"Ventana abierta"
Dominicas Lerma
¿SABÍAS QUE...
... AL SALIR DEL CÍSTER, DIEGO Y DOMINGO SE PERDIERON?
Según narran los cronistas, Domingo y su obispo salieron
del monasterio del Císter “a toda prisa”. Llevaban ya prácticamente dos años de
viaje, y a Diego empezaba a pesarle el estar tanto tiempo fuera de su diócesis.
No querían entretenerse por el camino. Obviamente, uno no se pierde a
propósito...
Así pues, hicieron las maletas, aparejaron los caballos
y todo el grupo se puso en marcha hacia Castilla. Eso sí, el número de viajeros
había aumentado considerablemente. Como vimos el mes pasado, Diego había pedido
el hábito de la Orden Cisterciense, así que solicitó al abad que le permitiese
llevarse a unos cuantos monjes a Osma, para que le ayudasen en la reforma de la
diócesis y para poder vivir mejor el espíritu del Císter. El abad accedió a la
petición, por lo que podemos imaginar que el grupo de viajeros ya era toda una
caravana...
El camino que tomaron fue el trazado de forma natural
por los valles del Saona y del Ródano, descendiendo de nuevo hacia el
Mediterráneo. Pasaron una noche en Lyon y continuaron su viaje hasta llegar a
Montpellier. No sabían que la buena marcha de su ahora apresurado viaje...
había llegado a su fin.
Precisamente en Montpellier estaba celebrándose una
asamblea entre varios abades cistercienses. Y, a decir verdad, las cosas en la
susodicha reunión se estaban poniendo muy feas.
Resulta que el Papa había enviado a estos nobles
religiosos a predicar por aquellas tierras que, como ya hemos dicho, estaban
plagaditas de herejías de todo tipo. Los abades habían dejado sus monasterios
y, obedientes al Papa, se habían lanzado a predicar; eso sí, con un resultado
funesto. Llevaban meses de misión, y no habían logrado absolutamente nada.
Los ánimos estaban por los suelos. Unos proponían
abandonar el asunto por imposible, y regresar a sus monasterios. Otros, al más
puro estilo medieval, “monjes-guerreros”, consideraban que las palabras eran
una pérdida de tiempo, y que lo mejor era pedir al Papa que convocase una
cruzada. En una sola cosa estaban todos de acuerdo: no podían seguir así.
En la Edad Media, era muy frecuente pedir consejo a los
viajeros, a los peregrinos, a los que iban de paso. Se pensaba que, al haber
llegado “por casualidad” en el momento y lugar exactos, tal vez podía ser un
mensajero de Dios.
Y eso fue lo que pensaron los abades en cuanto supieron
de la llegada del obispo Diego. Seguramente ya habían oído hablar de él, de su
sabiduría... ¡así que les pareció realmente un regalo del Cielo!
Le expusieron toda la situación, los trabajos
realizados, los penosos resultados...
Mientras escuchaban, Diego y Domingo se miraron de
reojo, conteniendo la respiración por la emoción. Aquellos misioneros
necesitaban otra forma de enfrentar la misión... ¡y ellos llevaban años
diseñando una nueva forma de evangelizar! Claro, que lo habían imaginado para
los pueblos del norte, pero, ¿y si el Señor lo quería para las tierras
francesas? Sus sueños de misión, ¡volvían a brillar!
Los abades aguardaban en silencio una respuesta. Todos
los ojos estaban fijos en los dos castellanos. Domingo y Diego volvieron a
mirarse, sin poder creer lo que estaba sucediendo. Domingo animó al obispo con
un leve gesto de cabeza.
Diego tomó aire de nuevo, y comenzó a exponerles las
conclusiones a las que habían llegado tiempo atrás. Sus palabras quedaron
escritas, y han llegado hasta nosotros:
-Habéis venido a evangelizar a los herejes con crecido y
pomposo aparato de caballos y trajes y grandes gastos. No es así, hermanos, no
es así, os lo aseguro, como conviene portarse. Ciertamente es imposible
convertir, por la única fuerza de los discursos, a estos hombres que solo dan
importancia a los ejemplos. Viniendo a hacer ostentación de vuestras riquezas,
edificaréis poco, destruiréis mucho y no convenceréis a ninguno. Sacad un clavo
con otro clavo: rechazad la santidad fingida con la verdadera virtud.
Y entonces les propuso volver al Evangelio, predicar
como Jesús, de pueblo en pueblo, sin alforja ni dinero, sin escolta ni
caballos, mendigando el pan... ¡Sin nada! Bueno, no, llevarían libros, para
estudiar. ¿Y descalzos? Tampoco, pues ese era un elemento que los herejes,
especialmente los valdenses, habían adoptado como distintivo. Ellos eran
predicadores católicos, así que irían calzados.
