Hoy la Iglesia entera conmemora el Domingo de Ramos, que
constituye la puerta de la semana santa. La entrada triunfal de Jesús en
Jerusalén marca, en cierto sentido, el fin de lo que Jerusalén representaba
para el antiguo testamento, y señala el principio de la plena realización de la
nueva Jerusalén. Desde este momento Jesucristo insistirá sobre la destrucción
de la Jerusalén terrenal, hablará de su juicio, de la que ha de ser la
Jerusalén futura. De ella nacerá la Iglesia, ciudad espiritual que se
extenderá por todo el mundo cual signo universal de la redención futura.
A lo largo de la historia de la Iglesia, la celebración de este domingo
tuvo connotaciones diferentes. Desde el Siglo V y hasta el siglo X, en Roma,
tuvo como tema central a la Pasión del Señor. En Jerusalén en cambio se
celebraba el Domingo de Ramos, recordando la entrada triunfal de Jesús, y dando
preponderancia a la procesión con la bendición de los ramos.
Actualmente ya no existen dos celebraciones
separadas. Es verdad que existen la procesión y la misa pero son dos
elementos de un todo. De hecho, ni la procesión tiene un final, ni la misa
tiene un principio, pues la procesión desemboca en la misa, y esta no tiene un
rito de entrada distintivo de la procesión. Se han integrado así dos
tradiciones: la de Jerusalén y la de Roma.
Por eso, la celebración de este domingo comienza con el
rito de la bendición de los ramos. Sigue la lectura del Evangelio que relata la
entrada de Cristo en la Ciudad Santa, y termina con la procesión o la entrada
solemne. Se ha simplificado la bendición de los ramos, y se ha dado mucho más
realce a la procesión, poniendo de manifiesto que no se trata tanto del
simbolismo de las palmas, cuanto de rendir homenaje a Cristo, Mesías - Rey,
imitando a quienes lo aclamaron como Redentor de la humanidad.
La procesión tiene como meta la celebración de la
Eucaristía, ya que en ella se reactualiza el sacrificio de Cristo. La entrada
de Cristo en Jerusalén tenía la finalidad de consumar su misterio Pascual. La
liturgia de la misa insiste en los aspectos de la Pasión y de la Pascua.
Durante la procesión de este domingo, llevamos en las manos
olivos como signo de paz y esperanza, porque en el seguimiento de Cristo,
pasando nuestra propia pasión y muerte, viviremos la resurrección definitiva de
Dios.
Después llevamos a nuestras casas los ramos bendecidos, como
signo de la bendición de Dios, de su protección y ayuda. Según nuestra
costumbre, se colocan sobre un crucifijo o junto a un cuadro religioso, y este
olivo es un sacramental., es decir, nos recuerda algo sagrado.
Pero este domingo de ramos, muchas veces está demasiado
marcado con el folklore del ramo bendito que se lleva como talismán contra toda
clase de desgracias. El olivo queda entonces mucho más emparentado con la
herradura o la cola de conejo que con el misterio de la salvación.
Por eso se da el contrasentido de que quien tiene algo más
importante que hacer, encarga a quien va a la Iglesia que le traiga un ramo
para protección de la casa. O de aquel que porque está apurado, después de la
procesión, regresa antes de que termine la misa.
Es más o menos como se uno le pidiese prestado el anillo de
casamiento a alguien que es feliz en su matrimonio, pensando que con eso
superará las dificultades que tiene en el suyo.
El ramo que hoy llevamos a nuestras casas es el signo
exterior de que hemos optado por seguir a Jesús en el camino hacia el Padre. La
presencia de los ramos en nuestros hogares es un recordatorio de que hemos
vitoreado a Jesús, nuestro Rey, y le hemos seguido hasta la cruz, de modo que
seamos consecuentes con nuestra fe y sigamos y aclamemos al Salvador durante
toda nuestra vida.
Jesús sale una mañana de Betania. Allí, desde la tarde
anterior se habían congregado muchos discípulos suyos, llegados en
peregrinación desde Galilea para celebrar la pascua. Otros eran habitantes de Jerusalén,
convencidos por el reciente milagro de la resurrección de Lázaro, que
recordamos el Domingo anterior. Acompañado de esta numerosa comitiva, a la que
se van sumando otros por el camino, Jesús toma una vez más el camino de Jericó
a Jerusalén.
