"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL
LUNES DE LA VIGÉSIMA SEMANA DEL T.O. (1)
“Vende lo que tienes, da el dinero a los pobres
–así tendrás un tesoro en el cielo– y luego vente conmigo”.
La liturgia de hoy nos presenta el pasaje del
joven rico (Mt 19,16-22). En la misma pregunta del joven encontramos el
problema que presenta la situación: “Maestro, ¿qué tengo que hacer de bueno
para obtener la vida eterna?” En primer lugar, acepta que el fin del hombre es
la “vida eterna”. En segundo lugar, está consciente que para llegar a esa vida
eterna hay un solo camino, el camino del bien (“¿qué tengo que hacer de
bueno…?”).
En su forma de pensar, típica de la persona
adinerada, el joven piensa en términos de “comprar”, “adquirir”, “obtener”. Por
eso utiliza este último verbo con relación a la vida eterna al formular su
pregunta. Jesús, que ve en lo más profundo de nuestros corazones, le riposta:
“¿Por qué me preguntas qué es bueno? Uno solo es Bueno. Mira, si quieres entrar
en la vida, guarda los mandamientos”. Le dice que “uno solo es Bueno”,
refiriéndose a Dios. Por eso le dice que tiene que cumplir los mandamientos,
que vienen de Él.
El joven insiste diciéndole que él ya cumple
con los mandamientos (resulta curioso que Jesús solo menciona los mandamientos
que se refieren al prójimo, añadiendo el mandamiento del amor, que no forma
parte del decálogo). Para el joven rico, por su posición cómoda, resulta fácil
dar limosna a los pobres, pagar el diezmo al templo, “portarse bien”. Pero él
quiere asegurarse que pueda “obtener” la vida eterna. Es alguien acostumbrado a
adquirir las cosas sin importar el precio. Por eso no estaba preparado para la
contestación de Jesús: “vende lo que tienes, da el dinero a los pobres –así
tendrás un tesoro en el cielo– y luego vente conmigo”. La Escritura nos dice
que “al oír esto, el joven se fue triste, porque era rico”.
Si analizamos el pasaje, lo que Jesús hace es
ponerlo a prueba. La realidad es que la riqueza no es impedimento para la
salvación y la vida eterna; lo que sí es impedimento para seguir a Jesús es el
apego a esa riqueza, al punto de nublar nuestro entendimiento cuando hay que
decidir entre el seguimiento de Jesús y la protección de los bienes materiales.
Esos bienes, esas posesiones, nos impiden entregar nuestro corazón totalmente a
Dios. Por eso el joven se puso triste, porque su corazón, aunque bueno, estaba
atrapado entre dos lealtades: Dios y el “ídolo” del dinero.
Durante las pasadas semanas Jesús nos ha estado
hablando de la sencillez, la mansedumbre, la humildad como meta de los que
queremos alcanzar la vida eterna. “Bienaventurados los pobres, porque de ellos
es el Reino de Dios” (Mt 5,3). El “pobre” para Jesús no es el que no tiene
bienes, sino más bien aquél que no tiene su corazón puesto en las cosas. Se
puede ser relativamente pobre y estar demasiado apegado a las pocas cosas
materiales que se tiene; entonces se es como el “joven rico”. Del mismo modo,
se puede tener una gran fortuna y vivir para agradar a Dios y ayudar a otros.
Esa es la verdadera “pobreza evangélica” que caracteriza al discípulo de Jesús.
Al comienzo de esta semana, pidamos al Padre
que nos conceda el don de la pobreza evangélica que le es agradable, para que
podamos ser dignos ciudadanos del Reino.
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