"Ventana abierta"
Mensaje para la Jornada Mundial del Enfermo 2025
«La esperanza no defrauda» (Rm 5,5)
y nos hace fuertes en la tribulación
Queridos hermanos y hermanas:
Celebramos la XXXIII Jornada Mundial
del Enfermo en el Año Jubilar 2025, en el que la Iglesia nos invita a hacernos
“peregrinos de esperanza”. En esto nos acompaña la Palabra de Dios que, por
medio de san Pablo, nos da un gran mensaje de aliento: «La esperanza no
defrauda» (Rm 5,5),
es más, nos hace fuertes en la tribulación.
Son expresiones consoladoras, pero que
pueden suscitar algunos interrogantes, especialmente en los que sufren. Por
ejemplo: ¿cómo permanecer fuertes, cuando sufrimos en carne propia enfermedades
graves, invalidantes, que quizás requieren tratamientos cuyos costos van más
allá de nuestras posibilidades? ¿Cómo hacerlo cuando, además de nuestro
sufrimiento, vemos sufrir a quienes nos quieren y que, aun estando a nuestro
lado, se sienten impotentes por no poder ayudarnos? En todas estas situaciones
sentimos la necesidad de un apoyo superior a nosotros: necesitamos la ayuda de
Dios, de su gracia, de su Providencia, de esa fuerza que es don de su Espíritu
(cf. Catecismo
de la Iglesia Católica, 1808).
Detengámonos pues un momento a
reflexionar sobre la presencia de Dios que permanece cerca de quien sufre, en
particular bajo tres aspectos que la caracterizan: el encuentro, el don y el compartir.
1. El encuentro. Jesús, cuando envió en misión a los setenta
y dos discípulos (cf. Lc 10,1-9),
los exhortó a decir a los enfermos: «El Reino de Dios está cerca de ustedes»
(v. 9). Les pidió concretamente ayudarles a comprender que también la
enfermedad, aun cuando sea dolorosa y difícil de entender, es una oportunidad
de encuentro con el Señor. En el tiempo de la enfermedad, en efecto, si por una
parte experimentamos toda nuestra fragilidad como criaturas —física,
psicológica y espiritual—, por otra parte, sentimos la cercanía y la compasión
de Dios, que en Jesús ha compartido nuestros sufrimientos. Él no nos abandona y
muchas veces nos sorprende con el don de una determinación que nunca hubiéramos
pensado tener, y que jamás hubiéramos hallado por nosotros mismos.
La enfermedad entonces se convierte en
ocasión de un encuentro que nos transforma; en el hallazgo de una roca
inquebrantable a la que podemos aferrarnos para afrontar las tempestades de la
vida; una experiencia que, incluso en el sacrificio, nos vuelve más fuertes,
porque nos hace más conscientes de que no estamos solos. Por eso se dice que el
dolor lleva siempre consigo un misterio de salvación, porque hace experimentar
el consuelo que viene de Dios de forma cercana y real, hasta «conocer la
plenitud del Evangelio con todas sus promesas y su vida» (S. Juan Pablo II, Discurso a los jóvenes, Nueva
Orleans, 12 septiembre 1987).
2. Y esto nos conduce al segundo punto
de reflexión: el don.
Ciertamente, nunca como en el sufrimiento nos damos cuenta de que toda
esperanza viene del Señor, y que por eso es, ante todo, un don que hemos de
acoger y cultivar, permaneciendo “fieles a la fidelidad de Dios”, según la
hermosa expresión de Madeleine Delbrêl (cf. La speranza è una luce nella notte, Ciudad del
Vaticano 2024, Prefacio).
Por lo demás, sólo en la resurrección
de Cristo nuestros destinos encuentran su lugar en el horizonte infinito de la
eternidad. Sólo de su Pascua nos viene la certeza de que nada, «ni la muerte ni
la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los
poderes espirituales, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá
separarnos jamás del amor de Dios» (Rm 8,38-39). Y de esta “gran esperanza” deriva
cualquier otro rayo de luz que nos permite superar las pruebas y los obstáculos
de la vida (cf. Benedicto XVI, Carta enc. Spe salvi, 27.31). No sólo eso, sino que el Resucitado
también camina con nosotros, haciéndose nuestro compañero de viaje, como con
los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,13-53).
Como ellos, también nosotros podemos compartir con Él nuestro desconcierto,
nuestras preocupaciones y nuestras desilusiones, podemos escuchar su Palabra
que nos ilumina y hace arder nuestro corazón, y nos permite reconocerlo
presente en la fracción del Pan, vislumbrando en ese estar con nosotros, aun en
los límites del presente, ese “más allá” que al acercarse nos devuelve valentía
y confianza.
3. Y llegamos así al tercer aspecto, el
del compartir.
Los lugares donde se sufre son a menudo lugares de intercambio, de
enriquecimiento mutuo. ¡Cuántas veces, junto al lecho de un enfermo, se aprende
a esperar! ¡Cuántas veces, estando cerca de quien sufre, se aprende a creer!
¡Cuántas veces, inclinándose ante el necesitado, se descubre el amor! Es decir,
nos damos cuenta de que somos “ángeles” de esperanza, mensajeros de Dios, los
unos para los otros, todos juntos: enfermos, médicos, enfermeros, familiares,
amigos, sacerdotes, religiosos y religiosas; y allí donde estemos: en la
familia, en los dispensarios, en las residencias de ancianos, en los hospitales
y en las clínicas.
Y es importante saber descubrir la
belleza y la magnitud de estos encuentros de gracia y aprender a escribirlos en
el alma para no olvidarlos; conservar en el corazón la sonrisa amable de un
agente sanitario, la mirada agradecida y confiada de un paciente, el rostro
comprensivo y atento de un médico o de un voluntario, el semblante expectante e
inquieto de un cónyuge, de un hijo, de un nieto o de un amigo entrañable. Son
todas luces que atesorar pues, aun en la oscuridad de la prueba, no sólo dan
fuerza, sino que enseñan el sabor verdadero de la vida, en el amor y la
proximidad (cf. Lc 10,25-37).
Queridos enfermos, queridos hermanos y
hermanas que asisten a los que sufren, en este Jubileo ustedes tienen más que nunca un rol especial.
Su caminar juntos, en efecto, es un signo para todos, «un himno a la dignidad
humana, un canto de esperanza» (Bula Spes non confundit, 11), cuya voz va mucho más allá de
las habitaciones y las camas de los sanatorios donde se encuentren, estimulando
y animando en la caridad “el concierto de toda la sociedad” (cf. ibíd.), en una armonía a veces
difícil de realizar, pero precisamente por eso, muy dulce y fuerte, capaz de
llevar luz y calor allí donde más se necesita.
Toda la Iglesia les está agradecida.
También yo lo estoy y rezo por ustedes encomendándolos a María, Salud de los
enfermos, por medio de las palabras con las que tantos hermanos y hermanas se
han dirigido a ella en las dificultades:
Bajo tu amparo nos acogemos, Santa
Madre de Dios;
no deseches las súplicas que te
dirigimos en nuestras necesidades,
antes bien, líbranos de todo peligro,
¡oh siempre Virgen, gloriosa y bendita!
Los bendigo, junto con sus familias y
demás seres queridos, y les pido, por favor, que no se olviden de rezar por mí.
Roma, San Juan de Letrán, 14 de enero de 2025
FRANCISCO
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