El objetivo, en palabras de un autor de la época, era
claro: “No dirían como los herejes: ‘Hay que despojar a la Iglesia’, sino que,
despojándola en sus personas, la mostrarían a los pueblos con su pureza
original”.
Silencio. Toses incómodas.
Las palabras del obispo retumbaban por la estancia, y
los abades se miraban unos a otros, nerviosos. Es cierto que aquellas ideas
encajaban con el ideal evangélico, ¡con los deseos de autenticidad que les
habían llevado en su juventud al monasterio! Pero, la realidad era muy
distinta: a nadie le entraba en la cabeza. ¿Predicar así, a lo pobre? ¿Y
mendigar la comida? ¿Ellos, unos legados papales? ¡Solo eso les faltaba!
¡Ah, pero que no cunda el pánico! Aquellos hombres,
además de abades, eran grandes diplomáticos, así que encontraron al instante
una respuesta... políticamente correcta.
Ellos lo harían, sí, aseguraban, les encantaría seguir
el modelo de Cristo y los apóstoles, predicando sin nada... pero era un
proyecto tan nuevo... que no sabían muy bien cómo... Claro que lo harían... si
hubiera alguien noble, de la jerarquía, que lo hiciese antes que ellos.
Tal vez no midieron sus palabras. O tal vez no conocían
lo suficiente el temple castellano. Lo que está claro es que no sabían con
quién se estaban jugando las castañas: poco necesitaba el obispo Diego para
aceptar tal desafío.
Con toda la paz del mundo, miró a los abades y les dijo:
-Muy bien, hermanos, es muy sencillo. Simplemente haced
lo que me veáis hacer a mí.
Y al instante llamó a su comitiva y les envió a Osma,
con todo el equipaje, caballos, monjes... ¡todo! Tan solo se quedó con los
libros de estudio, y con la fiel compañía de su querido subprior, que, desde
ese momento, se llamaría solamente “fray Domingo” (es decir, “hermano
Domingo”).
Imaginad la cara de los abades al ver al señor obispo
despojándose de todo y dispuesto a compartir la misión con ellos. ¡El hombre no
había parado ni un segundo a pensárselo!
Seguramente a muchos les movió el ardor evangélico de
querer seguir a Cristo de forma radical; no descartamos que a otros les
empujase un poquito el orgullo (“Si este puede hacerlo, ¡cobarde el
último!”)... pero el hecho es que todos los abades renunciaron a su séquito y
decidieron probar esa nueva forma de predicar.
La apresurada vuelta a Castilla quedaba temporalmente
aplazada... para experimentar a lo vivo lo que serían, años más tarde, los
fundamentos de la Orden de Predicadores.
PARA ORAR
-¿Sabías que... el Señor quiere utilizar todo lo que
sucede en tu vida para el bien?
En este momento de la historia, Diego y Domingo llevaban
2 años cabalgando fuera de Castilla. Y, si analizamos su recorrido, descubrimos
asombrados que el Señor fue guiándoles, como tomándoles de la mano, de forma
que había llevado a los viajeros del sur al norte, y, después, del este al
oeste, recorriendo toda Europa. Hasta ahora podríamos pensar que eran 2 años
perdidos, en que habían soñado proyectos que quedaron reducidos a humo...
Sin embargo, Cristo les había estado formando: les hizo
descubrir de primera mano la realidad del mundo y de la Iglesia. Habían hablado
con reyes, obispos, con herejes y campesinos, con el Papa y con soldados...
Y, además de todo eso, les había dado tiempo, mucho
tiempo, para pensar y orar.
Por eso tenían las ideas tan claras cuando llegó la
ocasión. Sin ellos saberlo, Cristo llevaba 2 años preparándoles para este
momento.
Después de la multiplicación de los panes y los peces,
Jesús da una orden muy precisa a sus discípulos. Les pide que recojan las
sobras... “para que nada se desperdicie” (Jn 6, 12). ¡Y eso mismo dice en tu
vida!
Cada acontecimiento, aunque ahora mismo no parezca tener
sentido, en manos del Señor florecerá cuando menos lo esperes. Quizá lo que
vives hoy te sirva para comprender la situación que pase tu hermano dentro de
un tiempo, y así podrás darle una palabra de aliento. Tal vez esa circunstancia
de ayer te ha hecho aprender lecciones que serán claves mañana...
No podemos abarcar todo el sentido de lo que nos ocurre,
pero Cristo sí. Nuestra parte es preguntarnos: “Señor, ¿qué quieres que aprenda
con esto?”. Trata de dejarte enseñar por el Maestro, ¡y confía! Quien va de la
mano de Cristo, aunque no entienda todo, sabe que Él no improvisa: ¡siempre
tiene un plan!
VIVE DE CRISTO
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