"Ventana abierta"
Historia de Fátima narrada por Lucía dos santos
Armada Blanca
Así comienzan los
recuerdos de Lucía:
«Creo tener conciencia de mis actos desde el regazo materno. Me acuerdo de cómo
me acunaban y hacían dormir al son de varias canciones. La primera cosa que
aprendí fue el Avemaría porque mi madre acostumbraba tenerme en sus brazos
mientras enseñaba a mi hermana Carolina, que me seguía en edad con cinco años
más que yo.
Cuando cumplí seis años mi madre pensó que estaba lista para hacer la Primera
Comunión Mi alegría no tuvo limites. Amaneció por fin el día feliz. Cuando el
sacerdote vino a distribuir el Pan de los Ángeles, el corazón parecía querer
salirse del pecho, pero luego que posó en mis labios la Hostia Divina, sentí
una serenidad y una paz inalterables; sentí que me invadía una atmósfera tan
sobrenatural que la presencia de nuestro buen Dios se me hacía tan sensible
como si lo viese o lo oyese con los sentidos corporales. Le dirigí entonces mis
súplicas: «Señor, hazme santa; guarda mi corazón siempre puro, para Ti solo».
Aquí me pareció que nuestro buen Dios me dijo en el fondo de mi corazón estas
inconfundibles palabras: «La gracia que hoy te es concedida permanecerá viva en
tu alma produciendo frutos de vida eterna». Yo me sentía tan saciada con el Pan
de los Ángeles que me fue imposible, por entonces, tomar alimento alguno. Perdí
desde entonces, el gusto y atractivo que comenzaba a sentir por las cosas el
mundo y únicamente me sentía bien en un lugar solitario donde, a solas, pudiese
recordar la delicias de mi primera comunión.
Antes de los hechos de 1917, exceptuando el lazo de
parentesco que nos unía, ningún otro afecto particular me hacía preferir la
compañía de Jacinta y Francisco a la de cualquier otro niño. No sé porqué
Jacinta y su hermanito Francisco tenían por mí una predilección especial y me
buscaban casi siempre para jugar. No les gustaba la compañía de otros niños y
me pedían que fuese con ellos junto a un pozo que tenían mis padres al fondo
del huerto. Una vez allí, Jacinta escogía los juegos con que nos íbamos a
entretener.
Mi madre acostumbraba, en los ratos de tertulia familiar, a
contar historias: la historia de la Pasión, de San Juan Bautista, etc. Yo
conocía, pues, la Pasión de nuestro Señor como una historia, y comencé a contar
a mis compañeros detalladamente la historia de nuestro Señor, como yo le
llamaba. Al oír contar los sufrimientos del Señor, Jacinta se enterneció y
lloró. Después, muchas veces, me pedía que se la repitiese. Lloraba con pena y
decía: «Pobrecito Nuestro Señor. Yo no voy a hacer nunca ningún pecado. No
quiero más que Nuestro Señor sufra más».
Entretanto llegué a la edad en que mi madre mandaba a sus
hijos a guardar el rebaño. Mi hermana Carolina cumplió sus trece años y era
preciso que comenzara a trabajar. Mi madre me encomendó por eso este cuidado a
mí. Mi tía confió a Francisco y Jacinta el cuidado de sus ovejas a pesar de que
eran aún demasiado pequeños; radiantes de alegría, fueron a darme la noticia y
a planear cómo juntaríamos todos los días nuestros rebaños: cada uno sacaba el
suyo a la hora que le mandaba su madre y el primero esperaba el otro en el
Barreiro. Así llamábamos a una laguna que estaba en el fondo de la sierra. Una
vez juntos, decidíamos dónde habían de pastar aquel día, y allí íbamos, tan
felices y tan contentos como si fuésemos a una fiesta.
A las ovejas nos las ganamos a fuerza de darles nuestras
meriendas. Por eso, cuando llegábamos al lugar del pasto, podíamos jugar
tranquilos, porque no se separaban de nosotros. A Jacinta le encantaba también
coger los corderitos blancos, sentarse con ellos en su regazo, besarlos, y por
la noche, traerlos en sus brazos a casa para que no se cansaran. Un día, cuando
volvíamos, se metió en medio del rebaño: «Jacinta, le pregunté, ¿por qué vas
ahí, en medio de las ovejas?»
«Para hacer como Nuestro Señor, que en aquella estampa que me dieron también
está así, en medio de muchas ovejas y con una en los brazos».
El 13 de Mayo de 1917 jugando con Jacinta y Francisco arriba,
en lo alto de la cuesta de Cova de lria,(en el lugar donde ahora se encuentra
la Basílica ndr)queríamos hacer una pared alrededor de un matorral y vimos de
repente una especie de relámpago: «Es mejor irnos a casa, dije a mis primos.
Está relampagueando y puede venir una tromba». «Si, vamos». Y comenzamos a
bajar la ladera empujando a las ovejas en dirección a la carretera.
El 13 de Junio se celebraba en nuestra parroquia la fiesta de
San Antonio. Mi mamá y mis hermanas, que sabían cuanto me gustaban las fiestas,
me dijeron: «Queremos ver si tú dejas la fiesta para ir a la Cova de Iría a
hablar con esa Señora» y mantuvieron su actitud de desprecio que verdaderamente
me hería y me costaba más que los insultos Alrededor de las once salí de casa,
pasé por la casa de mis tíos donde me esperaban Francisco y Jacinta y entonces
nos dirigimos a Cova de Iría en espera del tan esperado momento. Aquel día yo
me sentía muy adolorida. Tal vez por eso la Señora exactamente ese día me dijo
que no me rindiera ya que ella no me habría abandonado. Después de rezar el
rosario con Jacinta y Francisco y otras personas que allí estaban, vimos de
nuevo el reflejo de la luz al que llamábamos relámpago, que se aproximaba, y
enseguida a nuestra Señora sobre la carrasca en todo igual que en mayo. «Qué
quiere de mí?», le pregunté. «Deseo que vengan aquí el trece del mes próximo,
que recen el rosario todos los días y que aprendan a leer. Después diré lo Que
quiero». Pedí la curación de un enfermo. «Si se convierte, se curará dentro de
este año». «Quería pedirle que nos lleve al cielo». «Sí, a Jacinta y Francisco
los llevaré pronto; pero tú te quedarás aquí algún tiempo más. Jesús quiere
servirse de ti para hacerme conocer y amar. El quiere establecer en el mundo la
devoción a mi Inmaculado Corazón». «¿Y me quedo sola?», pregunté con pena. «No,
hija. ¿Tú sufres mucho? No te desanimes. Yo nunca te dejaré. Mi Corazón
Inmaculado será tu refugio y el camino que te conducirá hasta Dios».
