"Ventana abierta"
Biografía
de San Damián de Molokai
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Su fiesta se celebra el 15 de
Abril
Se llamaba Jozef Van
Veuster, pero todos le conocemos como el Padre Damián de Molokai. Nació el 3 de
enero de 1840, en Tremeloo, Bélgica. Lo han llamado "el leproso
voluntario", porque con tal de poder atender a los leprosos que estaban en
total abandono, aceptó volverse leproso como ellos.
De pequeño en la escuela ya gozaba haciendo como obras
manuales, casitas como la de los misioneros en las selvas. Tenía ese deseo
interior de ir un día a lejanas tierras a misionar.
De joven fue arrollado por un carro, y se levantó sin ninguna
herida. El médico que lo revisó exclamó: "Este muchacho tiene energías
para emprender trabajos muy grandes".
Un día, siendo apenas de ocho años dispuso irse con su
hermanita a vivir como ermitaños en un bosque solitario, a dedicarse a la
oración. El susto de la familia fue grande cuando notó su desaparición.
Afortunadamente unos campesinos los encontraron por allá y los devolvieron a
casa. La mamá se preguntaba: ¿qué será lo que a este niño le espera en el
futuro?
A los 17 años José estudió Comercio y Francés en Braine le
Compte para ayudar a su padre en el negocio del grano. Cada atardecer visitaba
el sagrario de alguna iglesia. Entró un día en su parroquia cuando predicaba un
misionero redentorista: «Los goces de este mundo pasan pronto... Lo que se
sufre por Dios permanece para siempre... El alma que se eleva a Dios arrastra
en pos de sí a otras almas... Morir por Dios es vivir verdaderamente y hacer
vivir a los demás». No dejó para mañana su sí.
A su padre la noticia le derrumbó sus planes. Pero vino a
decir si Dios cuenta contigo... El primero. Y el día 3 de enero de 1859 él
mismo acompañó a su hijo al Convento de los Sagrados Corazones de Lovaina. A
los 19 años tenía una vocación decidida y estaba bien dotado: inteligente,
dinámico, afable, robusto y hasta guapo, el joven causó buena impresión. Pero,
¿sacerdote? Demasiado mayor para aprender Latín y Humanidades. Será un buen
hermano coadjutor. José acepta tranquilo y confía en Dios. El 2 de febrero de
1859 viste el hábito con el nombre de Damián. A todos admira su actividad: tan
pronto arregla un tejado como cura la vaca del vecino, como... ¡estudia latín!
A marchas forzadas. Su hermano ha obtenido permiso para enseñarle en horas
extras y pronto se le verá en la fila de los aspirantes al sacerdocio.
Todas las noches iba a postrarse ante un cuadro de San
Francisco Javier. Un día, lo sorprendió el padre Maestro: ¿Qué hace aquí a
estas horas? Le pido que me obtenga la gracia de ser misionero. Su «impaciente»
gemelo navarro, actuó rápido. En Teología estaba cuando llegó a Europa el
Vicario apostólico de Hawai, con el fin de reclutar sacerdotes. Uno de los
elegidos fue el padre Pánfilo, el cual, en vísperas de la partida, enfermó de
tifus asistiendo a los apestados de Lovaina. El padre Damián pidió y obtuvo
sustituirle. Acto seguido el padre Pánfilo sanó, favor que el padre Damián fue
a agradecer al Santuario de Monteagudo. Allí, al amanecer, ante la tierna
mirada de María, anegados los ojos en lágrimas, dio un último y apretado abrazo
a sus padres.
Se cuenta que en los 140 días de navegación arreciaron tormentas. Los pasajeros, hechos unas “sopas”, pero el padre Damián no tuvo tiempo de marearse, ocupado con sus prácticas de enfermero.
Su primera conquista.
En 1863 zarpó hacia su lejana misión, en el viaje se hizo
sumamente amigo del capitán del barco, el cual le dijo: "yo nunca me
confieso. soy mal católico, pero le digo que con usted sí me confesaría".
Damián le respondió: "Todavía no soy sacerdote pero espero un día, cuando
ya sea sacerdote, tener el gusto de absolverle todos sus pecados". Años
más tarde esto se cumplió extraordinariamente.