Las circunstancias se presentaban propicias para un gran
recibimiento, pues era costumbre que las gentes saliesen al encuentro de los
más importantes grupos de peregrinos para entrar en la ciudad entre cantos y
manifestaciones de alegría. Jesús no presenta ninguna oposición a los
preparativos de esta entrada jubilosa. El mismo elige la cabalgadura: un
sencillo asno que manda traer de una aldea cercana.
El cortejo se organizó en seguida. Algunos extendieron su
manto sobre el animal y le ayudaron a Jesús a subir encima. Otros,
adelantándose, tendían sus mantos en el suelo para que el borrico pasase sobre
ellos. Y al acercarse a la ciudad, toda la multitud llena de alegría comenzó a
alabar a Dios por todos los milagros que habían visto: Bendito el Rey que viene
en nombre del Señor! Paz en el Cielo y gloria en las alturas!
Jesús hace su entrada en Jerusalén como Mesías en un
borrico, como había sido profetizado muchos siglos antes. Y los cantos de la
gente son claramente mesiánicos. Esta gente llana, y sobre todo los fariseos,
conocían bien estas profecías, y se manifiesta llena de júbilo. Jesús admite el
homenaje, y a los fariseos que intentan apagar aquellas manifestaciones de fe y
de alegría, el Señor les dice: Les digo que si estos callan, gritarán las piedras.
Con todo, el triunfo de Jesús es un triunfo sencillo. Se
contenta con un pobre animal por trono.
Nosotros conocemos ahora que aquella entrada triunfal fue,
para muchos, muy efímera. Los ramos verdes de marchitaron pronto. El hosanna
entusiasta se transformó, cinco días más tarde, en un grito enfurecido:
¡Crucifícale, crucifícale! Que diferentes son los ramos verdes y la cruz. Las
flores y las espinas. A quien antes le tendían por alfombra sus propios
vestidos, a los pocos días lo desnudan y se los reparten en suertes.
La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén nos pide a cada
uno de nosotros coherencia y perseverancia. Ahondar en nuestra fidelidad para
que nuestros propósitos no sean luces que brillan momentáneamente y pronto se
apagan.
Comencemos la Semana Santa con un nuevo ardor y
dispongámonos a ponernos al servicio de Jesús. Tratemos de mantenernos con
coherencia entre la fe y la vida.
Que nuestro grito de júbilo de hoy, no se convierta en el
¨crucifíquenlo¨ del Viernes.
Que nuestro ramos, que son brotes nuevos de propósitos
santos, no se marchiten en la manos y se conviertan en ramas secas...
Caminemos hacia la Pascua con Amor.
Por eso esta semana, vivamos la Semana Santa.
Vivir la semana Santa es acompañar a Jesús desde la entrada
a Jerusalén hasta la resurrección.
Vivir la semana Santa es descubrir qué pecados hay en mi
vida y buscar el perdón generoso de Dios en el Sacramento de la Reconciliación.
Vivir la Semana Santa es afirmar que Cristo está presente en
la eucaristía y recibirlo en la comunión.
Vivir la Semana Santa es aceptar decididamente que Jesús
está presente también en cada ser humano que convive y se cruza con nosotros.
Vivir la Semana Santa es proponerse seguir junto a Jesús
todos los días del año, practicando la oración, los sacramentos, la caridad.
Semana Santa, es la gran oportunidad para detenernos un
poco. Para pensar en serio. Para preguntarse en qué se está gastando nuestra
vida. Para darle un rumbo nuevo al trabajo y a la vida de cada día. Para
abrirle el corazón a Dios, que sigue esperando. Para abrirle el corazón a los
hermanos, especialmente a los más necesitados.
Semana Santa, es la gran oportunidad para morir con Cristo y
resucitar con Cristo, para morir a nuestro egoísmo y resucitar al amor.
Nexo entre las lecturas
Nos encontramos en el umbral de la semana santa. La liturgia
de hoy, con la procesión y la proclamación de la Pasión del Señor, nos introducen
en el misterio de Cristo, de su ingreso solemne a Jerusalén y nos preparan para
los eventos del triduo pascual. La procesión inicia con la proclamación del
evangelio de Marcos y se continúa avanzando por el camino entre aclamaciones
con ramos de olivo y palmas, cantos y oraciones. Celebramos así la entrada
triunfal de Jesús en Jerusalén; la entrada del “príncipe de la paz”, pero
entrada que esconde también los trágicos acontecimientos de la pasión. La
procesión nos habla de nuestro caminar por la vida, nos dice de un “avanzar”,
de un progresar” sin solución de continuidad. Nuestra vida pasa y nosotros
pasamos con ella. Hombres y mujeres “viatores”, peregrinos, viajeros, que no
tenemos aquí nuestra patria definitiva. En este caminar nos precede y nos guía
la cruz de Cristo. Ella es la que da sentido a nuestro acontecer, porque en
ella está la salvación.
