"Ventana abierta"
Cuentos populares chinos
LI BAO Y CUI CUI
(Cuento de la nacionalidad han)
Había una vez un niño llamado Li Bao. Su madre
había muerto cuando él era muy pequeño y desde entonces vivió con una cruel
madrastra. Li Bao fue creciendo día a día y la madrastra comenzó a preocuparse
por los bienes de la familia. Su deseo era matar a Li Bao para el hijo que ella
misma había concebido disfrutara solo de todo lo que poseían.
Un día, cual un gato que va a curar a un ratón,
la madrastra dijo, fingiendo compasión:
-Li Bao, a tu edad ya deberías conseguirte una
mujer. Pero somos muy pobres, ¿quién va a querer mandar a su hija para que
sufra en una casa pobre como ésta? Debemos pensar algo para juntar un poco de
dinero y conseguirte una esposa. – Li Bao todavía no había abierto la boca
cuando ella prosiguió:
-Te voy a dar una vaca y un toro y tú irás a la
montaña a pastorearlos. Volverás cuando hayan tenido cien crías: entonces las
venderemos y así podrás conseguir esposa. Si tienes fuerza de voluntad no
vuelvas aunque te falte sólo uno. Si no esperas y regresas antes, te advierto
que no estaré dispuesta a seguir manteniendo a un muchacho sin futuro como tú,
¡y no entrarás más en esta casa!
Li Bao, con el corazón como atenazado por
cuchillos, lloraba y pensaba: ¿Cómo es posible que dos animales engendren cien
hijos? La montaña está llena de tigres, lobos y leopardos, ¡quién sabe si no
nos comerán a todos! Cuanto más lo pensaba más claro tenía que aquello era una
intriga de la madrastra para terminar con él. Pero lo pensó mejor y llegó a la
conclusión de que era preferible que lo comiera un lobo o un tigre a quedarse
en esa casa con la aviesa madrastra. Entonces apretó los dientes y asintió.
Ese mismo día Li Bao cogió el látigo para los
animales, y se cargó al hombro un bulto consistente en una olla con un tazón,
cucharas y un viejo edredón floreado. Así partió. Primero atravesó algunos
picos y lomas hasta que llegó a la ladera de una montaña llena de verdes
hierbas. Decenas de frondosos pinos y cipreses crecían alrededor del agua de la
fuente, y rodeaban un templo del dios de la montaña, completamente hecho de
piedra. Aunque las puertas y ventanas del templo estaban íntegras, el interior
aparecía totalmente vacío. Li Bao recogió algunas hierbas, las ató e hizo una
escoba, con la cual barrió el interior hasta dejarlo limpio. Luego se armó una
cama con hierbas y hojas secas. Con tres piedras improvisó un horno; mientras,
en la pared occidental quedaba lugar para los vacunos. Cerrando bien la puerta
las bestias no podían entrar, de forma que Li Bao tuvo un lugar seguro para
vivir.
Un día, después del desayuno, Li Bao llevó a
los animales hasta la pradera. Al llegar allí puso la fusta a un lado y se
recostó en la hierba mirándolos pastar. Al momento cerró los ojos y se quedó
dormido: cuando se despertó ya iba a ser mediodía. Se puso de pie desperezándose,
luego recogió el látigo y pensaba llevar a los animales hasta el templo para
hacer su almuerzo, cuando vio de pronto una serpiente verde y otra blanca
luchando en una roca de la montaña.
Las serpientes se mordían entre sí y era
difícil de distinguir cada una y saber cuál estaba en ventaja. Li Bao fue como
una flecha y restalló su látigo. Las dos serpientes se asustaron mucho,
salieron corriendo cada una por su lado y desaparecieron en un abrir y cerrar
de ojos.
Al otro día después del desayuno Li Bao llevó
de nuevo a las bestias a pastar. Buscó una piedra y apenas se había sentado
escuchó a alguien que gritaba:
- ¡Li Bao! ¡Li Bao!
Levantó la cabeza pero no vio a nadie por
ningún lado. Pensó: “¿Quién se atreve a venir a estas montañas desoladas y
salvajes exponiéndose a que lo coma el lobo? Debe ser que escuché mal”. Pero
pasó un rato y se volvió a oír el grito.
- ¿Quién es? – preguntó al tiempo que se
levantaba - ¡Sal, no bromees con este pobre muchacho!
