Lorenzo Orellana sacerdote diocesano
A simple vista parece una oración sencilla, pero a medida que penetramos en ella trasluce hondura y belleza.
Está compuesto por una invocación y siete súplicas.
Sus dos primeras palabras indican que estamos ante una oración comunitaria, pues invocamos a Dios como Padre y Padre nuestro. Por tanto, aunque estemos en soledad, nos empuja a la fraternidad.
Tras el enunciado añade: que estás en el cielo. Lo que quiere decir que se trata del Padre celestial, que nadie debe confundir con un padre terreno.
Y a continuación, se desarrolla en siete súplicas. Las tres primeras, miran al Padre: santificado sea tu Nombre; venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.
Esta última comparación: en la tierra como en el cielo, señala que el cielo es el paradigma, es decir, que como en el cielo, así en la tierra santifiquemos su nombre, venga su reino y cumplamos su voluntad.
A continuación, las súplicas se refieren a lo que necesitan los hijos: el pan, el perdón, no sucumbir a la tentación sino librarse del mal.
También nos está indicando que si la referencia al Padre precede a las súplicas, es que Dios es lo primero. Y que, por ello, cuando vayamos a orar, antes de pedir, contemplemos al Padre y alabemos su nombre, su reinado y su voluntad, y después supliquemos. Supliquemos los dones que necesitamos para seguir alabándole: el pan que es nuestro, de todos, nunca mío y sin el cual no hay hijos; el perdón, que Dios nos da según nosotros seamos capaces de perdonar, y sin el cual no somos hermanos; el no caer en la tentación, sino vernos libres del mal y del malo que nos acecha.
Esta mínima reflexión nos lleva a pensar que las siete súplicas son antropocéntricas, pues todas ellas consideran los intereses del hombre, ya que es el hombre el que tiene necesidad de que sea santificado el nombre de Dios, de que venga su reino y se cumpla su voluntad, pues solo así se realizará el proyecto salvador que Dios nos ha confiado. Y sólo así construiremos una sociedad de hermanos.
Tras la breve introducción que escribí sobre el Padrenuestro se me ha pedido que lo comente un poco más. Gracias. Me pongo a ello. Acerquémonos, entonces, a si primera palabra: "Padre", que el Nuevo Testamento aplica a Dios 17o veces, y que Jesús, en esta oración, le llama Padre.
Padre, y ya está dicho todo. Padre, y se estremece el alma porque es lo máximo que podemos averiguar, sentir y predicar de Dios. De Dios Padre, al que sólo se puede acceder por el camino del Hijo. Es Jesús quien revela al Padre y nos da a conocer el genuino rostro de Dios. Su vida, su entrega, su amor a los pequeños, su ternura, su existencia a la intemperie, su pasión, su cruz y resurrección, son manifestaciones del amor misericordioso del Padre hacia todos.
Mas conviene aclarar que en tiempos de Jesús el niño dependía casi exclusivamente de sus padres. Entre el hijo y sus padres se originaba una gran intimidad, un vínculo que persistía toda la vida. Y ese vínculo englobaba dos aspectos: autoridad por un lado y amor por el otro. Por ello, en el término "padre" se interfieren ambos significados: el padre es el señor que todo lo dirige y el amor hasta la ternura.
Jesús crece en esta cultura, y por eso cuando dice “Padre” está reviviendo los sentimientos de autoridad y ternura que conforman la urdimbre afectiva del ser humano. De ahí que, al enseñarnos a llamar a Dios Padre, desee que nos coloquemos ante la imagen del Padre previsor y providente, quien, al mismo tiempo es amor y ternura. Ya que, si todo padre se enternece ante el hijo pequeño que eleva los brazos y dice: ¡papá!, Dios también. Dios Padre nos mira con ternura cuando le decimos: Abba, Padre.
Abba, dice Jesús, porque se sabe el Hijo. Y por eso, en esta mínima palabra estamos tocando el fundamento de la persona de Jesús, el misterio de su relación con el Padre. Esta voz diminutiva nos excederá siempre. Sólo Jesús sabe cuánto está diciendo.
Evaristo Martín Nieto confesaba que Abba es la “protopalabra” del evangelio. Y es que la palabra Padre debe significar y crear la conciencia de una relación filial con Dios. A esto quiere llevarnos Jesús, porque solo siendo hijo se puede ser persona y se puede ser hermano. Con razón dice san Juan: "Mirad que amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!"
Qué buen Dios tenemos, que nos hace hijos en el Hijo, para darnos la mayor dignidad, fraternidad y libertad posibles. ¡Gracias, Padre!
Pasamos ya de la dimensión vertical a la horizontal y acerquémonos al adjetivo nuestro, "Padre nuestro". De sabernos hijos, pasemos a reconocernos hermanos.
"Nuestro", porque el Padre no es de algunos sino de todos, especialmente de los pequeños y humildes en quienes se esconde: "cuando lo hicisteis con uno de los humildes, mis hermanos, conmigo lo hicisteis", nos recuerda Jesús. Por eso, si a la oración hay que ir en actitud de alabanza y filiación, también hay que ir desde la fraternidad, ya que sólo puede llamar a Dios Padre quien se sabe hermano.