La procesión de este domingo posee, ciertamente, un carácter
festivo. Festivos son los atuendos que se tienden por el camino, festivos son
los cantos de los viandantes, festivos son los niños y monaguillos que aquí y
allá agitan sus ramos, a veces ajenos al misterio que se esconde. Festivos y
solemnes son los ornamentos litúrgicos del celebrante. Festivo es, en fin, el
caminar de toda la asamblea “con cantos e himnos inspirados”. La celebración
eucarística que tiene lugar en el templo posee un tono diverso: más solemne,
más reposado, más misterioso, más contemplativo. Explica claramente cuál es el
reinado de ese Cristo que acaba de entrar a Jerusalén. Se proclama la pasión
según san Marcos. Evangelio sencillo, claro, diáfano, esencial. Nuestra
contemplación va pues a Cristo que sufre, particularmente en el huerto de los
olivos. La lectura del profeta Isaías nos introduce aún más en el misterio del
siervo de Yahveh que, humillado, sabe obedecer.
Mensaje doctrinal
a)
Perspectiva cristológica del evangelio de Marcos: el Cristo que padece es el
que ha aceptado la misión que el Padre le ha encargado y las consecuencias de
la misma.
Se han definido los evangelios como “relatos de la pasión
precedidos de una larga introducción”; si esto se aplica a los evangelistas en
general, de un modo especial se aplica a Marcos. Toda la segunda parte del
evangelio de san Marcos, desde los acontecimientos de Cesarea de Filipo, se
orientan hacia la pasión. Aquí encuentran lugar los tres anuncios de los
sufrimientos que Cristo debe padecer en Jerusalén. Así pues, en este ciclo B,
tenemos la oportunidad de contemplar el misterio de la cruz de Cristo en sus
rasgos más esenciales y profundos. El lenguaje del evangelista no tiene tonos
patéticos. Narra las cosas con sencillez. Algunos pasajes que la tradición
popular ha meditado detenidamente como la flagelación y la fijación de los
clavos, son tocados sólo de paso. Su meditación se dirige más bien a comprender
las razones secretas que condujeron a la condena de Jesús, y al misterio de que
el Hijo de Dios tuviera que aceptar aquel tormento.
“La dimensión profunda de sus dolores se manifiesta sobre
todo en el huerto de los olivos, en el que Jesús atraviesa de antemano los
abismos de la agonía con un sacudimiento psíquico, y se da a conocer una vez
más en su última palabra sobre la cruz que expresa su infinito desamparo y su
aparente lejanía de Dios”. (Schnackenburg Rudolf, El evangelio según san Marcos
Herder, Barcelona 3 ed. 1980, p.232),
El evangelio trata de comprender lo que acontece a la luz de
la profecía bíblica que se cumple en Cristo, y que Cristo mismo quiere
libremente llevar a efecto. No se trata de exponer la pasión como una narración
histórica, aunque no falta tampoco este elemento, sino más bien, se consideran
los acontecimientos desde la voluntad salvífica de Dios. Se ve la pasión como
un conflicto necesario en el que Jesús se ha metido a causa de la fidelidad a
su misión y de las exigencias de la misma. Jesús no se echa atrás. Era
consciente de que su fidelidad al Padre y a su amor a los hombres tendrían como
final la oblación total de sí mismo.
Para san Marcos el Cristo que padece es aquel que ha
aceptado el camino de sufrimiento que le ha sido asignado (14,21.41), es el
Hijo del hombre que vendrá una vez entre las nubes del cielo (14,62) y el hijo
obediente al Padre (14,36), que después de su muerte será reconocido como “Hijo
de Dios” (15,39). Pero también en el relato de la pasión Cristo es presentado
como el justo perseguido y como un mártir que sufre el tormento.
b) La dimensión profunda del dolor de Cristo que se
manifiesta en el huerto de los olivos.