Apenas hubo terminado de hablar cuando apareció
una persona atrás suyo y le dijo, palmeándole la espalda:
- ¡Aquí estoy! – Li Bao se dio
vuelta y vio a un hombre que llevaba pantalones verdes, blusa verde, zapatos
verdes y sombrero del mismo color. Miraba a Li Bao y le sonreía. El joven se
quedó muy asombrado. Nunca había visto a persona alguna en aquellos sitios y
hete aquí que hoy venía alguien a hablar con él, ¡qué alegría!
- ¡Li Bao! No me conoces
¿verdad? Yo me llamo Qing Qing.
Ayer peleé aquí con Bai Bai.
Si tú no me hubieras salvado Bai Bai podría haberme matado a mordiscos. Cuando
llegué a casa se lo conté a mis padres. Hoy te invito a que vengas a mi hogar a
jugar, vente ahora mismo conmigo – le rogó.
- No puedo ir. Si lo hago no hay quien me cuide
los animales: tengo miedo que se escapen y se los coma el lobo.
- Si los pierdes te compensaré con cien burros
– contestó el otro cordialmente.
Li Bao no tenía nada más que decir, así que ató
bien a los animales y siguió a Qing Qing hacia el suroeste. Por el camino iban
charlando y charlando. Cuando llegaron hasta una cueva de la montaña, Qing Qing
se detuvo y dijo señalando la cueva:
- Li Bao, ésta es mi casa. Mi padre después de
ofrecerte un banquete te hará un regalo. Aquí en la montaña, el oro y la plata
no son útiles. Pide ese palo de raíces de azufaifa que está colgado detrás de
la puerta; es un palo milagroso y el tesoro de la familia. Cuando se acerquen a
tu casa las bestias feroces o los bandidos, tú tirarás hacia el cielo el palo y
dirás: “¡Palo milagroso! ¡Palo milagroso! ¡Demuestra tu poder! ¡Defiende la
tranquilidad de Li Bao!”. De esta manera él matará a todos los que te quieran
hacer daño.
Li Bao siguió a Qing Qing por la cueva que se
iba ensanchando a cada paso y se hacía cada vez más luminosa: luego notó una
gran muralla y un patio. Los ladrillos eran verdes y blancos, con colocación
muy pareja. A ambos lados de una enorme puerta había dos grandes leones de
piedra con aire marcial. Avanzaron hasta allí, la gran puerta negra se abrió:
salieron a su encuentro un viejo de barbas blancas y una anciana de pelo cano,
quienes dijeron sonriendo:
- ¡Ha llegado Li Bao! Gracias por haber salvado
la vida de nuestro hijo. ¿Cómo podremos corresponder tu bondad? – y a un tiempo
los tres lo encaminaron a la sala de visitas.
Después de que Li Bao se hubo lavado la cara y
tomado el té, se sirvió la mesa. Los platos se iban sucediendo uno tras otro, a
cual más rico y más exótico. Era la primera vez en su vida que Li Bao veía una
mesa tan abundantemente servida. Comió y bebió hasta hartarse y cuando terminó
de comer y de tomar el té se despidió como para irse. Entonces el viejo ordenó
a un alguien que trajera una bandeja con oro y otra con plata y le manifestó a
Li Bao:
- Tú eres el salvador de mi hijo. No tengo nada
bueno para ofrecerte como agradecimiento. Recibe por favor este insignificante
regalo, para expresarte mis respetos.
- Es mi obligación ayudar a los demás a salir
de las dificultades. Ya he recibido un buen banquete y una gran muestra de
afecto, ¿qué más puedo pedir? – contestó Li Bao.
- Eso no. Tú has salvado de buen corazón a una
persona, ¿cómo no voy a agradecértelo?
El viejo siguió insistiendo, pero Li Bao no
aceptaba. Entonces no le quedó más remedio que decir:
- Entonces hagamos así: mira lo que más te
guste de esta casa y llévate dos. Así quedará cumplida nuestra intención.
Li Bao miró por todas partes, notó que detrás
de la puerta había en verdad colgado un reluciente palo de azufaifa, y dijo
tímidamente:
- … Denme ese palo de azufaifa. Me servirá para
defenderme de los animales salvajes.