"Nuestro", porque el cristiano, misteriosamente fundido en la comunión de los santos, ora siempre en plural. "Vosotros no os hagáis llamar rabí, porque uno sólo es vuestro Maestro y todos vosotros sois hermanos." Todos vosotros sois hermanos, dice Jesús, ¿pero se puede ser hermano de todos.
Yo pienso que la fraternidad se vive en una serie de círculos concéntricos. En el primero se hallarían los más próximos a nosotros: nuestra pequeña comunidad familiar, religiosa, laboral y social en la que la relación debe ser viva y afectiva.
Después un círculo mucho más amplio en el que estarían todos los que conforman nuestro barrio, parroquia, arciprestazgo o pueblo, con los que la relación ya no es tan viva pero con quienes nuestra disponibilidad de escucha y ayuda, aunque sea menos frecuente, acrecienta la fraternidad. Y por último, todos aquellos que no conoceremos nunca pero a los que ayudamos con nuestra oración, donativos y con lo que Pío XI llamaba "la caridad política", es decir, la lucha por un nuevo orden internacional, económico y social, más justo.
"Padre nuestro", porque todos somos iguales ante Dios, y porque el camino de acceso al Padre pasa siempre por el territorio de los hermanos.
Una tarde, allá en Melilla, hace muchos años, paseaba junto a la parroquia del Sagrado Corazón cuando una anciana musulmana cargada bajo el peso de un saco medio lleno se me quedó mirando. Yo le sonreí. Ella se acercó y comenzó a hablar. Yo me limité a escuchar atentamente. Antes de despedirse, dijo:
-Usted es joven, yo no. Estoy enferma y pobre, pero usted me escucha. Dios sólo uno y la Santa María Madre.
La comunión fraterna comienza por la escucha. El aire de todos los sacramentos debe ser el de la escucha. No puede haber "Padre nuestro" sin escucha del hermano. Por eso, la fraternidad es don y conquista: don, porque es regalo del Padre, un especial regalo para este mundo sin padre; y conquista, porque somos nosotros los que hemos de aprender a escuchar, acoger y ayudar a todos.
Tras las dos primeras palabras del padrenuestro acerquémonos a lo que resta de la invocación inicial: "que estás en el cielo".
¿En el cielo? Ciertamente el cielo no es un lugar geográfico, aunque nosotros digamos: "allá arriba, en el cielo". Si fuera así, comenta con humor San Agustín, "los pájaros serían más felices que los hombres, pues vivirían más cerca de Dios." No, el cielo es la alteridad, la trascendencia y la infinitud. El cielo es lo que el hombre no puede alcanzar con sus propias fuerzas.
Por eso, con la expresión "que estás en el cielo", Jesús subraya que a Dios, el Padre cercano y cargado de ternura, no lo debemos confundir con un padre terreno, pues habita en el cielo. Está diciendo que frente a la cercanía que sugieren las dos primeras palabras: "Padre nuestro", no debemos olvidar la distancia que hay entre Dios y nosotros. Más aún, está indicando que, los que así oramos, no podemos contentarnos con los diosecillos de la tierra, y por eso afirmamos que Dios siempre es mayor, pues está en el cielo. Y, entonces, esta fe nos otorga grandeza de ánimo, libertad de espíritu y generosidad sin medida, porque el Padre nuestro que está en el cielo nos da fuerza para ser libres, incluso en medio de las contradicciones y persecuciones.
Todavía más, los que esto creemos, descubrimos que Dios siempre nos antecede y sorprende. Que su amor brota no de nuestros méritos, sino de su bondad. Que el Padre del cielo es el único que puede calmar nuestra sed. Que su presencia nos llama, y que solamente un Dios tan Padre y tan grandioso es el único que puede ayudarnos para que nuestro camino desemboque en el cielo.
Y cuando así creemos y oramos, alcanzamos la respuesta a la gran pregunta que somos. Y nuestra vida queda iluminada por una experiencia gozosa: que el Dios del cielo habita en nuestra intimidad: "intimior íntimo meo". Y saboreamos lo que es nacer de lo alto. Y nos crece el deseo de ser mejores hijos y hermanos. Y nos embarga la alegría, porque no hay mayor alegría que la de sabernos hijos del Padre y hermanos de los hombres. Entonces, fundidos en la comunión de los santos, descubrimos que nuestra oración se puebla de caras y rogamos por todos, por los que conocemos y por los desconocidos, pues deseamos que todos conozcan al Padre. Al Padre que sacia nuestra sed, la perenne sed que sentimos los que habitamos en la tierra.
Todo esto y más es lo enseña Jesús cuando dice que oremos con estas palabras: "Padre nuestro que estás en el cielo".