Efectivamente, al llegar corrí al pozo y allí estaban los dos
de rodillas, rezando. En cuanto me vieron, Jacinta corrió a abrazarme y a
preguntar qué había hecho. Se lo conté. Después me dijo: «¿Ves? No debemos
tener miedo de nada. Aquella Señora nos ayuda siempre, ¡nos quiere tanto!».
Un día vinieron a hablarme tres caballeros. Después de su
interrogatorio, muy poco agradable, se despidieron diciendo: «A ver si se
deciden a decir ese secreto, si no el señor Administrador está dispuesto a
acabar con vuestra vida». Jacinta, dejando transparentar la alegría en el
rostro dijo: «Qué bien. Quiero tanto a nuestro Señor y a nuestra Señora que así
vamos a verlos antes». Corriendo el rumor de que, efectivamente, el
Administrador quería matarnos, una tía mía casada que vivía en Casais, vino a
nuestra casa con el intento de llevarnos a la suya porque, decía ella: «Yo vivo
en otro pueblo y, por eso, este Administrador no los puede ir a buscar allí».
Pero su intento no se realizó porque nosotros no queríamos ir, y respondimos:
«Si nos matan, no importa, vamos al Cielo».
Trece de julio de 1917. Momentos después de haber llegado a
Cova de Iría y estando junto a la encina rezando el rosario con una gran
multitud de gente, vimos el reflejo de aquella luz ya conocida y, enseguida, a nuestra
Señora sobre la encina.
Trece de julio de
1917. Momentos después de haber llegado a Cova de Iría y estando junto a la
encina rezando el rosario con una gran multitud de gente, vimos el reflejo de
aquella luz ya conocida y, enseguida, a nuestra Señora sobre la encina.
«¿Qué desea de mi?», pregunté. «Quiero que vuelvan el trece del mes que viene y
que continúen rezando el rosario todos los días en honor de nuestra Señora del
Rosario, para obtener la paz del mundo y el fin de la guerra, porque solo Ella
les puede ayudar». «Quería que nos dijese quién es y que hiciera un milagro
para que todos crean que Usted se nos aparece». «Continúen viniendo todos los
meses. En octubre diré quién soy y lo que quiero, y haré un milagro para que
todos vean y crean».
Aquí hice algunas peticiones que ahora no recuerdo bien. Lo que me acuerdo es
que nuestra Señora dijo que para alcanzar durante el año las gracias que pedían
era necesario que rezaran el rosario. Y continuó: «Sacrifíquense por los
pecadores y digan muchas veces, sobre todo cuando hagan algún sacrificio:
«Jesús, por tu amor, por la conversión de los pecadores y en reparación por los
pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María». Al decir estas
palabras, de nuevo abrió las manos como en los meses anteriores. El reflejo
pareció penetrar la tierra y vimos como un mar de fuego. Sumergidos en este
fuego estaban los demonios y las almas como si fuesen brasas transparentes y
negras o bronceadas con forma humana. Llevados por las llamas que de ellos
mismos salían, juntamente con horribles nubes de humo, flotaban en aquel fuego
y caían para todos los lados igual que las pavesas en los grandes incendios sin
peso y sin equilibrio, entre gritos de dolor y desesperación que horrorizaban y
hacían estremecer de espanto. Debió ser ante esta visión cuando dije aquel
"Ay!': que dicen me oyeron. Los demonios se distinguían por formas
horribles y repugnantes de animales espantosos y desconocidos pero
transparentes igual que carbones encendidos.
Asustados y como para pedir socorro, levantamos la vista a nuestra Señora que
nos dijo con bondad y tristeza: «Vieron el infierno donde van las almas de los
pobres pecadores. Para salvarlos Dios quiere establecer en el mundo la devoción
a mi Inmaculado Corazón. Si hacen lo que yo les diga se salvarán muchas almas y
tendrán paz. La guerra va a acabar. Pero si no dejan de ofender a Dios, en el
reinado de Pío XI comenzará otra peor. Cuando vean una noche alumbrada por una
luz desconocida, sepan que es la gran señal que Dios les da de que va a
castigar al mundo por sus crímenes por medio de la guerra, el hambre y las
persecuciones a la Iglesia y al Santo Padre. Para impedirlo vendré a pedir la
consagración de Rusia a mi Inmaculado Corazón y la comunión reparadora de los
primeros sábados. Si atendieran a mis deseos, Rusia se convertirá y habrá paz;
si no, ella esparcirá sus errores por el mundo promoviendo guerras y
persecuciones contra la Iglesia. Los buenos serán martirizados, el Santo Padre
tendrá mucho que sufrir, varias naciones serán aniquiladas. Por fin mi Corazón
Inmaculado triunfará. El Santo Padre me consagrará Rusia que se convertirá y
será concedido al mundo algún tiempo de paz. En Portugal se conservará siempre
la fe etc ..., esto no se lo digáis a nadie. A Francisco si, podéis decírselo.
Cuando recen el rosario digan después de cada misterio: “Jesús mío, perdónanos,
líbranos del fuego del infierno, lleva al cielo a todas las almas y
especialmente a las que más lo necesiten”».
Se siguió un momento de silencio y pregunté: «¿No quiere más de mí?» «No, hoy
no quiero más». Y, como de costumbre, comenzó a elevarse en dirección al este,
desapareciendo en la inmensa lejanía del firmamento.
Al
final de la aparición la multitud se precipitó sobre nosotros, abrumándonos con
preguntas que trataba yo de responder en la medida que podía; me preguntaron
por qué en un momento me había puesto tan triste, respondí que era un secreto.
