mayúsculas, el Primogénito, el Amado. A mí, en quien sopla un poco del
Espíritu, del mismo Espíritu, en proyecto de hijo, en camino hacia serlo.
Padre, Palabra y Viento, eso es Dios para mí: y esas tres
cosas las he visto en Jesús, en el que hemos visto soplar como un huracán el
Viento de Dios, en el que sentimos viva y presente La Palabra, el primero que
se atrevió a llamar a Dios "Papá", y por eso se ganó el título de
"El Hijo". Porque hijos somos todos, pero como Jesús, nadie.
Es admirable: ese misterio remotísimo e incomprensible de la
Santísima Trinidad, que yo pensaba que no me interesaba nada, se convierte en
algo importantísimo para mi vida: saber cómo es Dios es a la vez saber cómo es
mi vida, y es fuente de seguridad, estímulo y luz para todos los que queremos
caminar correctamente por el mundo.
Así que cuando te pregunten "¿quién es Dios nuestro
Señor"? no empieces con aquello de "un señor admirable y poderoso,
eterno y creador, que mora en los cielos...". Di más sencillamente: Dios
es para mí el Padre con quien puedo contar, la Palabra que guía mi vida entera,
el Viento que me ayuda a navegar... y todo eso lo he descubierto en Jesús, el
Hijo, el hombre "lleno del Espíritu".
Sólo en Jesús conocemos a la Trinidad. A veces parece como si
conociéramos a la Trinidad por el Antiguo Testamento o por el esfuerzo de
nuestra razón, y lo aplicáramos luego a Jesús, reconociendo en Él al Logos, al
Hijo eterno, a la Segunda Persona, ya conocidos previamente. Es al revés: en
Jesús de Nazaret, ese hombre al que conocemos como el hijo del carpintero, a
cuya madre conocemos, cuyos hermanos y parientes viven entre nosotros, en ese
hombre hemos descubierto a Dios: a Dios nadie le ha visto jamás: pero Jesús nos
lo ha dejado ver. (*¡FE!)
No pocas veces cometemos también el error de estudiar la
Trinidad a través de presuntas palabras de Jesús, sin caer en la cuenta de que
esas palabras que los evangelistas (Juan ante todo) ponen en labios de Jesús,
son ya interpretaciones humanas, cristología trinitaria de las primeras
generaciones cristianas, sumamente respetable, pero sometida ya a más
complicaciones.
A Dios nadie le ha visto jamás, ni le ha comprendido jamás,
ni es nadie capaz de meterlo en su cerebro. Si nos aventuramos más allá de lo
que hemos visto y oído, de lo que nuestras manos han podido tocar del Verbo de
la Vida, corremos peligro de no creer en Dios, sino en nuestras propias
mediaciones.
PARA NUESTRA ORACIÓN



No hay comentarios:
Publicar un comentario