"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA QUINTA SEMANA DE PASCUA
En la primera lectura
de hoy (Hc 15,7-21) podemos apreciar cómo el Espíritu Santo continúa guiando a
los apóstoles en el desarrollo de la Iglesia. Ayer leíamos cómo un grupo dentro
de la Iglesia (los llamados judaizantes), pretendía imponer a los gentiles que
se convertían a la nueva Iglesia todas las “cargas pesadas” de la Ley judía les
imponía a ellos (“una carga que ni nosotros ni nuestros padres hemos podido
soportar”). Olvidaban que Jesús había venido a liberarnos de ese “yugo”
mediante la ley del amor, que su gracia se había derramado sobre gentiles y
judíos sin distinción, de manera que todo el que crea en Él pueda salvarse.
Olvidaban también la promesa de Dios a Abraham de que “todas las naciones”
serían bendecidas en su nombre (Gn 22,18).
Gracias a la inspiración del Espíritu Santo, aquél primer Concilio de
Jerusalén decidió que no se podía hacer distinción entre los cristianos por
razón de su origen, su raza, su cultura; que Jesús había venido para redimirnos
a todos, y que todos recibimos el mismo Espíritu.
La pregunta es obligada. En nuestras comunidades, ¿existen “diferencias”
entre unos y otros? ¿Discriminamos, rechazamos, o sutilmente evitamos compartir
con algunos feligreses porque viven en cierto lugar, visten diferente, hablan
diferente, adoran de un modo distinto, tienen un oficio humilde, tienen algún
vicio, o se comportan diferentes?
Jesús, ¿los invitaría a su mesa? Él nos invita a imitarle, así que si nos
llamamos cristianos, vamos a derribar todos esos muros que nos separan, muros
que nosotros mismos creamos con nuestra pequeñez de espíritu, “para que todos
sean uno. Como tú, oh Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos estén en
nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste” (Jn 17,21). Si creemos en
Jesús, y le creemos a Jesús, ¡que se nos note!
Y la única forma de lograr ese ideal es el Amor. Por eso en la lectura
evangélica (Jn 15,9-11) Jesús continúa reiterando el mandamiento del Amor como
máxima para el pueblo cristiano: “Como el Padre me ha amado, así os he amado
yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi
amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en
su amor (de nuevo la insistencia de Jesús en el verbo “permanecer”). Os he
hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue
a plenitud”.
Se trata de la verdadera “alegría del cristiano”, que no es otra cosa que
el saberse amado por Dios no importa las circunstancias que la vida nos lance.
“Como el Padre me ha amado, así os he amado yo”… Si no viniera de labios de
Jesús, diríamos que es mentira, parece increíble. ¡Jesús nos está diciendo que
nuestra unión amorosa con Él es comparable a la de Él con el Padre! Tratemos
por un momento de imaginar la magnitud de ese amor entre el Padre y el Hijo.
Sí, se trata de ese mismo amor que se derrama sobre nosotros y tiene nombre y
apellido: Espíritu Santo.
Ya se divisa en el horizonte la solemnidad de Pentecostés, y la presencia del Espíritu Santo se hace cada día más patente en la liturgia. Abramos nuestros corazones a ese Espíritu y digamos con fe: ¡Espíritu Santo, ven a mí!
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