Tras el pórtico de entrada accedamos a las peticiones del padrenuestro. A primera vista observamos que las peticiones forman dos cuerpos -como las tablas de la Ley-, en el primer cuerpo se repite el adjetivo posesivo "tú" y en el segundo "nosotros". "Santificado sea tu nombre" es la primera petición.
Santificado sea y arranca en voz pasiva. La voz pasiva evita nombrar a Dios, pero reconoce que Dios es el sujeto que actúa. Y si Él es el que actúa es el que santifica. ¿Qué estamos suplicando, entonces? ¿Que Dios intervenga en favor de su nombre? No, pues no necesita que se lo recordemos. ¿Acaso pedimos que seamos santificados por Él? Sí, san Agustín dice que con esta petición se alcanza la gloria de Dios que es Santo y el bien del orante que es santificado.
"Santificado sea tu nombre." Tu nombre es el segundo término de esta petición. El nombre, para el pueblo judío, designaba la persona misma. Por eso invocar y alabar el nombre de Dios equivalía a invocar y alabar al mismo Dios. "¡Qué glorioso es tu nombre en toda la tierra!" (Sal. 8) Pero ¿cuál es el nombre de Dios? En el célebre texto del Éxodo, vemos que Dios llama a Moisés y le pide que saque a su pueblo de la esclavitud. Y Moisés le dice: "Iré, pero si me preguntan: ¿Cuál es su nombre?, ¿qué les respondo?" Y entonces Dios añade: "Yo soy el que soy; esto dirás a los hijos de Israel".
Yo soy el que soy no es un nombre, es un verbo: "Yo soy" o lo que es lo mismo: Yo soy el que existe o el que está y estará con vosotros. Y esta respuesta siendo una revelación, al mismo tiempo es un ocultamiento, porque más que un nombre lo que revela es la decisión de estar y actuar en favor del pueblo. Pero resulta que siendo Él el que estará, quiere que Moisés vaya por delante y libere a su pueblo. Es decir, quiere que seamos nosotros los que actuemos en favor de la libertad, de la justicia y de la fraternidad, porque Él será la fuerza de nuestra fuerza, Él será quien nos empuje a llevar a cabo su misión liberadora. Y por eso, cuando Jesús nos revela que Dios es Padre, no solo nos está diciendo que somos sus hijos, sino que como Él es santo nosotros lo seremos aceptando su fuerza para vivir como hermanos. Y sólo así santificamos su nombre.
Hace días, un parroquiano tras relatarme su vida dijo: -¡Cuántas veces rezando el salmo: "levanto mis ojos a los montes, de dónde me vendrá el auxilio, el auxilio me viene del Señor..!" -me miró y añadió- yo sé que ese salmo es verdad, pues en mi vida he sentido su fuerza y su auxilio.
"Brille vuestra luz delante de los hombres de tal modo que, al ver vuestras buenas obras, den gloria a vuestro Padre que está en los cielos", nos dice Jesús.
Gracias, Señor, por la fuerza que nos das para que vivamos y oremos santificando tu nombre.
Con esta segunda petición: "venga a nosotros tu reino", estamos tocando el corazón del evangelio. Pero aunque el reino de Dios aparece en el Nuevo Testamento más de 90 veces, y la mayor parte de ellas en boca de Jesús, no se nos explica de manera precisa qué sea el reino.
Humanamente reinamos sobre aquello que conseguimos con el poder, la inteligencia o el amor. Y, por supuesto, el dominio intelectual o afectivo es más gratificante que el que se obtiene sólo por el poder. A mí, siendo un niño, me ayudó a entender algo de esto la primera vez que me encontré ante el mar. Tenía 12 años y no lo conocía. Mas cuando me vi ante su inmensa majestad, permanecí absorto, sobrecogido, fascinado y agradecido. Y entonces sentí que me inundaba una nueva relación llena de gozo, y la creación se me convirtió en el libro con el que el Creador me asombraba.
Después, a medida que fui creciendo en el conocimiento de Jesús, aumentó mi gratitud. Jesús, el enviado del Padre, el verbo encarnado, empequeñeció mi asombro por la naturaleza. Y, en ese camino, me fascinó el arranque del evangelio de Marcos: "Evangelio de Jesucristo hijo de Dios". Y supe que la Buena Nueva era Jesucristo, Él es el Evangelio. Y por eso, más adelante, cuando estudié lo que decían los primeros Padres del cristianismo, me sentí miembro de la corriente de fe que se conserva en la Iglesia. Y me encantó la frase de san Ambrosio: "Donde está Cristo, allí está el reino". Y agradecí que Orígenes llamara a Jesús: "autobasileia", es decir, el reino de Dios en persona. Y por lo mismo, he disfrutado con lo que lo que hoy escribe Walter Kasper: "En Jesucristo nos las tenemos que ver con Dios y su señorío; en Él se encuentra la gracia y el juicio de Dios; Él es el reino de Dios, la palabra y el amor de Dios en persona".
Mas a pesar de esto, a algunos les gusta contar lo de aquel rabino a quien le dicen que ha llegado el reino de Dios. Y él abre la ventana, se asoma y responde: "No es verdad, porque veo que no ha cambiado nada".