El día 19 de marzo de 1865, pisaban tierra de Hawai. Dos
meses después, José Damián era ordenado sacerdote y cantaba su primera Misa en
la catedral de Honolulu. A continuación, fue enviado a una pequeña isla de
Hawai. Las Primeras noches las pasó debajo de una palmera, porque no tenía casa
para vivir. Casi todos los habitantes de la isla eran protestantes. Con la
ayuda de unos pocos campesinos católicos construyó una capilla con techo de
paja; y allí empezó a celebrar Misa y a catequizar. Luego se dedicó con tanto
cariño a todas las gentes, que los protestantes se fueron pasando casi todos al
catolicismo.
Fue visitando uno a uno todos los ranchos de la isla y
acabando con muchas creencias supersticiosas de esas pobres gentes y
reemplazándolas por las verdaderas creencias. Llevaba medicinas y lograba la
curación de numerosos enfermos. Pero había por allí unos que eran incurables:
eran los leprosos.
Primer destino: Puna, territorio vastísimo de la isla de
Molokai. Después Kohala, región casi tan grande como Bélgica entera, montañosa
y sin vías de comunicación. A pie, a caballo, en barca canaca ligero tronco
ahuecado, a nado, escalando... recorría horas y horas de intrincados camino por
montes, breñas, torrenteras y selva, de caserío en caserío, bajo aquel cielo
tropical. No faltó algún que otro naufragio serio, en aquel mar «casi siempre
alborotado». Nueve años de aventuras que podrían llenar espléndidos tomos.
Algunas tardes eran más tranquilas. Se sentaba a la puerta de
una cabaña y los canacas, apiñados a su alrededor, le escuchaban encandilados.
Refiere el padre Carmelo Arbiol que «el padre les hablaba con tanta unción, con
tanto afecto de nuestro Señor, de la bondad de Dios y de la fealdad y malicia
del pecado, que aquella gente ruda se sentía conmovida. De todas partes
acudían... Hasta los mismos leprosos salían de sus escondites y, arrastrándose,
iban a participar de aquella amena e instructiva distracción». Éste fue el
primer contacto que el padre Damián tuvo con ellos.
Las capillas de paja pronto quedaron pequeñas y además
volaban cuando se producían vendavales. ¡Manos a la obra! Las de los canacas,
entusiasmados, y las del padre Damián, entusiasmado y entusiasmador, actuando
de maestro y peón. Dicen y nos lo creemos que se reservaba para sí la peor
parte. Después de una capilla, otra y otra... Las inauguraciones fueron
sonadas. A continuación vinieron las escuelas. Sin edificios ni maestros
católicos, los neófitos tenían que acudir a las de los protestantes. No tardó
en conseguir la financiación de ¡cuatro escuelas católicas!
Un testimonio de su propio tintero se refiere a una fiesta
con motivo de la visita del prelado: «Se organizó una piadosa procesión con el
Santísimo... solemne y conmovedora. Antes tuvimos el consuelo de lograr la
conversión general y sincera de nuestros antiguos cristianos. Durante dos meses
permanecí casi constantemente en el confesionario, oyendo confesiones...
El esplendor de nuestras ceremonias impresionó profundamente tanto a los
herejes como a los idólatras... Muchos a raíz de las fiestas se hicieron
inscribir en el catálogo de los catecúmenos».
El monstruo
Los habitantes de Hawai vivían apacibles disfrutando de la
fecundidad y belleza de la naturaleza, hasta que apareció alrededor de 1850 el
terrible monstruo: la lepra. Alarmado el Gobierno por su rápida difusión,
favorecida por el clima, decidió confinar a los leprosos. El lugar elegido fue
una lengua de tierra de la isla de Molokai, adentrada en el mar unos cinco
kilómetros y separada del resto de la isla por una muralla de escarpados
montes. Allí desembarcaban las redadas de leprosos, paganos, protestantes y
católicos. Cristo doblemente destrozado. Abandonados, sin asistencia sanitaria
ni espiritual, intentaban ahogar su desesperación en bacanales y desórdenes.
Cundieron los rumores por la capital de que aquello era un «verdadero
infierno». El obispo, monseñor Louis Maigret, de los Sagrados Corazones,
realizó allí una visita pastoral. Quedó horrorizado. Buscó una ocasión propicia
para reunir a sus misioneros y les expuso la situación. El padre Damián se
adelantó: “Pido ser enviado”, dijo. Tenía 33 años y era consciente del riesgo
que entrañaba su decisión.