Después de esa aparición Jacinta comenzó a decir ¡muchas
almas van al infierno: «¿Y nunca jamás salen de allí?» «No, nunca». «¿Y después
de muchos, muchos años?» «No. El infierno nunca acaba». «¿Y el cielo tampoco?»
«Quien va al cielo nunca jamás sale de allí.» «¿Y quién va al infierno tampoco
sale?» «¿No ves que son eternos, que nunca se acaban?» Hicimos entonces, por
primera vez, la meditación del infierno y de la eternidad. La visión del
infierno suscitó en nosotros tanto horror que todas las penitencias y
sacrificios nos parecían nada para tratar de rescatar alguna de esas almas.
Jacinta con frecuencia se sentaba en el suelo o en alguna piedra y pensativa
empezaba a decir: «¡El infierno, el infierno! Qué pena tengo de las almas que
van al infierno. Y las personas, allí vivas, ardiendo como la leña en el
fuego!» Y temblorosa se arrodillaba con las manos juntas y rezaba la oración
que nuestra Señora nos había ensenado: «Oh Jesús, perdónanos, líbranos del
fuego del infierno, lleva todas las almas al cielo y especialmente a las que más
lo necesiten».
Nos fueron a interrogar dos sacerdotes y nos recomendaron que
rezáramos por el Santo Padre. Jacinta preguntó quién era el Santo Padre, y los
buenos sacerdotes nos explicaron quién era y como necesitaba mucho de
oraciones. Jacinta quedo con tanto amor hacía él que, siempre que ofrecía sus
sacrificios a Jesús, añadía: «…y por el Santo Padre». Al final del rosario rezaba
siempre tres avemarías por él y algunas veces decía: «¡Como me gustarla ver al
Santo Padre! Viene aquí tanta gente, y el Santo Padre nunca viene». En su
inocencia de niña pensaba que él podría hacer este viaje como las otras
personas.
Un día fuimos a pasar las horas de la siesta junto al pozo de
mis padres. Jacinta se sentó en la losa del pozo y Francisco fue conmigo a
buscar miel silvestre en las zarzas de un ribazo que allí había. Pasado un poco
de tiempo Jacinta me llama: «¿No viste al Santo Padre?» «No!» «No sé cómo fue.
Yo vi al Santo Padre en una casa muy grande, de rodillas delante de una mesa,
con las manos en la cara llorando. Fuera de casa había mucha gente y unos le
tiraban piedras, otros le maldecían y le decían muchas palabras feas.
¡Pobrecito del Santo Padre! Tenemos que pedir mucho por él».
Entre tanto surgió el alba del 13 de Agosto La gente llegaba de todas partes, desde el día antes. Todos querían vernos, interrogarnos y hacernos sus peticiones para que nosotros se las transmitiéramos a la Santísima Virgen. En la mañana llegó una orden del síndico que fuera a la casa de mi tía porque allí me estaba esperando. Mi padre recibió la orden y me llevó allá, cuando llegamos él estaba con mis primos en un cuarto. Nos interrogó e hizo nuevos esfuerzos para que dijéramos el secreto y para que prometiéramos que no iríamos mas a Cova de Iría. No habiendo obtenido resultado alguno le dijo a mi padre y a mi tío que nos llevaran con el párroco. De allí nos subió a la carreta diciendo que nos habría de llevar a Cova pero en lugar de eso nos llevó con él a Villa Nova de Ourem, donde habitaba y donde se encontraba el gobierno y las cárceles. Nos tuvo un poco en su casa, tratando con nuevas preguntas, con promesas y con amenazas para arrancarnos el secreto, resultándole todo inútil nos mandó encerrar en la prisión. Cuando, pasado algún tiempo, estuvimos presos, a Jacinta lo que más le costaba era el abandono de los padres. Y decía con su carita llena de lagrimas: «¡Ni tus padres ni los míos nos vienen a ver! No se acordaron más de nosotros». «No llores, le dijo Francisco, se lo ofreceremos a Jesús por los pecadores». Y levantando los ojos y las manitas al cielo hizo el ofrecimiento: «Jesús mío, por tu amor y por la conversión de los pecadores». Jacinta añadió: «Y también por el Santo Padre y en reparación por los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María». Cuando después de habernos separado volvieron a juntarnos en una sala de la cárcel diciendo que dentro de poco nos vendrían a buscar para freírnos, Jacinta se apartó junto a una ventana que daba a la feria del ganado. Al principio pensé que estaría distrayéndose, pero no tardé en darme cuenta que estaba llorando. Fui para que viniese junto a mí y le pregunté por qué lloraba: «Porque, respondió, vamos a morir sin volver a ver a nuestros padres ni a nuestras madres». Y añadió, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas: «¡Yo quería siquiera ver a mi madre!» «Entonces, ¿no quieres ofrecer este sacrificio por la conversión de los pecadores?» «Quiero, quiero». Y bañada en lagrimas, con las manos y los ojos levantados al cielo, hizo el ofrecimiento: «Jesús mío, por tu amor, por la conversión de los pecadores, por el Santo Padre y en reparación de los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María».
Los presos que
presenciaron esta escena quisieron consolarnos: «Ustedes díganle al señor
Administrador el secreto. Qué les importa que esa Señora no quiera». «Eso no,
respondió Jacinta con vivacidad, antes quiero morir».
Decidimos entonces rezar nuestro rosario. Jacinta se quita una medalla que
tenía al cuello, pide a un preso que la cuelgue en un clavo que había en la
pared y, de rodillas, delante de esa medalla, comenzamos a rezar. Los presos
rezaron con nosotros, si es que sabían rezar; por lo menos estuvieron de
rodillas. Terminado el rosario Jacinta volvió junto a la ventana a llorar.
«Jacinta, ¿es que tú no quieres ofrecer este sacrificio a nuestro Señor?», le
pregunté. «Si, pero me acuerdo de mi madre y lloro sin querer». Entonces, como
la Santísima Virgen nos había dicho que ofreciésemos también nuestras oraciones
y sacrificios para reparar los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón
de María, quedamos en repartirnos las intenciones. Uno ofrecería por los
pecadores; otro por el Santo Padre y otro en reparación por los pecados contra
el Inmaculado Corazón de María. Estando todos de acuerdo dije a Jacinta que
escogiese la intención por la que quería ofrecer. «Yo lo ofrezco por todas,
porque todas me gustan mucho».