¿No ha cambiado nada?
Convertíos y creed en el Evangelio, en la Buena Noticia que Jesús nos ofrece con sus palabras y hechos. En la Buena Noticia que no es otra sino que Dios es Amor. Un amor tan único, que siendo el Creador quiere que le llamemos Padre. Tan sin igual, que nos ha dado a Jesús, su Hijo, su reino en persona. Y Jesús se nos entrega en su Palabra, en los sacramentos y en el prójimo, para que aprendamos el camino de la fraternidad, el camino del amor que es el camino del reino. Y por eso, cuando esto ocurre, comenzamos a mirar con los ojos de Jesús, con la mirada del Buen Pastor. Y como decía Santa Teresa, al salir de la oración, amamos más a los hermanos. Y acontece el más admirable de los prodigios: los corazones cambian, y les duelen las periferias, y se entregan porque el Señor Jesús ha dicho que lo que hagamos a los más pequeños a Él se lo hacemos.
Y entonces sucede el único cambio capaz de arrastrar a las personas, el del corazón. Y aunque es verdad que queda mucho por hacer, por liberar, por alimentar, por acoger, por defender, por sembrar, el Espíritu nos sigue llamando para que acudamos allá donde hay dolor; el Espíritu sigue sembrando entrañas de misericordia en aquellos que se abren al reino que se nos da en la Palabra hecha carne. Venga a nosotros tu reino, Señor.
Estamos en la tercera petición del padrenuestro: "Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo". Hágase, y otra vez el pasivo divino porque Dios es el que cumple su voluntad. Mas he aquí que con esta petición estamos rozando el misterio del hombre, pues, como decía Dámaso Alonso: "Dios es inmenso lago sin orilla,/ salvo en un punto tierno,/ minúsculo, asustado,/ donde se ha complacido limitándose:/ yo./ Yo, límite de Dios, voluntad libre/ por divina voluntad./ Yo, ribera de Dios, junto a sus olas grandes".
Sí, la voluntad de Dios ha querido concedernos la libertad para que podamos decir no, incluso a su voluntad. Y su voluntad es que todos se salven, pero Él, que nos hizo sin nosotros, no nos va a salvar sin nosotros, decía san Agustín. Ahí radica nuestra responsabilidad y mérito.
Hágase. ¡Qué fuerza tiene la voluntad del Señor!, la creación brota de ella. Él dijo: hágase, y la luz fue hecha. Él dijo: hagamos, y creó al hombre: hombre y mujer los creó. Pero he aquí que concedió al hombre capacidad creadora, y el hombre puede recrear o desertizar, dar vida o muerte, vivir como hijo o asesinar y destruir. Este es el drama, nuestro drama. Hasta la obra más querida de Dios, la Redención, contó con la libertad del hombre. Y el cielo esperó que María aceptara ser la madre del Verbo.
Con razón dice Bernard Haëring: “Ni el Padre ni Jesús nos imponen su voluntad. El plan salvífico de Dios, su voluntad amorosa contempla solamente la fuerza de atracción del amor. No se trata de siervos, sino sólo de hijos e hijas del Reino, que son llamados a la libertad y en orden a la libertad a colaborar en el Reino del amor y de la paz con el Hijo amado, predilecto”.
Y ésa es nuestra misión ser colaboradores del amor gratuito de Dios, hasta tal punto que Jesús nos recuerda: "No todo el que dice: ¡Señor, Señor! entrará en el Reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos."
Y, ¿cuál es la voluntad de Dios? No es otra que el amor, porque Dios es amor y envió a su Hijo para mostrarnos el camino del amor. Por eso, conocer al Hijo, ponernos bajo su Palabra iluminadora y amar como el Hijo enseña, es la voluntad del Padre.
Y, si esto es así, cuando oramos diciendo: 'hágase tu voluntad', estamos suplicando dos cosas: una, que el Padre nos ayude a cumplir su voluntad; y otra, que tenemos el propósito de cumplirla.
Que tenemos el propósito de cumplir su santa voluntad, porque no deseamos otra cosa que conocer y amar lo que nos enseña Jesús, el Hijo. Y que deseamos manifestar la misericordia del Padre, hecha carne en el Hijo, que amó hasta el extremo, para que el hombre viva.
'Hágase tu voluntad', Padre, porque yo no seré obstáculo y dejaré que el Espíritu Santo lleve a cabo en mí tu santa voluntad.
Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo.
"Así en la tierra como en el cielo" es la conclusión de la tercera súplica del padrenuestro, conclusión que debemos aplicar también a las dos precedentes, pues estamos diciendo que, "así en la tierra como en el cielo sea santificado tu nombre, venga a nosotros tu reino y hágase tu voluntad", ya que sólo en el cielo se vive sin fisura la santidad, el reinado y la voluntad del Padre.
Pero la pregunta que se nos impone es ¿cómo llevar a cabo la voluntad de Dios?