El viejo dudó un poco y contestó:
- Bien, cógelo. Puedes defenderte de los
animales salvajes con él, pero no lastimar a la gente. Qing Qing, acompaña a tu
salvador.
Qing Qing acompañó a Li Bao hasta un cruce del
camino y le expresó con reticencia:
- Hermano Li Bao, te voy a decir la verdad. Mi
pelea de ayer con Bai Bai fue porque yo quería una maceta que hay en su casa
con una flor llamada yuzan;
él no me la quería dar, y me llamó “diablo negro”. Yo pienso que seguramente
Bai Bai te invitará a su casa. Cuando su familia te ofrezca cosas en
agradecimiento no aceptes nada, sólo esa maceta con la flor. ¡Ay, esa flor!
Pero ahora no te diré nada, eso lo sabrás tú mismo después… No te olvides de
esto por nada del mundo,… ¡Adiós! – y dicho esto volteó la cabeza y se
convirtió en una serpiente verde que desapareció hacia el suroeste.
Al otro día, después de desayunar, Li Bao se
disponía a salir con los animales a pastar cuando vio a lo lejos un joven que
se acercaba. Estaba vestido de blanco de la cabeza a los pies, y gritaba, al
tiempo que lo saludaba con la mano:
- ¡Li Bao! ¡Li Bao! – Li Bao pensó que
seguramente sería el Bai Bai que le había nombrado Qing Qing, entonces
preguntó:
- ¿Quién eres? ¿Cómo sabes mi nombre?
- Me llamo Bai Bai. Anteayer me salvaste, ¿no
lo recuerdas? Ayer vine a invitarte a mi casa, pero no te encontré. Sólo vi a
tus animales pastando. Te invito hoy, ¡ven!
- No puedo ir, si el tigre se come mis animales
mi madre me pegará.
- No te preocupes. ¡Si pierdes una vaca yo te
daré cien caballos!
Li Bao no pudo replicar nada: no le quedó más
que seguir a Bai Bai hacia las montañas del noreste. Subieron una montaña y
algunas lomas hasta que llegaron a una cueva en plena montaña.
- Esta es mi casa – dijo Bai Bai.
Entraron los dos en la cueva y no habían
caminado mucho cuando apareció ante su vista un espacio de suelo plano lleno de
flores y plantas muy extrañas. Pájaros raros y preciosos volaban por el cielo
mientras que en tierra corrían curiosos animales. A través de un pasillo de
piedras de colores llegaron a un quiosco rodeado de agua y flores de loto.
Gasas de color verde cubrían las ventanas de estilo clásico. Después de pasar
la cortina se sentaron y Bai Bai le sirvió té frío en un vaso de cristal.
- Hermano Li Bao, espera un momento, voy a
llamar a mis padres – le dijo.
Li Bao observó a su alrededor. El suelo estaba
cubierto de ladrillos con motivos de pájaros y un fénix, de mucho colorido. Las
mesas, las sillas y los bancos eran de un sándalo rojo y brillante, la delicada
vajilla que estaba sobre la mesa presentaba múltiples colores. Las flores rojas
y las hojas verdes de los motivos parecían reales.
Muy pronto se oyó un ruido de pasos. Al tiempo
que se abría la cortina apareció un anciano encorvado de blancas barbas y una
viejita de cabellos plateados.
- Bai Bai ha ido a invitarte dos veces y al fin
estás aquí – dijeron sonriedo. – Siéntate, ¡por favor! Si no hubiera sido por
tu bondad nuestro hijo Bai Bai ya estaría muerto hace dos días…
Bai Bai, ¡ordena pronto que sirvan la comida!
Dos sirvientas pusieron la mesa y al ratito se
empezaron a amontonar los platos exóticos, a cual más sabroso.
Cuando terminó la comida Li Bao quiso volver a
cuidar sus animales. Bai Bai ordenó traer una gran bandeja con monedas de oro y
una caja con perlas blancas, para regalarle a su amigo.
El muchacho hizo como le había dicho Qing Qing
y no aceptó ningún regalo. Sólo dijo, muy tímidamente y señalando aquella
maceta:
- Esta flor es muy linda, ¿me la podrían regalar?
En el rostro del viejo se dibujó un gesto de
embarazo mientras en los ojos de la anciana se asomaron grandes lágrimas, que
se desprendían como perlas de un collar roto. Bai Bai miraba a sus padres sin
hablar.