«¿Qué quiere Usted de mi?» «Quiero que
continúen yendo a Cova de Iria el día 13 y que sigan rezando el rosario todos
los días. El último mes haré el milagro para que todos crean». «¿Qué desea que
hagamos con el dinero que deja la gente en la Cova de Iria?» «Que hagan dos
andas. Una la llevas tú con Jacinta y otras dos niñas vestidas de blanco, y las
otras que las lleve Francisco y otros tres niños. Las andas son para la fiesta
del Rosario. El dinero que sobre, es para ayuda de una capilla que mandarán
hacer». «Quería pedirle la curación de algunos enfermos». «Si, algunos curaré
durante el año». Y tomando un aspecto más triste añadió: «Recen, recen mucho y
hagan sacrificios por los pecadores, pues van muchas almas al infierno por no
haber quien se sacrifique y pida por ellas». Y, como de costumbre, comenzó a
elevarse en dirección al este. Desde aquel día, tal como nos pidió la Santísima
Virgen, decidimos esforzarnos a hacer sacrificios por los pecadores.
Jacinta dijo: «Y los sacrificios, ¿como los tendremos que
hacer?» Francisco discurrió rápidamente un buen sacrificio. «Damos nuestra
merienda a las ovejas y hacemos el sacrificio de no merendar». En pocos minutos
estaba toda nuestra merienda distribuida entre el rebaño. Y así pasamos un día
de ayuno que ni el del más austero cartujo. Había unos niños, hijos de dos familias
de Moita, que iban pidiendo por las puertas. Los encontramos un día cuando
íbamos con nuestro rebaño. Jacinta al verlos nos dijo: «Vamos a dar nuestra
merienda a aquellos pobrecitos por la conversión de los pecadores. Y corrió a
llevársela. Desde que la Santísima Virgen nos enseñó a ofrecer a Jesús nuestros
sacrificios, siempre que nos poníamos de acuerdo para hacer alguno o cuando
teníamos pruebas para sufrir, Jacinta preguntaba: «¿Ya dijiste a Jesús que es
por su amor?» Si le decía que no, «entonces se lo digo yo»: y juntaba sus
manitas, levantaba los ojos al cielo y decía: «Oh, Jesús, por tu amor y por la
conversión de los pecadores».
Llegamos por fin a Cova de Iria, junto a la encina, y
comenzamos con el pueblo a rezar el rosario. Poco después vimos el reflejo de
la luz y, enseguida, a nuestra Señora sobre la encina. «Continúen rezando el
rosario para alcanzar el fin de la guerra. En octubre veréis también a nuestro
Señor, a nuestra Señora de los Dolores y del Carmen y a S. José con el Niño
Jesús para bendecir al mundo. Dios está contento con sus sacrificios pero no
quiere que duerman con la cuerda; llevadla solo durante el día». «Me han dicho
que le pida muchas cosas: la curación de un sordomudo, la curación de algunos
enfermos...» «Si, curaré algunos, a otros no. En octubre haré el milagro para
que todos crean». Y comenzando a elevarse desapareció como de costumbre.
Nos esforzábamos por hacer sacrificios por los pecadores que
no dejábamos escapar ninguna oportunidad. Jacinta parecía insaciable en la
práctica del sacrificio. Un día un vecino ofreció a mi madre un buen pasto para
nuestro rebaño. Era bastante lejos y estábamos en pleno verano. Mi madre aceptó
el ofrecimiento hecho con tanta generosidad y me mando ir allí. Como había una
laguna donde el rebaño podía beber, nos dijo que era mejor que pasásemos la
siesta a la sombra de los árboles. Por el camino encontramos a nuestros
queridos pobres y Jacinta corrió a llevarles la limosna. El día estaba
maravilloso, pero el sol era ardiente y en aquel pedregal árido y seco parecía
querer abrasarlo todo. La sed se hacía sentir y no había ni gota de agua para
beber. Al principio ofrecíamos el sacrificio con generosidad por la conversión
de los pecadores, pero pasada la hora del mediodía no se podía resistir.
Propuse entonces a mis compañeros ir a una aldea que quedaba cerca para pedir
un poco de agua. Aceptaron la propuesta y allí fui a llamar a la puerta de una
viejecita quien al darme un cantarillo con agua, me dio un poco de pan que
acepté con reconocimiento y corrí a distribuirlo entre mis compañeros. En
seguida di el cántaro a Francisco y le dije que bebiera. «No quiero beber»,
respondió. «¿Por qué?» «Quiero sufrir por la conversión de los pecadores».
«Bebe tú, Jacinta». «También quiero ofrecer el sacrificio por los pecadores».
Eché entonces el agua en el hueco de una piedra para que la bebiesen las ovejas
y fui a llevar el recipiente a su dueña.
Teníamos la costumbre de vez en cuando, de ofrecer al Señor
una novena, o un mes entero sin beber. Hicimos una vez este sacrificio en pleno
Agosto, cuando el calor era sofocante.
Otra vez mi tía fue a llamarnos para comer unos higos que
había traído a casa y que verdaderamente abrían el apetito a cualquiera.
Jacinta se sentó con nosotros al lado de la cesta y coge el primero para
empezar a comer. De repente se acuerda y dice: «Es verdad; todavía hoy no hemos
hecho ningún sacrificio por los pecadores. Tenemos que hacer este». Pone el
higo en la cesta, repite el ofrecimiento y allí los dejamos todos para
convertir a los pecadores. Jacinta repetía con frecuencia estos sacrificios,
pero no me detengo a contar más, si no nunca acabo.
Un día fuimos a un lugar lleno de árboles de bosque. Había
allí algunas encinas y robles. Las bellotas todavía estaban bastante verdes.