Cuando recito el padrenuestro, alguna que otra vez, al llegar a esta conclusión me detengo en silencio –el silencio, a veces, es la mejor plegaria-, porque estoy convencido que tengo que ponerme a la escucha del Espíritu para descubrir la voluntad de Dios en cada circunstancia de mi vida.
Hay que ponerse a la escucha, pues sin escucha no hay comunicación. "Escucha Israel", es el primer mandamiento para el pueblo del A.T. Escucha, porque la fe viene por el oído, dice san Pablo. La fe exige 'oír delante de', ob audire, es decir, ponerse cara a cara ante la Palabra, ante el Verbo encarnado, pues Dios ya no tiene otra palabra que darnos, como recordaba Juan de la Cruz. Sólo así descubriremos la voluntad de Dios y podremos decir sin mentira: "hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo". Sólo así podremos recibir la fuerza que el Espíritu infunde en nuestra debilidad y amar con menos egoísmos. Sólo así sabremos que la voluntad de Dios es lo mejor para nuestra vida, ya que su voluntad es el sí de Dios a nuestra existencia.
Se cuenta que en una escuela de Savoya se le pidió a los niños que escribieran un dictado, y se les dictó el padrenuestro. Y que uno de aquellos niños incurrió en un error, porque en vez de poner: "que ta volonté soit fait" (hágase tu voluntad), escribió: "que ta volonté soit fête" (que tu voluntad sea fiesta).
Pero aquel desliz era un acierto. Un acierto, porque cuando se cumple la voluntad de Dios se entra en la fiesta del Padre. Lo que no significa que, a veces, no nos cueste. Sí, a veces, ¡cómo cuesta cumplir la voluntad de Dios! A Jesús, en Getsemaní ¡cuánto le costó aceptar el cáliz de la Pasión! Sudor de sangre. Suplicó que pasara de Él aquel cáliz, pero añadió: "mas no se haga mi voluntad, sino la tuya". Y aunque salió gloriosamente derrotado, tuvo fuerzas para llevar a cabo el bien mayor: la voluntad del Padre.
Monseñor Bello decía que obedecer la voluntad de Dios: "no es un silencio resignado frente a las vejaciones, sino una acogida gozosa de un plan superior. No es el gesto cobarde de quien queda a solas con sus lamentaciones, sino una respuesta de amor. El que obedece no deja de querer."
Y la voluntad de Dios, como dice san Pablo: "es nuestra santificación". "Sólo hay una desdicha, la de no ser santo" (León Bloy).
Alguien tradujo así esta primera tabla del padrenuestro:
"Padre nuestro que estás en los cielos, que en la tierra como en el cielo sea santificado tu nombre, venga tu reino, se haga tu voluntad." Amén.
El Padrenuestro nace de una petición que hicieron los discípulos a Jesús: "Señor, enséñanos a orar". Petición que brotó, sin duda, del deseo que tenían de Dios y del ejemplo de oración que vieron en su Maestro. Y Jesús, antes de darles el Padrenuestro, los preparó:
"Cuando oréis no seáis como los hipócritas... Tú en cambio cuando ores entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre que está en lo secreto, y tu Padre que ve en lo secreto te lo recompensará. Cuando oréis no uséis muchas palabras..."
Con esta catequesis, Jesús los quiere llevar a la verdadera oración. "No seáis como los hipócritas", no pongáis delante lo bueno que sois, pues sólo Dios es bueno. Tú, "entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre que ve en lo secreto". ¡Qué tres peldaños! Entra, cierra y ora, pues vas a iniciar una relación de amor. Pero qué difícil es cerrar la puerta. En ese momento, parece que se dieran cita todas las urgencias menores. Y qué difícil, a veces, orientarte solo hacia Dios cuando todo se confabula para atraerte. Búscale solo a Él. "Busca a Dios en lo interior, que se halla mejor y más a nuestro provecho que en las criaturas", decía santa Teresa. Y "cierra la puerta", pues en ese momento, sólo Él te ocupa e importa. Y estando así, "ora a tu Padre que ve en lo secreto". No lo olvides, estando solo ante tu Padre advierte que estás ante Él, que ya no necesitas representación alguna, pues Él ve tu fe y tu deseo, tu amor y tu desamor, tu esfuerzo y tus faltas, tu generosidad y tu tacañería, tu nobleza y tu bajeza. Él te ve como sólo el Padre puede ver. Y entonces, agradece que estés en su presencia, "y tu Padre que ve en lo secreto, te recompensará".
Te recompensará, pero la oración no es llegar y topar. Orar no es buscar un estado de ánimo, sino poner en acto la fe. Es verdad que, a veces, la oración resulta una cruz. Por lo que la perseverancia en ella es el termómetro de nuestra fe, ya que si la fe nos lleva a permanecer en Cristo, este permanecer hay que renovarlo cada día. Y solo en la oración se renueva.
