"Ventana abierta"
LA
LAVANDERA Y EL PANADERO
Había una vez una joven lavandera que por las
mañanas acudía al río a lavar la ropa de los habitantes del pueblo. Era una
muchacha humilde y con su trabajo conseguía apenas lo justo para ir
tirando.
Sin embargo, su carácter alegre y tranquilo le
había granjeado las simpatías y el cariño de sus vecinos, que intentaban
ayudarla siempre que podían. La muchacha, por tanto, se mostraba feliz, no
envidiaba nada más y disfrutaba cantando mientras lavaba la ropa.
Junto a la orilla del río, un panadero tenía
instalada su tahona. Todos los días, desde la ventana abierta, el exquisito
olor a pan recién horneado se extendía por los alrededores. Era un aroma que a
la lavandera le parecía delicioso y, aunque no podía permitirse comprar el pan,
se le hacía la boca agua con solo olerlo.
El panadero era un hombre avaro y desagradable
que se pasaba el día refunfuñando. Cada mañana se asomaba a la ventana para
observar a la lavandera. No soportaba verla tan feliz y, aunque su voz era
dulce y agradable, prefería cerrar la ventana y asarse de calor a tener que
escuchar sus canciones.
Una mañana, la joven levantó la cabeza y
descubrió al panadero mirando por la ventana.
-¡Buenos días, panadero! -saludó-. El
olorcito de tu pan me alegra el día.
-¡Conque esas tenemos! gruñó el hombre-. Pues
si tanto te gusta el olor de mi pan, vas a tener que pagar por ello.
-¡Eres muy bromista! -sonrió la joven sin dejar
de lavar-. No te engaño. Tu pan huele que alimenta.
-Si tanto alimenta -dijo enojado el panadero-,
llevaré el caso a los tribunales y no pararé hasta que un juez te obligue a
pagarme por oler mi pan.
La muchacha vio que cerraba la ventana de golpe
y no pudo entender por qué se había enfadado tanto. Puesto que el hombre tenía
fama de irascible, pensó que se le pasaría con el tiempo.
Pero el panadero no bromeaba. Fue en busca de
un juez para explicarle el caso.
Unos días más tarde, un alguacil fue al
encuentro de la joven y le entregó un papel con un sello oficial.
-¿Qué es? -preguntó la lavandera, que no sabía
leer.
-Una citación del juez.
-¿Podrías leerla? -pidió la lavandera.
-Aquí dice que el panadero te acusa de
disfrutar del aroma de su pan recién salido del horno, todas las mañanas, sin
pagar nada a cambio.
-¡Caramba, el panadero no bromeaba! -se dijo la
joven, a quien se le pasaron de golpe las ganas de cantar.
-Tienes que acudir estar tarde al juzgado
-añadió el alguacil.
Todavía sin acabar de creerse lo que sucedía,
acudió ante el juez.
Los cien habitantes del pueblo también se
encontraban en la sala donde debía celebrarse el juicio. El panadero, seguro de
que iba a ganar, reclamaba cien monedas de oro a la lavandera por oler su pan. La gente empezó a murmurar.
-¿Por qué pide tanto? ¡Si es un hombre rico!
-decían unos.
-Pobre muchacha. ¿Cómo las conseguirá? -se
compadecían de ella.
El juez escuchó al panadero y luego a la
lavandera. Finalmente, decidió:
-¡Está bien! Muchacha, dispones de tres días
para pagarle cien monedas de oro.
¡Los habitantes del pueblo no daban crédito a
sus oídos!
La lavandera salió de la sala cabizbaja, sin
poder contener las lágrimas. Mientras, el panadero se marchaba satisfecho a su
casa con la cabeza demasiado alta y una sonrisa de oreja a oreja.
-No te preocupes -dijo uno de los muchachos del
pueblo acercándose a la joven-. Entre todos te ayudaremos.
Y así fue como los cien habitantes de aquel
lugar pusieron cada uno una moneda de oro dentro de una bolsita, que entregaron
a la lavandera.
Pasados los tres días, la muchacha se presentó
ante el juez y le dio la bolsa.
-Muy bien -dijo el juez haciendo tintinear la
bolsa ante los ojos avariciosos del panadero-. Ya tenemos las monedas. Caso
cerrado.
El hombre se acercó al juez para tomar la
bolsa.
-¡Un momento! -advirtió el juez.
-Mi bolsa....-masculló el panadero
-¡Ah, caramba! La lavandera te robó el olor del
pan, pero ¿dejaste que lo probara alguna vez? -preguntó el juez.
-No -respondió el panadero.
-¡Pues tú también vas a tener que conformarte
con escuchar el tintineo de las monedas! -exclamó el juez, que era un hombre muy
justo.
De esta manera se resolvió el caso, y la
lavandera recuperó su alegría y sus ganas de cantar.
Cuento tradicional de Perú.
No hay comentarios:
Publicar un comentario