Sin embargo le dije que podíamos comer de ellas. Francisco subió a una encina
para llenar los bolsillos, pero Jacinta se acordó que podíamos comer de los
robles para hacer el sacrificio de tomarlas amargas. Y así saboreamos aquella
tarde tan delicioso manjar. Jacinta tomo éste por uno de sus sacrificios
habituales. Cogía las bellotas de los robles y las aceitunas de los olivos. Le
dije un día: «Jacinta, no comas eso que amarga mucho». «Las como porque son
amargas, para convertir a los pecadores». No fueron solo estos nuestros ayunos.
Quedamos en que siempre que encontrásemos a esos tales pobrecitos, les daríamos
nuestra merienda; y las infelices criaturas, contentas con nuestra limosna,
procuraban encontrarnos y nos esperaban por el camino. En cuanto los veíamos,
Jacinta corría a llevarles todo nuestro sustento con tanta satisfacción como si
no le hiciese falta.
Un día íbamos con nuestras ovejitas por un camino y encontré
un trozo de cuerda de un carro. La cogí y jugando me la até en un brazo. No tardé
en notar que la cuerda hacía daño. Dije entonces a mis primos: «Mirad, esto
duele, podíamos atárnosla a la cintura y ofrecer a Dios este sacrificio». Los
pobres niños aceptaron mi idea y tratamos enseguida de dividirla en tres. El
borde de una piedra golpeando contra otra fue nuestro cuchillo. Sea por lo
grueso y áspero de la cuerda, sea porque a veces la apretábamos demasiado, este
instrumento nos hacia sufrir horriblemente. Jacinta dejaba caer algunas
lagrimas con la fuerza de la incomodidad que le causaba y al decirle yo que se
la quitara respondía: «No, quiero ofrecer este sacrificio a nuestro Señor en
reparación y por la conversión de los pecadores».
Trece de octubre de 1917. Salimos muy pronto de casa contando
con las demoras del camino. La gente era una masa. La lluvia torrencial. Mi
madre temiendo que fuese aquel el ultimo día de mi vida, con el corazón
angustiado ante la incertidumbre de lo que ocurriría, quiso acompañarme. Por el
camino, las mismas escenas del mes anterior, ahora más numerosas y
conmovedoras. Ni el lodazal de los caminos impedía a aquella gente arrodillarse
en actitud humilde y suplicante. Llegados a Cova de Iria, junto a la encina,
llevada por un movimiento interior, pedí a todos que cerrasen los paraguas para
rezar el rosario. Poco después vimos el resplandor de la luz y enseguida a
nuestra Señora sobre la encina. «¿Qué quiere Vd. de mi?» «Quiero decirte que
hagan aquí una capilla en mi honor. Que yo soy la Virgen del Rosario. Y que
continuéis rezando el rosario todos los días. La guerra va a terminar y los
soldados volverán pronto a sus casas». «Tengo que pedirle muchas cosas: la
curación de unos enfermos, la conversión de unos pecadores, etc.» «Unos sí.
Otros no. Es preciso que se conviertan; que pidan perdón de sus pecados».
Después tomó un aspecto más triste y dijo: «¡No ofendan más a Dios nuestro
Señor que ya está muy ofendido!». Y abriendo las manos, las hizo reflejar
en el sol. Y mientras se elevaba, continuaba proyectándose en el sol el reflejo
de su propia luz. He aquí el motivo por el cual pedí que le mirasen. No era
querer llamar hacia él la atención de la gente, pues ni siquiera me daba cuenta
de la presencia del sol; lo hice solo llevada por un impulso interior que a eso
me movía.
Desaparecida nuestra Señora en la inmensidad del firmamento,
vimos al lado del sol a S. José con el Niño y a la Santísima Virgen vestida de
blanco con un manto azul. S. José con el Niño parecía bendecir al mundo en unos
gestos que hacía con la mano en forma de cruz. Poco después, desvanecida esta
aparición vi a nuestro Señor v a nuestra Señora que daba la impresión de ser la
Virgen de los Dolores. Nuestro Señor parecía también bendecir al mundo de la
misma manera que S. José. Desaparecieron de nuevo y me pareció ver todavía a
nuestra Señora en forma semejante a la Virgen del Carmen.
He aquí la historia de las apariciones de la Virgen en Cova
de Iría. De estas apariciones, las palabras que más se me grabaron en el
corazón fue la solicitud de la Virgen «No ofendan más a Dios que ha sido
bastante ofendido». Qué tierna lamentación y qué tierna solicitud. ¡Oh, si
pudiera hacer sonar el eco en todo el mundo y si todos los hijos de la Madre
del Cielo escucharan su voz¡
LUCIA CUENTA LA VIDA DE LOS PASTORCITOS
DESPUÉS DE LAS APARICIONES
Mi madre, cansada de
ver perder el tiempo a mi hermana por tener que ir a llamarme continuamente y
quedarse en mi lugar con el rebaño, resolvió venderlo; y, de acuerdo con mi
tía, nos mandaron a la escuela. A Jacinta le gustaba ir en el recreo a visitar
al Santísimo, pero decía: «Parece que adivinan. En cuanto entramos en la
iglesia va tanta gente a hacernos preguntas. A mí me gusta estar mucho tiempo
sola y hablar con Jesús escondido, pero nunca nos dejan».
Jacinta estaba tan cercana al corazón de la Virgen, que
cualquier gracia que pedía la obtenía. Cierto día nos encontró una pobre mujer
y llorando se arrodilló delante de Jacinta para pedirle que le obtuviese de
nuestra Señora la curación de una enfermedad terrible. Jacinta, al ver de
rodillas delante de si a una mujer, se impresionó y le cogió sus manos
temblorosas para levantarla. Pero viendo que no podía, se arrodillo también y
rezó con ella tres avemarías. Después le pidió que se levantara, que la
Santísima Virgen la habría de curar. Ni un solo día dejo de rezar por ella,
hasta que, pasado algún tiempo, volvió para agradecer a nuestra Señora su
curación.