"Y tu Padre que ve en lo secreto". He ahí el arranque: te hallas ante tu Padre, no seas entonces como los hipócritas que sólo ven su cumplimiento de la ley. "No digáis muchas palabras". Ponte a la escucha de tu Padre y ora a Dios con las palabras de Dios, ora en espíritu y verdad, porque Jesucristo es la Verdad que nos ha dado su Espíritu en el Padrenuestro, por eso, ora despacio, muy despacio, con el Padrenuestro. Y descansa en el amor del Padre que ve en lo secreto. "Y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará". Y como Dios es amor, siempre recompensa con amor.
Por ello, aunque la oración haya sido acusada de ser una escapatoria, no lo es, pues la oración que no termina en más amor, no es tal. Los grandes santos siempre unieron oración y compromiso: desde el "ora et labora", hasta el "contemplativo en acción", todos han abrevado en ella, y ella se ha convertido en el punto de apoyo de sus vidas.
Que este inciso nos prepare para acceder mejor a la segunda parte del Padrenuestro, la que utiliza en cada petición el nosotros. El nosotros, porque en la oración se han de compenetrar siempre el aspecto personal y el comunitario, ya que el cristiano ora siempre como hijo del Padre y hermano de todo lo humano.
Y es que, si con este espíritu vivimos el Padrenuestro, esta plegaria incomparable, nos inspirará para trabajar por el pan, que es de todos; por el perdón que necesitamos, pues sólo el perdón es el arma que desarma; y por la fortaleza que ayuda a vencer las tentaciones y conseguir que el mal no tenga la última palabra.
Estamos en la segunda tabla del padrenuestro. Sus frases son más largas y traducen la aflicción de la vida humana. Las dos tablas forman una cruz, y tanto la vertical de Dios como la horizontal del hombre quiere Jesús que las hagamos objeto de oración, porque la causa del hombre también es la causa de Dios.
Por eso, cuando decimos: "Danos hoy nuestro pan de cada día", reconocemos que dependemos de Dios y que somos unos mendigos de Dios. «No te avergüences de decirlo: por muy rico que sea uno en esta tierra, siempre es un mendigo de Dios» (S. Agustín).
Pero esta petición recuerda la invocación inicial. Si allí afirmábamos que el Padre era nuestro antes que mío, ahora deberíamos saber que el pan también debe ser nuestro antes que mío.
Mas el pan es mucho más que harina, agua y sal, pues es todo lo que el hombre necesita para vivir. Por eso, al pedir el pan estamos pidiendo el pan material, el pan intelectual y el pan espiritual, todo lo que el hombre necesita para vivir y realizarse. Es decir, estamos pidiendo el alimento necesario: el pan de trigo, de maíz, de arroz o de yuca.
Y el pan de la ternura que necesitamos para desarrollarnos y crecer.
Por todo esto, al suplicar por el pan nuestro, estamos pidiendo “el pan del mañana”, es decir, el pan de la vida eterna, que no se nos dará, si nosotros no trabajamos por ganar el pan de cada día y llevarlo a la mesa de los hambrientos. Sólo así sabremos si rezamos en verdad el Padrenuestro.
Padre nuestro, enséñanos a rezar el pan nuestro.
“El Padrenuestro” (XI) Danos hoy nuestro pan de cada día
En la cuarta petición decimos: "Danos hoy nuestro pan de cada día". Nuestro pan, y por eso decimos danos y no dame. Nuestro, porque los hijos del mismo padre, somos hermanos. Nuestro, porque cuando oramos con la oración que nos enseñó Jesús, estamos suplicando no solo por nuestro campo, por nuestro trabajo y por nuestro pan, sino por el campo y el trabajo y el pan de todos.
Nuestro, porque tras el pan -fruto de la tierra-, se halla el don de la lluvia -que viene del cielo- y el trabajo de los hombres, por eso, cuando comemos lo que necesitamos estamos comulgando con los dones del cielo, de la tierra y con el trabajo de los hombres.
Nuestro, porque un día esperamos oír: “Ven, bendito de mi Padre, porque tuve hambre y me diste de comer.”
Y pedimos: "el pan de cada día...". El evangelio utiliza una palabra que se ha convertido en la cruz de los exégetas: "epiousion". Palabra sin paralelos en el mundo griego. Palabra que lleva a conclusiones filológicas distintas. Y así, en nuestras traducciones encontramos:
Panem nostrum supersubstancialem da nobis hodie (Vulgata).
El pan nuestro de cada día dánosle hoy (Nacar-Colunga, Biblia de Jerusalén).
Estas diferencias recuerdan que, además de la profundidad de sentido que brota de esta palabra, nuestra condición de criaturas ignora qué le deparará el futuro, pues sólo tenemos el presente. Por eso, somos criaturas que debemos aceptar la provisionalidad, pues mañana también hemos de pedir el pan de la salud para seguir trabajando, y el pan de la fraternidad para seguir repartiendo el pan de cada día, y el pan de la palabra que "no por no ser ella pan del vientre deja de ser pan de la mente", decía San Agustín. En fin, somos criaturas que tenemos que vivir día a día, sostenidos por el pan –epiousion- porque nuestro mañana está en manos de Dios.