Seis días después, el 10 de mayo de 1873, llegaba el padre
Damián, acompañado de su obispo, a Kalawao. En la playa esperaba una multitud
de rostros desfigurados. Muchos sin orejas, sin nariz, sin ojos... En cuanto el
padre Damián puso pie en tierra se oyeron fuertes gritos: ¡Aloha, Makúa
Karninao! Eran los antiguos feligreses de Kohala. Al atardecer el prelado
Monseñor Maigret, regresó a la canoa que le llevó hasta el Kilouea. Pronto fue
un punto lejano y se perdió en el horizonte. El padre Damián se quedó solo con
Dios y sus leprosos. Llegada la noche, se arrodilló, rezó el rosario y se
acomodó bajo las ramas de un corpulento pándano. Estaba hecho a dormir en la
intemperie.
Signo de contradicción
En Honolulu, la noticia de que el padre Damián se había
ofrecido a «vivir y morir con los leprosos» corría de boca en boca. A unos les
rindió la admiración, a otros se les achicaron los ojos. De los primeros fueron
los periódicos protestantes Advertíser y Muhou, que aplaudieron al héroe
católico. Esto molestó a algunos pastores calvinistas que tacharon la empresa
de «temeraria. Imprudente, provocación y reto» y consiguieron indisponer a la
Comisión de Higiene contra el padre Damián y la prohibición drástica, bajo pena
de arresto, de salir de la isla.
El padre Modesto Favens, provincial de la misión, que quería
entrañablemente al padre Damián, quiso visitarle. Llegado a su destino, no le
fue permitido acercarse a la isla. Avisado el padre Damián por un piragüero, se
lanzó a los remos y en pocos minutos llegaba al Kilouea e intentaba subir al
puente. ¡Largo de aquí rugió el capitán . Tengo órdenes terminantes. Entonces
tuvo lugar esta escena conmovedora: A la vista de todos, el padre Damián se
arrodilló y desde la barquichuela, vapuleada por el borrascoso mar, se confesó
en alta voz y recibió la absolución.
«Mi madre no me
reconocería por hijo suyo»
Un cambio de gobierno, sin mayoría calvinista, libró al padre
Damián de la encarnizada persecución que estaba sufriendo. El padre provincial
le responsabilizó entonces de toda la isla de Molokai, lo que significaba
necesariamente tramontar los acantilados. Mejoró también la situación de los
leprosos. Fue nombrado un delegado lazareto, el cual dio todas las facilidades
al padre Damián e incluso le brindó el cargo de superintendente con un sueldo
de diez mil dólares anuales. Su respuesta fue tajante: «Aunque me ofrecieran
todos los tesoros de la tierra no permanecería ni cinco minutos en la isla de
Molokai. Lo que a mí me retiene aquí es tan sólo Dios y la salvación de las
almas. Si aceptase por mi trabajo el más insignificante salario, mi madre no me
reconocería como hijo suyo».
En los asentamientos de Kalaupapa, vivían unos 600 leprosos.
El padre Damián comenzó por levantar una iglesia y constituir una parroquia,
dedicada a santa Filomena. Como dijo Juan Pablo II en la homilía de la
beatificación, creía realmente «en la divinidad de Jesucristo» y vivía su fe,
no de boca sino con obras, como insta san Pablo. «Rendido de amor a Jesús»,
derrochó amor y actividad apostólica, y consiguió regenerar la maltrecha
convivencia social en la «colonia de la muerte».
Nos podriamos preguntar con el padre Raymond: «¿Creemos cuanto declaramos creer?». El mundo cambiaría si todos los católicos nos decidiéramos a vivir realmente la fe que proclamamos.
Con el máximo amor
En una tenebrosa noche de 1874, un terrible huracán azotó la
isla de Molokai. Entre los aullidos del viento se oían los gritos lastimeros de
los leprosos. El padre Damián, a tientas, agarrándose donde podía, metiéndose
en hoyos y charcos que le cubrían, acudía a socorrerlos y auxiliarlos. El día
iluminó el poblado totalmente devastado. Los leprosos buscaban entre los
escombros algún resto aprovechable. Ni una barraca en pie. El padre Damián
obtuvo materiales y... otra vez maestro y peón, supliendo ahora muchos brazos y
piernas mutilados. Blancos, alegres y en perfecta alineación, pronto relucieron
al sol las nuevas casitas. Después vino la instalación de agua corriente. Como
una madre se preocupaba de que en invierno no faltase ropa de abrigo. Si los
alimentos no llegaban a tiempo: confiaba unas vez más en la Divina Providencia.