- No se pongan tristes – se apresuró a decir Li
Bao – .No quiero la flor, ya me voy – .Y diciendo esto comenzó a caminar. Pero
Bai Bai se le interpuso en su camino, se acercó a sus padres y les murmuró
algo. Los dos ancianos asintieron con la cabeza y su rostro de preocupación se
volvió alegre.
- Li Bao, no te enojes – le dijeron – . Hay una
razón para que hayamos actuado así, pero ahora no te la podemos decir. Ya la
sabrás tú mismo… Ya que te gusta esa flor, entonces ¡llévatela!... Esperamos
que la cuides bien – y dicho esto le ordenaron a Bai Bai:
- Carga la flor y acompaña a Li Bao.
- Por nada del mundo – dijeron por último a
nuestro héroe –, la expongas al viento o a la lluvia ni la hagas pasar mal
alguno.
Llevando la flor, Bai Bai acompañó a Li Bao
hasta la salida de la cueva. Este último lo quiso persuadir repetidas veces a
que volviera, pero el otro no quería dejarlo y lo acompañó hasta el sitio
adonde había peleado con Qing Qing.
Ya muy seguro, Bai Bai le entregó entonces la
flor a su amigo diciéndole:
-Espero que puedas hacer lo que te aconsejaron
mis padres, no seas injusto con ella… - Bai Bai sacó un pañuelo, se secó las
lágrimas y se despidió, partiendo hacia el noreste.
Li Bao estaba confundido. ¿Por qué esta flor
había provocado una lucha a vida o muerte entre Qing Qing y Bai Bai? ¿Por qué
los ancianos eran capaces de desprenderse de oro, plata y perlas y no de esa
planta? Como si fuera una madeja enredada, por más que pensaba en el problema
no daba con la punta del hilo.
Cuanto más cargaba la planta más pesada se le
hacía, transpiraba del esfuerzo. Entonces la colocó en el suelo. Intentaba
sentarse a descansar un poco cuando vio que la cuerda que ataba a la vaca se
había soltado. Corrió a agarrar la cuerda: al verlo el animal, lo olió y le
lamió las manos, como una muestra de cariño. El sol estaba por esconderse en la
montaña y Li Bao pensó que los animales también tendrían sed. Entonces se
apresuró a llevarlos a la orilla del agua: de repente sintió una diáfana voz a
sus espaldas.
- ¡Hermano Li Bao! ¿Cómo me dejas aquí y no te
ocupas de mi persona? – Li Bao volteó a mirar. Allí había una joven que parecía
un hada, ataviada con sedas verdes. Sobresaltado y contento a la vez, Li Bao se
sintió más y más confundido.
- Li Bao – dijo sonriendo la hermosa muchacha
–, ¿has olvidado lo que te dijeron mis padres y mi hermano? ¿Te olvidas de todo
junto a tus animales? – Li Bao se quedó estupefacto, y preguntó:
- ¿Quién eres tú?
- Me llamo Cui Cui y soy la hermana mayor de
Bai Bai. Yo soy la flor que cargabas hace un rato.
Sin darse cuenta llegaron al templo. Li Bao ató
bien los animales y luego entró al templo en compañía de la joven. El bajó la
cabeza tímidamente y dijo vergonzoso:
- Muchacha, yo no sabía que esa flor eras tú.
Ya ves que no tengo ni comida ni vestidos y vivo solo en la profundidad de la
montaña. ¿Cómo voy a dejar que una muchacha tan mimada como tú venga a penar
aquí? Aprovechemos que aún o ha oscurecido, te acompañaré a tu casa.
- Hermano Li Bao, te diré la verdad. Cuando era
pequeña frecuentemente iba a jugar a tu aldea y por ello estoy segura de que
eres una persona de buen corazón. Tu madrastra te ha maltratado de mil formas,
pero tú eres laborioso, valiente y tienes voluntad. Desde que hace un mes te
viste obligado a venir aquí, vengo día a día a observarte a escondidas. Cuando
no te veía, la comida no me sabía sabrosa y dormía intranquila. Siempre he
pensado buscar una oportunidad para hablar contigo, pero me ha dado vergüenza.