Otra vez, era un soldado que lloraba como un niño. Había
recibido orden de partir para la guerra y dejaba a su mujer enferma en la cama
y a tres hijitos pequeños. Pedía la curación de su mujer o que la orden fuera
revocada. Jacinta le invitó a rezar el rosario con ella. Después le dijo: «No
llore; ¡nuestra Señora es tan buena! Con seguridad le concede la gracia que le
pide». Y no olvidó más al soldado. Al final del rosario rezaba siempre un
avemaría por él. Pasados algunos meses, apareció con su esposa y sus tres hijos
para agradecer a la Virgen las dos gracias recibidas. Por una fiebre que tuvo
la víspera de partir, se vio libre del servicio militar, y su esposa - decía él
- había sido curada por un milagro de nuestra Señora.
En otra ocasión me dijo: «Cada vez me cuesta más tomar la
leche y los caldos, pero no digo nada. Tomo todo por amor de nuestro Señor y
del Inmaculado Corazón de María, nuestra Madrecita del Cielo». Le pregunté un
día: «¡Estás mejor!» «Ya sabes que no mejoro». Y añadió: «Tengo tantos dolores
en el pecho. Pero no digo nada. Sufro por la conversión de los pecadores».
Cuando un día llegué junto a ella me preguntó: «¿Ya has hecho hoy muchos
sacrificios? Yo muchos. Mi madre se marchó y yo quise ir muchas veces a ver a
Francisco, pero no fui».
Un día me mandó llamar para que fuese de prisa. Fui
corriendo. «Nuestra Señora nos vino a ver, y dice que enseguida viene a buscar
a Francisco para llevarle al cielo. A mí me preguntó si todavía quería convertir
más pecadores. Le dije que sí. Me dijo que iría a un hospital y que allí
sufriría mucho: que sufriese por la conversión de los pecadores, en reparación
del Inmaculado Corazón de María y por amor de Jesús. Pregunté si tú ibas
conmigo. Me dijo que no. Esto es lo que me cuesta más. Dice que irá mi madre a
llevarme y que luego me quedaré allí solita». Continuó algún tiempo pensativa.
Después añadió: «¡Si tu fueses conmigo! Lo que más me cuesta es ir sin ti».
Cuando llegó el momento de partir de su hermanito, para el
cielo, ella le hizo sus recomendaciones: «Da muchos recuerdos míos a nuestro
Señor y a nuestra Señora y diles que sufro todo cuanto ellos quieran para
convertir a los pecadores y reparar al lnmaculado Corazón de María». «Sufrió
mucho con la muerte del hermano. Quedaba mucho tiempo pensativa, y si se le
preguntaba en qué pensaba, respondía: «En Francisco. Quién me diera verlo». Y
los ojos se le llenaban de lágrimas.
Llegó el día (al comienzo de Julio de 1919 n.d.r.) de ir al
hospital donde verdaderamente tuvo mucho que sufrir. Cuando fue su madre a
visitarla allí me llevó. Al verme me abrazó con alegría y pidió a su madre que
me dejase quedar mientras ella hacía compras. Le pregunté si sufría mucho. «Sí,
sufro pero ofrezco todo por los pecadores y para reparar al Inmaculado Corazón
de María, por los pecadores y por el Santo Padre». Era su ideal, era de lo que
hablaba.
Todavía volvió algún tiempo a casa de sus padres (al
final de Agosto de 1919 ndr) con una gran herida abierta en el
pecho, cuyas curas diarias soportaba sin una queja y sin mostrar la menor señal
de enfado. Lo que más le costaba eran las frecuentes visitas e interrogatorios
de las personas que la buscaban y de las que ahora no podía esconderse.
«Ofrezco también este sacrificio por los pecadores, decía con resignación»
De nuevo la Santísima Virgen se dignó visitar a Jacinta para
anunciarle nuevas cruces y sacrificios. Al darme la noticia me decía: «Me dijo
que voy a Lisboa a otro hospital; que no te vuelvo a ver, ni a mis padres
tampoco. Que después de sufrir mucho moriré sola. Pero que no tenga miedo, que
Ella me ira a buscar para ir al cielo». Y llorando me abrazaba y me decía: «Ya
no volveré a verte más. Tú no me iras a visitar allí. Oye, reza mucho por mí,
que voy a morir solita». Hasta que llegó el día de ir a Lisboa sufrió
horriblemente. Se abrazaba a mí y decía llorando: «¡Nunca más volveré a verte.
Ni a mi madre, ni a mis hermanos, ni a mi padre. Ya nunca volveré a ver a
nadie. Y después moriré solita! » «No pienses en eso», le dije yo un día.
«Déjame pensar, porque cuanto más pienso más sufro y yo quiero sufrir por amor
de nuestro Señor y por los pecadores. Y después no me importa: nuestra Señora
me va a buscar para llevarme al cielo».
Me solía preguntar: «¡Y voy a morir sin recibir a Jesús
escondido! ¡Si me lo llevara nuestra Señora cuando me vaya a buscar!»Cuando la
madre aparecía triste por verla tan enfermita decía: «Madre, no sufra, voy al
cielo y allí voy a pedir mucho por Usted.» Otras veces decía: «No llore, yo
estoy bien». Al preguntarle si necesitaba algo solía contestar: «Muchas
gracias, no necesito nada». Al retirarse comentaba: «Tengo mucha sed, pero no
quiero beber; se lo ofrezco a Jesús por los pecadores».
Llegó por fin el día de marchar a Lisboa (el
21 de Enero de 1920 ndr). La despedida partía el corazón. Permaneció
mucho tiempo abrazada a mí y decía llorando: «Ya nunca nos volveremos a ver.
Reza mucho por mí hasta que yo vaya al cielo. Después allí rezo por ti. No
digas nunca el secreto a nadie, aunque te maten. Ama mucho a Jesús y al
Inmaculado Corazón de María y haz muchos sacrificios por los pecadores».
Todavía me mandó decir desde Lisboa que nuestra Señora ya
había ido a verla; que le había dicho la hora y el día en que moriría (el
día 20 de Febrero a las 22 horas y 30 ndr); y me recomendaba que
fuese muy buena. Esto es lo que recuerdo de la vida de Jacinta. Pido a nuestro
buen Dios se digne aceptar este acto de obediencia para encender en las almas
la llama del amor a los Corazones de Jesús y de María.
