En el mismo momento en que lo vio llegar a
casa, un niño le preguntó a su padre:
—¿Papi, cuánto ganas por hora?
Así, con voz tímida y ojos de admiración, un
pequeño lo recibía al término de su trabajo.
El padre miró con rostro severo al niño y repuso:
—Mira, hijo, esos datos ni tu madre los conoce,
no me molestes que estoy cansado.
—Pero, papi —insistía—, sólo es una pregunta:
¿cuánto ganas por hora?
La reacción del padre esta vez fue menos
severa y contestó:
—Bueno, hijo, pues $ 10.000 la hora.
—Papi, ¿me podrías prestar $ 5.000? —pre-
guntó de inmediato el pequeño.
El padre montó en cólera y tratando con
brusquedad al pequeño le dijo:
—¡Así que era esa la razón de saber lo que gano!
¡Vete a dormir y no molestes, muchacho aprovechado!
Al caer la noche, el padre había meditado
sobre lo sucedido y se sentía culpable. Tal vez su
hijo quería comprar algo.
En fin, queriendo descargar su conciencia
se asomó al cuarto de su hijo.
—¿Duermes hijo? —preguntó el padre.
—No, papi, dime —contestó medio dormido.
—Aquí tienes el dinero que me pediste res-
pondió el padre.
—Gracias papi, contestó con alegría el pe-
queño. Y metiendo su manita bajo la almohada
sacó otros billetes.
—Papi, ahora ya lo completé todo: tengo los
$10.000. ¿Me podrías vender una hora de tu
tiempo?
¿Cuánta atención prestamos a nuestros hijos?
¿Hemos pensado alguna vez en la soledad, la inseguridad o los miedos de los niños?
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