Médico y enfermero, distribuía las medicinas que él mismo
había preparado, limpiaba los miembros carcomidos, los vendaba y amputaba si
era necesario. «Como si manipulara rosas», según un testigo. Su sonrisa animosa
y franca disfrazaba la respiración contenida y las náuseas. Si la visita
coincidía con las comidas, era inevitable la invitación. Se sentaba entonces en
el suelo y comía tranquilamente léase: con vencimiento heroico el poi en la
calabaza familiar. Todos metían allí los dedos, «hinchados, abiertos y llenos
de pus y sangre como los describe su sucesor. Después, la ineludible chupada en
la «pipa de la amistad», en boquilla única. Hoy se sabe que el bacilo de Hansen
no se contagia por contacto, sino por la saliva y mucosidades.
Cuando morían, los acompañaba hasta el último momento. Se
cuenta que enterró de su propia mano a 1.500, además de fabricar los ataúdes y
cavar las fosas. Y aún después de muertos: «Por la noche, me paseo entre sus
tumbas rezando el rosario y meditando en la eterna felicidad que muchos de
ellos están ya disfrutando».
«No hay dolor que merezca ser amado en sí”, dice san Agustín.
Y «no es posible que haya alguien verdadera y sinceramente misericordioso que
desee haya miserables para tener de quien compadecerse» (Confesiones, L 3,
2,3). Así lo entendía el padre Damián, que luchó con todas sus fuerzas para
aniquilar el monstruo. Cinco años estuvo estudiando un tratamiento contra la
lepra, con notables resultados.
No es todo. Falta el capítulo de las diversiones: carreras de
caballos, en las que participaba, un orfeón de primera que cantaba en la
iglesia, una banda de música, una especie de rondalla que hacía el pasacalle
los domingos y enganchaba bulliciosamente a todos los leprosos... Se acabaron
las antiguas bacanales.
Para el culto, nada escatimaba: flores, luces, ornamentos,
que le proporcionaban sus hermanas de los Sagrados Corazones, de Honolulu. Las
Misas, solemnísimas. Un visitante se emocionó hasta las lágrimas cuando «en el
momento de comulgar vi levantarse a toda aquella muchedumbre la cual,
dirigiéndose con toda lentitud al altar, se iba arrodillando en la sagrada
mesa». Emocionaba mucho ver a los monaguillos, vestidos de martirial
blanquirrojo, en contraste con sus caritas deformes y a la vez risueñas. De
campanillas eran también las procesiones eucarísticas. Otro testimonio: «Toda
la leprosería se hallaba allí reunida. Los mismos protestantes formaban en las
filas, o bien se descubrían con respeto al paso de la Custodia... En un momento
dado, todos aquellos leprosos entonaron el Lauda Sion».
Instituyó la Adoración Perpetua Reparadora. ¡Qué sonrisas las
de Jesús, siempre acompañado de sus amigos los leprosos! Ninguno faltaba a la
cita: «Los que no pueden ir a la capilla, hacen la adoración en el lecho del
dolor».
Junto con su actividad inagotable, oraba, pedía oraciones,
catequizaba sin perder tiempo. Y aún no sabemos qué disciplinas añadiría, pero
sí que dijo: «No es posible lograr conversiones si no es haciendo penitencia.
Nosotros debemos merecer por los pecadores la gracia de la conversión y tomar
sobre nuestras espaldas una parte de la penitencia que ellos no están en
condiciones de hacer».
«Mucho amor se pierde en el mundo fuera de la verdad», decía
Maritain. El padre Damián ofreció la verdad con el máximo amor: se dio en
sacrificio total.
¿Su secreto?
No es tal, porque el padre Damián lo dijo, lo repitió y lo
volvió a repetir: «Si yo no encontrase a Jesús en la Eucaristía, mi vida sería
insoportable» (1881). «Al pie del Sagrario es donde encuentro alivio en mis
pesares y consuelo en mis penas interiores». «A no ser por la presencia
permanente de nuestro Divino Maestro en mi humilde capillita, no me hubiera
sido posible perseverar».