Por todo ello, estamos ante una oración que compromete nuestra vida, ya que si pido el pan de cada día, estoy pidiéndolo para mí y para todos, para los míos y para los que no comulgan con mis ideas o no están de mi parte.
Lo que quiere decir que rezar el Padrenuestro nos lleva a ser corresponsables con los buenos y con los malos, con los que nos alaban y con los que nos persiguen.
No hay oración más pura y misericordiosa que esta, pues si pedimos por los que tienen hambre, también hemos de pedir por los que tienen otras clases de hambres, aunque no tengan hambre de pan material.
El Abbé Pierre nos enseñó a decir: "Señor, ayúdanos a buscar pan para los que tienen hambre y hambre para los que tienen pan".
El sacerdote Lorenzo Orellana continúa su serie de artículos sobre la oración del Señor.
La quinta súplica es la más larga porque añade una comparación. Mientras implora el perdón misericordioso de Dios, añade una genialidad, condiciona el perdón suplicado al perdón que conceda el suplicante.
Pero vayamos por partes. Comenzamos diciendo "perdona". Perdona, es decir, estamos reconociéndonos pecadores, pues de lo contrario no tendríamos necesidad de pedir perdón.
Y aclaramos: "Perdona nuestras ofensas". "Ofensas" decimos.
Mas no olvidemos que mateo utiliza el término "ofeilemata" que significa deuda. y la deuda no es sólo ofensa, sino mucho más. La deuda es una respuesta insuficiente a lo que hemos recibido de Dios, por eso, aunque no hubiera ofensa siempre hay deuda, ya que no hemos correspondido a cuanto Dios nos ha otorgado.
Decimos perdona "nuestras" ofensas. "Nuestras, de todos, porque así como el padre y el pan son nuestros, las ofensas de la comunidad y de la humanidad también son nuestras. Nuestras, pues todos somos deudores ante el padre.
En "La comedia humana" de Willian Sároyan, Homero, un muchacho adolescente repartidor de telegramas, tiene que entregar a una madre el telegrama que le anuncia la muerte de su hijo en el frente. La madre coge el telegrama y no se atreve a abrirlo. Homero, adivinando el dolor de aquella madre se siente tan mal que, cuando sale a la calle, deambula por la ciudad llorando. Y cuando vuelve a su casa su madre lo consuela con estas palabras: "Hijo, cada hombre es el mundo entero... Ninguno de nosotros es independiente el uno del otro. La oración del aldeano es mi oración, y el crimen del asesino es mi crimen. Tú lloraste porque empezaste a descubrir estas cosas".
¡Con razón el Señor nos invita a pedir perdón por nuestros pecados y por los pecados de los demás, pues de lo que se trata es de cumplir la voluntad del Padre "que hace salir su sol sobre buenos y malos"; de lo que se trata es de ser misericordiosos "como vuestro Padre celestial es misericordioso.
Mas para ser misericordiosos hay que experimentar la misericordia. Y para que experimentemos la misericordia Jesús nos ha dejado el Padrenuestro que es un canto al amor de Dios, en el Hijo, que nos empuja a llamarle Padre y a descansar en sus brazos, como el pequeño que mira a su padre balbuciendo ab-ba, pa-pá.
Y es que Jesús sabe que sólo quien se siente amado puede perdonar, por eso quiere que supliquemos: "así como nosotros perdonamos". Y esa cláusula es una exigencia y una revelación, ya que exige el perdón que debemos dar, y revela que podemos darlo, porque al decir de corazón: "Como nosotros perdonamos", el Padre nos está perdonando a nosotros.
Y el Padrenuestro se convierte en un mar de perdón. Zambullirse en él, es saberse perdonado y amado.
El Padrenuestro XIII. Perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden
Jesús nos ha dicho que supliquemos: Perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden.
Henos aquí ante otra genialidad de Jesús. Quiere que añadamos a la petición de perdón el compromiso de la acción: Perdona..., así como nosotros perdonamos.
Cuando yo era niño vivía fuera de Antequera y cada día, para ir al colegio, tenía que pasar por delante del "fielato". El fielato parecía vigilar el camino, pues todo campesino que se dirigía con los frutos de sus huertas al mercado, tenía que detenerse y abonar, al responsable de turno, el importe de los arbitrios municipales. Pues bien, Jesús nos ha colocado un fielato en la segunda parte de la petición: 'como nosotros perdonamos'. Ese 'como' es el flash que nos retrata. De tal manera, que Jesús deja claro que quien quiera decir con eficacia, 'perdona nuestras ofensas', ha de decir en verdad: 'así como nosotros perdonamos'.
Llama la atención que esta exigencia de perdón sea la única que expresamente exige Jesús. ¿Por qué entre tantas exigencias éticas ha escogido el perdón? Yo creo que porque es la máxima expresión de amor. Más aún, porque es importante para preservar la salud. Un estudio realizado por la Universidad de Duke, en los Estados Unidos, concluye que el rencor es una de las principales causas de infelicidad.
