"Ventana abierta"
LAS CANICAS ROJAS
“No seremos recordados por nuestras palabras, sino por nuestras acciones”
Durante los duros años de la depresión, en un pequeño pueblo de Idaho (EE.UU,), yo solía parar en el almacén del señor Miller para comprar productos frescos de granja. En aquella época la comida y el dinero faltaban. Un día me fijé en un niño pequeño, de aspecto delicado, con ropa raída pero limpia, que miraba el cajón de los guisantes frescos. Me atrajo su aspecto y no pude evitar escuchar la conversación entre el señor Miller y el niño:
- Hola, Barry, ¿cómo estás?
- Hola, señor Miller: Estoy bien, gracias. Miraba los guisantes. Tienen buen aspecto.
- Sí, son muy buenos. ¿Te gustaría llevar algunos a casa?
- No, señor, no tengo con qué pagarlos.
- Bueno, ¿qué tienes para cambiar por ellos?
- Lo único es esto: mi canica más valiosa.
- ¿De veras? ¿Me la dejas ver? Mmm… el único problema es que esta es azul y a mí me gustan las rojas. ¿Tienes alguna como esta, pero roja? Mira hagamos un cosa: llévate esta bolsa de guisantes y la próxima vez que vengas enséñame la canica roja que tienes.
- ¡Claro que sí! Gracias, señor Miller.
La señora Miller se me acercó y, con una sonrisa, me explicó: “Hay dos niños más como él en nuestra comunidad, todos muy pobres. A Jim le encanta hacer trueques con ellos por guisantes, manzanas, tomates… Cuando vuelven con las canicas rojas, y siempre lo hacen, él decide que en realidad no le gusta tanto el rojo, y los manda a casa con otra bolsa de mercadería y la promesa de traer una canica distinta.
Un tiempo después me mudé a Colorado, pero nunca me olvidé de este hombre, los niños y los trueques entre ellos. Pasaron varios años, volví a visitar a unos amigos en este pueblo y me enteré de que el señor Miller acababa de morir. Esta noche era su velatorio y decidí acercarme. Observé que, entre la gente, había tres hombres jóvenes. Uno llevaba un uniforme militar; los otros dos, trajes elegantes. Se acercaron a la señora Miller, la abrazaron, la besaron, conversaron brevemente con ella y luego se acercaron al ataúd.
Yo también me acerqué a la señora Miller, le recordé quién era y lo que me había contado años atrás sobre las canicas. Ella me dijo: “Esos tres jóvenes son los tres chicos de los que te hablé. Me acaban de decir cuánto agradecían los trueques de Jim. Ahora que él ya no podía cambiarle las canicas, vinieron a pagar su deuda. Nunca hemos tenido riqueza, pero ahora Jim se consideraría el hombre más rico del mundo”.
Levantó los dedos sin vida de su esposo: debajo había tres canicas rojas muy brillantes. Y es que no seremos recordados por nuestras palabras, sino por nuestras acciones.
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