De entre los diversos temas que aparecen en la pasión
quisiéramos ahora centrarnos en los sufrimientos de Jesús en Getsemaní. La
oración de Jesús en el huerto ha impresionado siempre profundamente a la
Iglesia. Esto fue también verdadero en la iglesia primitiva. Su terrible agonía
la describe ya la carta a los hebreos (5,7s), y hasta Juan, que ve la pasión
bajo el signo de la glorificación, considera indirectamente la agonía de Jesús
en el huerto con un eco particular: Ahora mi alma está turbada. Y ¿qué voy a
decir? ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto!
(Jn 12,27).
Vemos a Jesús que se retira y en oración a su Padre que
llegue el momento del prendimiento. “Es la hora de Jesús”. El Hijo del hombre
entra en absoluta soledad en la que ora al Padre. Su actitud recuerda la
oración en el desierto (1,13), y más aún, recuerda su oración en un lugar
solitario al inicio de su ministerio público (1,35). Entonces oró de madrugada
pidiendo claridad para el camino, ahora en plena noche para hacer frente al fin.
Toma a sus discípulos de más confianza. Le invade una
angustia pavorosa. Estos hombres, los más cercanos a Jesús, deben tener
conocimiento de este profundo abatimiento, así como lo tuvieron de su
glorificación en la transfiguración. Deben dar testimonio a las futuras
generaciones de la lucha, de la tristeza, de la oración de Cristo en Getsemaní.
“La angustia mortal de Jesús se expresa y reviste con la
palabra de un salmo: mi alma está triste Sal 46,6.12; Sal 43,5. Pero Jesús añade
algo más hasta la muerte. No porque quisiese morir, sino por lo intenso del
dolor.
En marcos no se dice que Jesús busque el consuelo humano. Se
afirma, en cambio, que sus discípulos deben velar. No en el sentido de asechar,
o de anunciar cualquier cosa sospechosa, o de rechazar a un enemigo, como Pedro
lo haría más adelante. No. Deben velar, es decir, deben orar y vigilar porque
el enemigo está a las puertas. El cristiano se debe preparar en la oración para
el combate espiritual. Se trata de la vigilancia interior a la hora de la
crisis.
Para Marcos Cristo ora, sufre y lucha a solas, sin la
compañía de sus discípulos, a solas con su Padre. Por eso, Jesús se retira un
poco más, alejado incluso de los apóstoles de más confianza. Se postra en el
suelo y ora. Así lo habían hecho también los grandes varones del Antiguo
Testamento Abraham (Gen 22,5) y Moisés (Ex 24,12-18).
Sugerencias pastorales
a) El camino del cristiano: un camino que reproduce el
misterio de Cristo.
Nuestra vida es un caminar continuo. Estamos inmersos en el
tiempo y vamos ascendiendo hacia la “Jerusalén del cielo”. Dentro de la
existencia humana los padecimientos de Jesús son inevitables; pero en el
seguimiento de Jesús son también superables, pues nos invitan a una profundidad
y plenitud de vida a la que el hombre íntimamente aspira. Todos aspiramos a una
vida plena, pero el paso del tiempo parece arrebatarnos esa plenitud. Abramos
los ojos y veamos que con Cristo y en Cristo, ese avanzar por la vida se
convierte en un camino de plenitud, de íntima y alegre realización.
Hay momentos en la vida en el que nos llega el cansancio
ante la lucha por el bien. Estamos por soltar las armas. Estamos a punto de
rendirnos y abandonarnos al mejor postor.
“¡No puedo más. Me abandono!” Non ce la faccio più , Je ne
peux plus. Que no nos sorprenda el dolor y las dificultades de la vida: son
camino de salvación. Que no nos desanime la vejez, la enfermedad, las
desgracias naturales, las guerras... hemos de caminar e instaurar el Reino de
Cristo, a pesar del mal que parece rodearnos. Por encima del mal y del pecado,
está el amor de Dios en Cristo Jesús. No dejemos de caminar. Quizá en esos
momentos nos conviene repetir la oración que compuso Romano Guardini para
aquellas horas que no pasan:
"Dios viviente
Nosotros creemos en Ti.
Enséñanos a comprender
la hora en la que parece
que Tú nos has abandonado,
Tú, que eres la fidelidad eterna....
Dios viviente, nosotros creemos en Ti.
Danos la fuerza para resistir
Cuando todo se hace vano a nuestro alrededor.
Padre, nosotros creemos en Ti,
Porque aquello que nosotros llamamos mundo,
Es obra de tus manos. Tú lo has modelado,
Has querido que existiese y sólo de Ti
Recibe su duración y su esplendor.
