"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL
LUNES DE LA QUINTA SEMANA DE PASCUA
“… el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará
el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo
lo que os he dicho”.
“Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro
lado, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre,
será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho”. Con
estas palabras de Jesús concluye el Evangelio de hoy (Jn 14,21-26).
A partir de hoy, según vayamos acercándonos a
ese gran acontecimiento de Pentecostés cuando el Espíritu se derrama sobre los
apóstoles reunidos en oración en torno a María, la madre de Jesús, veremos cómo
la liturgia nos irá preparando para ese día. Según la Cuaresma nos fue preparando
para la Pascua, la Pascua nos sirve de preparación para Pentecostés. Según nos
acerquemos a Pentecostés, las lecturas que nos presenta la liturgia continuarán
intensificando las alusiones al Espíritu Santo. Ese Espíritu que infundió en
los apóstoles el celo de la predicación para salir a conquistar el mundo para
Cristo, a instaurar el Reino de Dios en la tierra.
Pero sabemos que esa tarea no ha concluido, que
corresponde a nosotros, la Iglesia, el nuevo Pueblo de Dios, continuarla. Por
eso tenemos que invocar continuamente el Espíritu Santo para que se derrame
sobre nosotros como lo hizo en aquél primer Pentecostés, y nos de la valentía y
la fortaleza para continuar proclamando la Palabra de Dios en todas partes y en
todo lugar, a tiempo y a destiempo, y de ese modo ayudar en la instauración del
Reino que ya ha llegado pero que todavía espera su culminación en la parusía (segunda venida de Jesús).
Los santos Pablo y Bernabé nos proporcionan un
ejemplo del celo apostólico que debe caracterizar a todo discípulo de Jesús. La
primera lectura de hoy (Hc 14,5-18) nos presenta estos dos predicando, primero
en Licaonia, y luego en Listra y Derbe.
Nos cuenta el pasaje que “había en Listra un
hombre lisiado y cojo de nacimiento, que nunca había podido andar”. Este hombre
escuchaba con tanta atención la predicación de Pablo, que este, “viendo que
tenía una fe capaz de curarlo, le gritó, mirándolo: ‘Levántate, ponte
derecho’”. Inmediatamente el hombre dio un salto y echó a andar. El poder de la
Palabra, que cuando se une a un acto de fe, es capaz de mover montañas (Cfr. Mt 17,20); la Palabra de Dios, que hace
morada en nuestros corazones y es capaz de desatar su poder a través de
nosotros. Como nos dice Jesús en el Evangelio de hoy: “El que me ama guardará
mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él”.
Los que estaban allí, al ver el milagro,
creyeron que Pablo y Bernabé eran dioses y quisieron adorarles ofreciéndoles
sacrificios. Ambos tuvieron que reprender vigorosamente a todos hasta
disuadirlos de que les ofrecieran sacrificios.
Esta es una tentación que continuamente sale al
paso de todo los que predicamos la Palabra; la adulación de los que atribuyen
el poder de la Palabra al mensajero y no pueden, o no quieren a ver al Autor.
En esos momentos tenemos que mantener los pies en la tierra y proclamar con
humildad que nuestra predicación viene del Espíritu, y al igual que Pablo y
Bernabé, afirmar que tan solo somos unos instrumentos, mortales e imperfectos,
del Evangelio de Nuestro Señor.
Que pasen un hermoso día y una semana llena de bendiciones.



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