– Hizo una pausa y continuó. – Qing Qing es el hijo único de mi tía paterna y
desde pequeño ha sido malcriado; sólo sabe estirar los brazos para que lo
vistan y abrir la boca cuando lo alimentan. Además se le han pegado algunas
costumbres inmorales. El ha venido muchas veces a pedir mi mano, pero yo no le
he hecho caso. También ha obligado a mi tía a interceder por él. A mis padres,
delante de la hermana de mi padre, también les ha dado reparo decirle algo. No
les quedó más remedio que decirle a Bai Bai que hablara con él para que me
olvide. Nadie se hubiera imaginado que Qing Qing se iba a indignar y hasta
llegar a pelearse con Bai Bai. Afortunadamente tú salvaste la situación.
Gracias a Dios y a la ayuda de mi hermano, hoy estamos juntos nosotros dos. Si
te disgusto no me quedaré a tu lado, me iré enseguida…
- ¡De ninguna manera! ¿Cómo me vas a disgustar?
¿Cómo me vas a disgustar? – Se apresuró a replicar Li Bao, al tiempo que se
levantaba para preparar la comida.
- Por hablar nos hemos olvidado que es tarde.
¡Hay que entrar a los animales! – dijo Cui Cui.
Li Bao entró a los bovinos y los ató bien. En
el momento de dar vuelta la cabeza vio sobre la mesa de piedra un plato de
pollo frito, otro de hongos frescos y otro más lleno de panecillos al vapor
calientes.
- ¿De dónde ha salido esto? – preguntó
extrañado.
- No preguntes de dónde ha salido esto, ¡mira
de dónde ha salido aquello! – Li Bao siguió la dirección del dedo de Cui Cui y
así pudo ver en la pared del este una gran cama de dos plazas en reemplazo de
su lecho de hojas secas, con edredones verdes y colchones rojos y almohadas
bordadas, todo muy bien tendido.
- Contigo, ya no tendré de qué preocuparme –
expresó Li Bao con satisfacción.
Desde esa noche ellos constituyeron una íntima
pareja.
Al día siguiente, ella le dijo a Li Bao:
- Hermano Li Bao, mira como vuelan en conjunto
las ocas salvajes en el cielo y como las hormigas caminan en grupo por el
suelo. No podemos seguir viviendo mucho tiempo solos en la profundidad de la
montaña. ¡Volvamos a casa hoy mismo!
- ¡Eso es imposible! Mi padre ha muerto y mi
madrastra es la que manda en casa. Cuando yo vivía allí todos los días me
ganaba una paliza y un rezongo. ¿Cómo podría soportar que tú vayas allí a
sufrir también? Cuando me mandó a la montaña mi madrastra me dijo: vuelve sólo
cuando los animales hayan tenido cien crías. Que no falte ni una”. Y ahora no
tengo ni sombra de crías, ¿cómo volver?
- Cien terneros no son nada del otro mundo.
Quédate tranquilo, cuando lleguemos se me ocurrirá algo.
Li Bao no creía del todo en lo que había dicho
su compañera, pero le dio vergüenza preguntar más. Entonces recogió sus cosas y
partieron, él adelante dirigiendo a los animales y Cui Cui detrás, montada en
el lomo de la vaca. Después de pasar una y otra montaña, Cuando el sol había
alcanzado su cenit llegaron a la entrada de la aldea.
Cui Cui le pidió a su amigo el látigo y
exclamó, al tiempo que lo agitaba:
- Un latigazo por aquí y otro por allí, ¡cien
terneritos ya están aquí! -
Y de verdad, en un abrir y cerrar de ojos
corrieron hacia ellos cien terneros. Eran tan gordos como si hubiesen sido
modelados con arcilla, y con su piel brillante corrían de aquí para allá,
mugiendo. Li Bao llevaba a la pareja vacuna y los terneros seguían detrás suyo.
Cuando entraron en la aldea justamente la gente estaba almorzando. Los aldeanos
nunca habían visto tantos terneros y tan gordos, y menos aún una recién casada
tan bella. Li Bao hizo entrar a los animales en el patio, que pronto quedó
lleno.
La madrastra del joven vino a contarlos: no
faltaba ni uno. Como persona que amaba la riqueza como a su propia vida, al ver
tal cantidad de animales se le enrojecieron los ojos rojos y exclamó:
- Li Bao, ahora que me has traído tantos
animales ya no te maltrataré más. Quédate aquí a vivir con tu mujer.
Desde entonces, la pareja vivió feliz,
trabajando al unísono.
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