Francisco
La amistad que me unía a Francisco era sencillamente la del
parentesco y la que consigo traían las gracias que el cielo se dignaba
concedernos.
Francisco no parecía hermano de Jacinta más que en las
facciones del rostro y en la práctica de la virtud. No era como ella caprichoso
y vivo; era, al contrario, de natural pacífico y condescendiente. Cuando en los
juegos alguno se empeñaba en negarle sus derechos por haber ganado, cedía sin
resistencia, limitándose a decir: «¿Piensas que ganaste tú? Pues sí; a mí eso
no me importa».
Siempre sonriendo, siempre amable y condescendiente, jugaba
con todos los niños indistintamente. No reprendía a nadie. Si acaso, algunas
veces se retiraba cuando veía alguna cosa que no estaba bien.
Después de las apariciones la Virgen cada vez más se hizo
amante de la soledad. La primera aparición nos dejó una gran paz y una gran
alegría expansiva que no nos impedía hablar de lo que había sucedido. A
Francisco, que no había escuchado, le contamos lo que nos había dicho la
Virgen, incluyendo la promesa de llevarlo al cielo si rezaba muchos rosarios.
Desde aquel día tomó la costumbre de alejarse, como para pasear. Y si lo llamaba
y le preguntaba qué estaba haciendo, alzaba la mano y me mostraba el rosario.
Si le decía que viniera a jugar, que rezara después con nosotros, respondía:
«Rezo también después, no te acuerdas que la Virgen dijo que rezara muchos
rosarios».
Rezó mucho hasta cuando nos llevaron a la cárcel. En la
prisión se mostró más animado, y procuraba animar a Jacinta en las horas de
mayor añoranza. Cuando rezamos allí el rosario vio que uno de los presos estaba
de rodillas con la boina en la cabeza. Fue junto a él y le dijo: «Si Ud. quiere
rezar tiene que quitarse la boina». El pobre hombre sin más se la da y él la
puso encima de su gorro sobre un banco.
Mientras interrogaban a Jacinta, me decía con inmensa paz y
alegría: «Si nos matan como dicen, dentro de poco estamos en el cielo. Qué
bien. No me importa nada». Y pasando un momento de silencio: «Dios quiera que
Jacinta no tenga miedo. Voy a rezar un Avemaría por ella».
Demostró siempre una gran madurez, mucho mayor que la que
correspondía a su edad. Pasando un domingo por la tarde junto a la casa de la
madrina Teresa con Francisco y Jacinta, ella nos llamó y nos estuvo dando sus
mimos. Los otros niños pareciendo adivinar nuestra llegada comenzaron a
juntarse y la madrina, después de mimarnos con varias cosas, quiso vernos
cantar y bailar. Atraídos por el animado concierto se fueron juntando las
vecinas, y al terminar, pidieron una segunda repetición. Francisco aproximándose
a mí me dijo: «No cantemos más eso. Nuestro Señor seguramente que no quiere que
ahora cantemos esas cosas». Y nos escapamos como pudimos por entre la
chiquillería hacia nuestro pozo preferido.
Entretanto se aproximaba el carnaval de 1918. Los niños menores de catorce años
tenían su fiesta en otra casa aparte. Vinieron pues, varios a convidarme para
organizar la fiesta con ellos. Rehusé al principio, pero llevada por una
cobarde condescendencia cedí a las instancias de varios. Cuando encontré a
Jacinta y Francisco les dije lo que había pasado. «¿Y tú vuelves a esas
comilonas y bailes?», me preguntó con seriedad Francisco. «¿Ya te olvidaste que
prometimos no volver a hacer nunca eso?» «Yo no quería ir, pero va ves que no
dejan de pedirme que vaya y no sé qué hacer». Dios inspiró a Francisco: «¿Sabes
qué vas a hacer? Toda la gente sabe que nuestra Señora se te ha aparecido. Por
eso diles que le prometiste no volver a bailar y que por eso no vas. Después,
en esos días nos escapamos a la Lapa del Cabezo; allí nadie nos encuentra».
Acepté la propuesta y, expuesta mi decisión, nadie pensó más en organizar
aquella reunión. Era Dios que nos bendecía; porque aquellas amigas que antes me
buscaban para divertirse, ahora me seguían y venían a buscarme a casa los
domingos por la tarde para ir con ellas a rezar el rosario a Cova de lria.
Francisco era de pocas palabras, y para hacer su oración y ofrecer sus
sacrificios le gustaba esconderse hasta de Jacinta y de mí. Muchas veces le
sorprendíamos detrás de una pared o de unas matas a donde se había escapado
disimuladamente. Allí, de rodillas, rezaba o como él decía, «pensaba en nuestro
Señor triste por tantos pecados». Si le preguntaba: «Francisco, ¿por qué no nos
llamas a Jacinta y a mí para rezar contigo?» «Me gusta más rezar solo para
pensar y consolar a nuestro Señor que está tan triste», respondía. Un día le
pregunté: «Francisco, ¿qué te gusta más, consolar a nuestro Señor o convertir a
los pecadores para que no vayan más almas al infierno?» «Me gusta más consolar
a nuestro Señor. ¿No te diste cuenta como nuestra Señora, todavía en el último
mes, se puso tan triste cuando dijo que no ofendieran más a nuestro Señor que
ya estaba muy ofendido? Yo quería consolar a nuestro Señor y después convertir
a los pecadores para que no le ofendan más».
Cuando iba a la escuela, al llegar a Fátima, solía decirme:
«Mira, vete tú, yo me quedo aquí en la iglesia con Jesús escondido. No me vale
la pena ir a la escuela porque de aquí a poco me voy al cielo. Al salir me
llamas». El Santísimo estaba entonces, por las obras que se hacían en la
iglesia, a la entrada, en el lado izquierdo. Francisco se colocaba entre la pila
bautismal y el altar y en ese mismo sitio le encontraba a mi vuelta. Un día, al
salir de casa, advertí que Francisco andaba muy despacio. «¿Qué tienes?, le
pregunté. Parece que no puedes andar». «Me duele mucho la cabeza y tengo la
sensación de que me voy a caer». «Entonces no vengas, quédate en casa». «No me
quedo. Prefiero quedarme en la iglesia con Jesús escondido, mientras tú vas a
la escuela».
