"Ventana abierta"
RINCÓN PARA ORAR
JESÚS, LEVANTÓ LAS MANOS Y LOS BENDIJO
46 y les dijo: «
Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos
al tercer día
47 y se predicara en su nombre
la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde
Jerusalén.
48 Vosotros sois
testigos de estas cosas.
49 « Mirad, y voy a enviar
sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la
ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto. »
50 Los sacó hasta
cerca de Betania y, alzando sus manos, los bendijo.
51 Y sucedió que,
mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo.
52 Ellos, después de
postrarse ante él, se volvieron a Jerusalén con gran gozo,
53 y estaban siempre en el Templo bendiciendo a Dios. (Lc. 24, 46-53)
Jesús acaba su andadura en la tierra: nació,
vivió, murió, resucitó y después de aparecerse a sus discípulos
durante cuarenta días, ascendió al cielo y está a la derecha
del Padre intercediendo por sus fieles. Esto, para que sean cada vez más
santos. Y también intercede por los pecadores para que se
conviertan; y por los que aún no han oído hablar de ÉI, para que, por
la predicación de sus enviados, lo conozcan y se salven.
Dios, en Jesús, ama a todos los
hombres porque, al crear uno por uno, son suyos y los quiere, por su
amor, regalar el Reino de los Cielos, pues para esto fueron
creados. Este envío de Jesús nos urge para que vayamos, con la
gracia de Dios y su Espíritu Santo, a todos los hombres. Lo nuestro
es sembrar por todas partes su Palabra y la Buena Nueva del
Evangelio. Y no vale el decirnos: “seguro que no me escucharán, a
veces, son pueblos de dura cerviz y con un corazón
endurecido”. Lo nuestro es anunciar porque el crecimiento y la
acogida con fruto no depende de nosotros, sino
de “el Sembrador que quiere que todos los hombres se salven y
lleguen al conocimiento de la Verdad que es Cristo”.
Tenemos que repetirnos a
menudo: “¡el Celo de tu Casa me devora!”. Es dejarse
encender por su Espíritu Santo, con un Amor que no
conoce fronteras ni dificultades. ¡Oh Señor, ven a nuestro
espíritu y obra en nosotros las maravillas que realizaste en Pentecostés,
en los comienzos de la predicación
Evangélica! ¡Nosotros también sentimos la sed y
el hambre de tu Presencia plena! ¡Sabemos que
es tu Espíritu Santo, deseado y clamando, el que realizará
la obra de nuestra transformación para amar
a Jesús con ardor y sobre todas las cosas!...
Tal día como hoy, Ascendiste al
cielo, pero nos has dicho: “no os dejaré desamparados, os
enviaré otro Consolador que estará siempre con
vosotros”. Porque, “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin
del mundo”. Estas promesas ya se han realizado, por ello
el Espíritu Santo, el Consolador y Abogado, se
pasea por nuestras vidas y espera ser acogido con gran deseo en ellas. Sin
el Espíritu Santo somos huérfanos y menesterosos que no pueden hallar
consuelo y amor sino en ÉI. Él nos lleva
al Corazón de Cristo que está preparado en
el Amor para nosotros, desde toda la eternidad.
Pues “Dios es el mismo, ayer y hoy y
siempre” ¡En ÉI no hay tiempo, sino sólo eternidad
y a ella estamos llamados después de esta vida!
¡Jesús, que ascendamos contigo!; ¡Que levantemos el corazón a los bienes de allá arriba dónde estás a la derecha del Padre!; ¡Qué creamos firmemente que allá nos esperas y que toda tu Vida, Pasión, Muerte y, finalmente, tú Resurrección no fueron inútiles, porque deseamos serte fieles! ¡Qué así sea por tu bondad infinita! ¡Amén! ¡Amén!
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