Se cuenta que dos judíos supervivientes de un campo de concentración nazi, al cabo del tiempo se reencontraron y tuvieron este diálogo:
-Dime una cosa –preguntó el primero-: ¿tú ya perdonaste a los nazis todos los abusos, torturas e injusticias que nos hicieron?
-Yo sí -le respondió el otro-, hace tiempo que los perdoné y disfruto felizmente de una vida nueva.
-Pues yo no, -dijo el primero-, aún los odio con toda mi alma.
A lo que el otro le respondió:
Y es que el odio es una cárcel que incapacita para una convivencia sana.
"Padre, perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden".
Todos vibramos ante la limpia generosidad que supone el perdón y alabamos a los que saben perdonar, pero, ¡cómo nos resistimos a otorgarlo cuando somos los ofendidos! Y es que perdonar cuesta, ya que el perdón se abre paso en el corazón de la persona ofendida venciendo no pocas resistencias.
En nuestra petición, san Mateo pone el verbo en pasado: "Así como nosotros hemos perdonado". San Lucas en presente: "Así como nosotros perdonamos -ahora, en este instante- a todo el que nos debe".
Y Joaquin Jeremías traduce: “Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros, al decir estas palabras, perdonamos a nuestros deudores”.
En la parábola del dueño que perdonó al criado los ¡diez mil talentos!, dice Jesús que le perdonó esa inmensa deuda impagable porque se lo suplicó, pero que al ver que éste no perdonaba a su compañero revocó el perdón y mandó que pagara hasta el último centavo.
Dios nos adelanta su perdón, porque siempre da el primero, pero espera nuestra respuesta. Ese es el fielato que hemos de pasar: Dios se fía de nosotros y, porque quiere nuestra salud espiritual y nuestro equilibrio corporal, espera que nos parezcamos a Él. El odio es la peor cárcel.
Si en la quinta petición del Padrenuestro mirábamos al pasado: "perdona nuestras deudas", y en la sexta al presente: "no nos dejes caer en la tentación", en esta última miramos al futuro: "líbranos del mal".
Resulta, que el Padrenuestro que se inició con la palabra más cálida, concluye con la más inquietante, del Abba descendemos al mal. De la confianza y libertad, a la oscuridad y temor.
"Líbranos", decimos y suena igual que un grito. Líbranos, y estamos utilizando un verbo “que propiamente significa ‘arrebatar’ y que es traducido un poco insípidamente... La palabra original suscita una vivísima escena: una fiera peligrosa nos acecha desde muy cerca. Y, en el último instante, se nos libra de su zarpazo, alejándonos de allí”, escribe Heinz Schürmann.
"Del mal", añadimos. Y el mal puede interpretarse como neutro: la cosa mala, el mal; o como masculino: el Malo, el Maligno. Los padres de la Iglesia latina optaron por la traducción en sentido neutro: 'líbranos del mal', mientras que los de la Iglesia griega optaron por el sustantivo: 'líbranos del Malo'.
El mal tiene múltiples caras, y, por eso, puede acosarnos desde nuestra fragilidad física, y lo padecemos como enfermedad; desde nuestra fragilidad moral, y lo vivimos como pecado; desde las estructuras malignas, legitimadas como buenas por la ideología o el poder dominante, y entonces crea múltiples espacios de maldad y sufrimiento; y, por último, el mal que quiere arrancarnos la fe y confianza en Jesucristo, vencedor del mal y del Maligno. "Por esto -dice Benedicto XVI-, pedimos desde lo más hondo que no se nos arranque la fe que nos permite ver a Dios, que nos une a Cristo. Pedimos que, por los bienes, no perdamos el Bien mismo, Dios; que no nos perdamos nosotros: ¡líbranos del mal!"
Líbranos del mal. Y en esta lucha no estamos solos, pues el reino del Padre, que ya ha comenzado, se construye luchando contra el reino del mal. Luchando por el camino que recorrió Jesús, quien hizo suyo nuestro mal y lo sumergió en un plus de amor sin límites. Jesús nos enseña que, para librarnos del mal y de los males hay que amar, porque sólo así podremos pasar por los males con la fe y la esperanza de la victoria segura.
"No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence el mal a fuerza de bien", decía san Pablo (Rm 12,21).
Desde esta esperanza gritamos: ¡Señor, líbranos del mal!
Padre, líbranos del mal que nos aparta de vivir como hijos tuyos, hijos que bendicen tu nombre, trabajan por el Reino y cumplen tu voluntad en la tierra como en el cielo.
Padre, desde tu amor que nos llama, líbranos del mal para que vivamos como hermanos. Padre nuestro.
Y por eso, tras decir Padre, cierro los ojos, pues sólo tengo un deseo: sentirme hijo, hijo a pesar de mi pequeñez, hijo que se sabe amado por la misericordia del Padre. Hijo que levanta sus brazos y repite: Abba, Padre. Hijo que suplica por todos sus hermanos, para que todos vivamos la común fraternidad. Hijo que se siente empujado por el Padre a amar al estilo de Jesús, el Hijo. Amén, Así sea.
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