Salía un día de casa y me encontré con mi hermana Teresa:
venía por habérselo pedido otra señora de un lugar vecino, a quien habían
aprendido un hijo, acusado no me acuerdo de qué crimen, por el que si no se
justificaba su inocencia, sería condenado al destierro o, por lo menos, a
muchos años de prisión. Me pedía con insistencia, en nombre de la pobre mujer a
quien ella deseaba complacer, que le alcanzase esta gracia de nuestra Señora.
Recibido el recado continué para la escuela y por el camino conté a mis primos
lo que pasaba. Al llegar a Fátima me dice Francisco: «Mientras vas a la
escuela, yo me quedo aquí con Jesús escondido y le pido eso». Cuando salimos de
la escuela fui a llamarle y le pregunté: «Pediste aquella gracia a nuestra
Señora?» «Sí. Dile a tu hermana Teresa que de aquí a pocos días vuelve a casa».
Efectivamente, a los pocos días el muchacho estaba en casa, y el día trece, con
toda su familia, agradecía a nuestra Señora la gracia recibida.
Otro día lo encontré muy contento. «¿Estás mejor?» «No, me
siento mucho peor. Ya me falta poco para ir al Cielo. Allá arriba consolaré
mucho al Señor y a la Virgen. Jacinta rezará mucho por los pecadores, por el
Santo Padre y por ti; y tú te quedas acá abajo porque la Virgen así lo quiere.
Oye, haz todo lo que ella te diga» Mientras Jacinta parecía preocuparse solo de
convertir a los pecadores y librar a las almas del infierno, Francisco parecía
que pensara solo a consolar a nuestro Señor y a la Virgen que le parecían muy
tristes.
Entró un día en el cuarto de Francisco una mujer de Casa Vieja llamada Mariana
que, angustiada porque su marido había echado un hijo de casa, pedía la gracia
de la reconciliación de ambos. Francisco le respondió: «No se preocupe; yo
enseguida voy al cielo y, en cuanto llegue, pido esta gracia a nuestra Señora».
No me acuerdo bien los días que todavía tardó en morir, pero de lo que me
acuerdo es que, la tarde en que Francisco murió, el hijo pidió otra vez perdón
a su padre que se lo había negado más veces por no querer aceptar las
condiciones impuestas. Se sujetó a todo lo que el padre le dijo y se
restableció la paz en aquella casa.
Me dice en las vísperas de morir: «Estoy muy mal; me falta poco para ir al
cielo». «Vete, pero no te olvides allí de pedir mucho por los pecadores, por el
Santo Padre, por mí y por Jacinta». «Sí, pediré; pero mira, prefiero que pidas
esas cosas a Jacinta, porque yo tengo miedo de que se me olvide en cuanto vea a
nuestro Señor. Sobre todo quiero consolarle a Él».
Cierto día de madrugada, me fue a llamar su hermana Teresa: «Ven de prisa,
Francisco está muy mal y dice que quiere decirte algo». Me vestí rápidamente y
fui. Pidió que salieran del cuarto su madre y sus hermanos porque era secreto
lo que quería hablar. Ya solos me dijo: «Es que me voy a confesar y morir
después. Quería que me dijeses si me viste hacer algún pecado y que preguntases
también lo mismo a Jacinta». «Desobedeciste algunas veces a tu madre, le
respondí, cuando ella te decía que te quedases en casa y tú te escapabas
conmigo para esconderte». «Es verdad, tengo ese. Ahora vete a preguntar a
Jacinta a ver si se acuerda de más». Jacinta pensó un poco y respondió: «Dile
que antes de aparecerse nuestra Señora tomó unas monedas de nuestro padre para
comprar la armónica a José Marto de Casavieja y que, cuando los chiquillos de
Aljustrel tiraban piedras a los de Boleiros, él también tiró alguna». Al
trasmitirle este recado de su hermana respondió: «Esos ya los he confesado,
pero vuelvo a confesarlos ahora. Puede ser que por estos pecados que yo he
hecho esté tan triste nuestro Señor. Te aseguro que aunque no muriera, nunca
más los volvería a hacer. Estoy tan arrepentido. Y juntando sus manos rezó la
oración: “Jesús mío, perdónanos, líbranos del fuego del infierno, lleva todas
las almas al cielo y especialmente a aquellas que más lo necesiten”».
Los dejé y me fui a mis ocupaciones diarias de la casa y de la escuela. Cuando
volví al anochecer estaba radiante de alegría. Se había confesado y el párroco
le había prometido para el día siguiente la Sagrada Comunión. Después de
comulgar al día siguiente decía a su hermanita: «Hoy soy más feliz que tú porque
tengo en mi pecho a Jesús escondido. Yo voy al cielo, y allí le voy a decir a
nuestro Señor y a nuestra Señora que os lleve también a vosotras de prisa».
Casi todo ese día lo pasé con Francisco junto a su cama. Como ya no podía rezar
nos pidió que rezásemos por él el rosario. Y añadió: «Cómo me voy a acordar de
ti en el cielo. ¡Quién me diera que nuestra Señora también te llevase pronto
allí!» «No te acuerdas, no. Imagínate, al lado de nuestra Señora y de nuestro
Señor que son tan buenos». «Es verdad, a lo mejor ni me acuerdo». Por la noche
me despedí de él. «Adiós, Francisco, si vas al cielo esta noche no te olvides
de mí, ¿me oyes?» «No te olvido, no, quédate tranquila», y cogiéndome la mano
derecha, me la apretó con fuerza durante un buen rato, mientras me miraba con
los ojos llenos de lágrimas. «¿Quieres algo más?», le pregunté llorando
también. «No», me respondió con voz casi apagada. Como la escena estaba siendo
demasiado conmovedora, mi tía me mando salir del cuarto. «Entonces, adiós,
Francisco. Hasta el cielo. ¡Adiós, hasta el cielo!...»
Y el cielo se aproximaba. Allí voló el día siguiente viernes 4 de abril de 1919
en brazos de la Madre Celestial.
Lucía
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