"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA VIGÉSIMA SEMANA DEL T.O. (1)
“Tengo preparado el banquete”…
El evangelio que leemos en la liturgia para hoy
(Mt 22,1-14) nos presenta la parábola del banquete de bodas. En esta parábola
Jesús compara el Reino de los cielos con un banquete de bodas, y al anuncio de
la Buena Nueva del Reino con la invitación al banquete. Ya se acerca su hora,
Jesús sabe que su tiempo se acaba y está “pasando balance” de su gestión.
Jesús está consciente que los suyos (los
judíos) no “aceptaron su invitación” (“Vino a los suyos, y los suyos no lo
recibieron”. – Jn 1,11), no le hicieron caso. Cada cual siguió ocupándose de
“lo suyo”. Para estos, sus asuntos eran más importantes que la invitación.
Inclusive llegaron al extremo de agredir físicamente a los portadores de la
invitación. ¡Cuántas veces tenemos que sufrir esos desplantes los que nos
convertimos en portadores de la Buena Nueva!
Ante el desplante de sus invitados, el rey pide
a sus criados que inviten a todos los que encuentren por el camino: “Id ahora a
los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda”.
Y los criados, salieron a los caminos e invitaron a todos los que encontraron,
“malos y buenos”.
Resulta claro que el Reino es para todos, malos
y buenos; tan solo hay que aceptar la invitación y “ponerse el traje de
fiesta”. Todos hemos sido invitados al banquete de bodas del Reino. Pero como
hemos dicho en días anteriores, esa invitación tiene unas condiciones, una
“letra chica”. Tenemos que dejar atrás nuestra vestimenta vieja para vestir del
traje de gala que amerita el banquete de bodas.
Hay un versículo de esta lectura que resulta un
poco desconcertante. Me refiero al tratamiento severo que el rey la da al que
no vino ataviado con el vestido de fiesta: “Atadlo de pies y manos y arrojadlo
fuera, a las tinieblas” (v. 13). Se han escrito “ríos de tinta” sobre el
posible significado de este verso, pero los exégetas no se ponen de acuerdo
sobre qué estaba pensando Jesús cuando dijo esa frase (incluyendo el tenebroso
“llanto y rechinar de dientes” que le sigue). Tal vez la respuesta esté en la
oración que antecede a la condenación: “El otro no abrió la boca”. Otras
versiones dicen “El hombre se quedó callado”. En otras palabras, se le dio la
oportunidad y la ignoró. Se le invitó, vino a la boda, se le dijo que no estaba
vestido apropiadamente, y en lugar de corregir la situación, optó por quedarse
callado. Es decir, compró su propia condenación. Me recuerda el pasaje de la
Primera Carta a los Corintios, en el que Pablo nos narra la Cena del Señor,
refiriéndose a los que se acercan a la Eucaristía sin la debida preparación:
“El que come y bebe indignamente, come y bebe su propia condenación” (11,29).
No hay duda que el Señor nos invita a todos a
su Reino, santos y pecadores. Pero para ser acreedores de sentarnos al “mesa
del banquete”, lo menos que podemos hacer es lavar nuestra túnica. Así
llegaremos a formar parte de aquella multitud, “imposible de contar” de toda
nación, raza, pueblo y lengua, que harán su entrada en el salón del trono del
Cordero, “vestidos con sus vestiduras blancas” (Cfr. Ap 7,9).
Hemos recibido la invitación. Tenemos dos opciones: la aceptamos o la rechazamos. Si la aceptamos, lo menos que podemos hacer es ir vestidos apropiadamente. Anda, ¡ve a reconciliarte!
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