Tú guías todas las cosas.
Tú guías también nuestra pequeña vida.
La guías en el misterio de tu silencioso gobierno.
Nosotros debemos confiarnos totalmente sólo de tu amor.
Tu magnanimidad ha querido tener necesidad de nosotros,
Tú has puesto el mundo que creaste, y es tuyo,
en nuestras manos,
Tú quieres que pensemos con tus pensamientos
Y que obremos de acuerdo con tus decretos.
Cristo Jesús,
Redentor del mundo,
que volviste al Padre, cuando "todo fue cumplido".
Tú te sientas a la derecha del Padre en el trono de la
gloria,
Y esperas la hora en la que volverás con poder
Para juzgar vivos y muertos.
Nosotros creemos en Ti.
Enséñanos a ofrecer en el abandono,
la fe que esta hora espera de nosotros,
Porque que parece que tu luz ya no luce,
Y, sin embargo, ella brilla más que nunca en la obscuridad.
Tú has redimido todo en el misterio de tu amor,
Lo has redimido todo en tu obediencia,
Que es tan grande como el mandato de tu Padre.
Haz que Tu amor por nosotros no sea vano.
Espíritu Santo,
Enviado a nosotros,
Que habitas en nosotros,
a pesar de que los espacios hacen ecos vacíos,
Como si Tú estuvieras lejano.
En tus manos están todos los tiempos.
Tú ejercitas tu poder en el misterio del silencio
Y Tú llevarás a término todas las cosas.
Por ello, nosotros creemos en el mundo futuro, (en la vida
eterna)
¡Y lo esperamos!
¡Enséñanos a esperar en la esperanza!
Haznos partícipes del mundo futuro
A fin de que en nosotros
encuentre cabal cumplimiento la promesa de la gloria eterna".
b) La oración en el momento de Crisis: no dejar a Cristo
solo.
En la carta Nuovo millenio ineunte, el Papa dice: “Pasa ante
nuestra mirada la intensidad de la escena de la agonía en el huerto de los
Olivos. Jesús, abrumado por la previsión de la prueba que le espera, solo ante
Dios, lo invoca con su habitual y tierna expresión de confianza: « ¡Abbá,
Padre! ». Le pide que aleje de él, si es posible, la copa del sufrimiento (cf.
Mc 14,36). Pero el Padre parece que no quiere escuchar la voz del Hijo. Para
devolver al hombre el rostro del Padre, Jesús debió no sólo asumir el rostro
del hombre, sino cargarse incluso del « rostro » del pecado. « Quien no conoció
pecado, se hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios
en él » (2 Co 5,21).
Nunca acabaremos de conocer la profundidad de este misterio.
Es toda la aspereza de esta paradoja la que emerge en el grito de dolor,
aparentemente desesperado, que Jesús da en la cruz: « "Eloí, Eloí, lema
sabactaní?" —que quiere decir— "¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has
abandonado?" » (Mc 15,34). ¿Es posible imaginar un sufrimiento mayor, una
oscuridad más densa? En realidad, el angustioso « por qué » dirigido al Padre
con las palabras iniciales del Salmo 22, aun conservando todo el realismo de un
dolor indecible, se ilumina con el sentido de toda la oración en la que el
Salmista presenta unidos, en un conjunto conmovedor de sentimientos, el
sufrimiento y la confianza. En efecto, continúa el Salmo: « En ti esperaron
nuestros padres, esperaron y tú los liberaste... ¡No andes lejos de mí, que la
angustia está cerca, no hay para mí socorro!».
Cristo nos devuelve el rostro del Padre, ¡qué misericordia
ha tenido el Señor con nosotros! ¡Que nadie, pues, se quede sin recibir este
abrazo del Padre. En nuestras horas oscuras, cuando sintamos el cansancio de la
fe, cuando todo nos parezca obscuro y la angustia haga presa de nuestros
miembros, veamos a Jesús en Getsemaní, y digámosle con sincero corazón: ¡no te
dejo solo! ¡No, no te dejo solo en tu lucha por la salvación de las almas!
Salgamos de esa oración con el alma ardiente y dispuesta a seguir luchando por
Cristo y sus intereses. No reduzcamos nuestra misión cristiana a nuestras
pobres miradas, cuando Cristo nos pide estar con Él en lo más duro de la
batalla.
P.
Antonio Izquierdo
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