Sólo sacerdote
católico
La noticia de la heroicidad del padre Damián la difundieron
los grandes diarios de Europa y de América, y le llovieron apoyos y ayudas de
todo el mundo. De católicos y, lo que es más admirable, de protestantes de
Inglaterra, Suecia, Alemania. La Regente del Archipiélago quiso ver con sus
propios ojos lo que era ""la comidilla"" de la corte. Se
conmovió. Pocos días después, enviaba al padre Damián el diploma y
condecoración de Comendador de la Orden Real de Kalalaúa. La aceptó y agradeció
«como prueba de la unión y buenas relaciones que existen entre la familia real
y la Iglesia católica». Y así firmaba: «P Damián de Veuster, sacerdote católico
romano».
Médico, constructor, carpintero, herrero, agricultor,
jardinero, músico.... pero siempre y sobre todo sacerdote de Cristo.
Leproso por cinco años
Sucedió lo que era de esperar. 1879: unos dolorcillos y
manchas sospechosas, atajados con el sublimado corrosivo. 1881 84: reaparecen y
progresan. Una tarde, de vuelta de una larga correría apostólica por mar y
montaña, se siente extenuado. Pide ayuda: un baño caliente para sus pies.
Cuidado, que el agua está muy caliente, le advierte la leprosa que se la
proporciona. Él, con precaución, toca el agua con la punta del pie y la
encuentra normal. Sumerge los pies y no nota nada, pero al punto se le llenan
de ampollas, completamente escaldados. La insensibilidad es un indicio claro de
lepra. El padre Damián escribe a su obispo: «Pronto estaré completamente
desfigurado. No tengo ninguna duda sobre la naturaleza de mi enfermedad. Estoy
sereno y feliz en medio de mi gente». Y en medio de su gente continuará
trabajando hasta que le quede un hilo de energía. Un año antes de su muerte
reconstruía la iglesia de Santa Filomena, derribado el campanario (1888) por un
huracán. El padre Corneille se admiró de verle encaramado en la techumbre, en
plena actividad.
Grandes fueron los dolores en su cuerpo, atroces los que
angustiaron su alma en los últimos días de su vida. Soportó incomprensiones,
críticas, las más crueles calumnias de propios y extraños. El 2 de febrero de
1889 escribe al señor Clifford: «Lentamente, pero sin tregua ni descanso, voy
subiendo la cuesta con mi cruz. Muy en breve espero verme ya en la cima del
Calvario». Y, entre sus notas, se halló esta frase de san Juan de la Cruz:
«¡Señor, sufrir aún más por vuestro amor y ser aún más despreciado!».
No le faltó, eso sí, en los últimos tiempos, el consuelo
deseado: un compañero con quien poder confesarse. Sucesivamente lo fueron el
sacerdote belga Conrardy, el padre Alberto Montiton, el padre Wendelin
Moellers, sucesor suyo, a quien se debe el testimonio de sus últimos momentos.
También le ayudó el hermano José Dutton, oficial del ejército
norteamericano, protestante convertido al catolicismo, quien, agradecido, quiso
quemar su vida en Molokai, junto al padre Damián, cuyas proezas había leído en
la prensa de su país.
Y, por fin, en noviembre de 1888, llegaron tres religiosas
franciscanas de Siracusa, Estados Unidos, para encargarse del hospital para
niñas leprosas, una construcción más del padre Damián. Al frente de ellas, la
madre Mariana Cope, beatificada por Benedicto XVI el 14 de mayo de 2005. Al
enterarse el padre Damián de su llegada exclamó: «Ahora ya puedo morir
tranquilo. Mi tiempo ha pasado, pero mi obra vivirá una vida más próspera que
nunca».
Sorpresa final.
Poco antes de que el gran sacerdote muriera, llegó a Molokai
un barco. Era el del capitán que lo había traído años antes, cuando llegó de
misionero. En aquél viaje le había dicho que con el único sacerdote con el cual
se confesaría sería con él. Y ahora, el capitán venía expresamente a confesarse
con el Padre Damián. Desde entonces la vida de este hombre de mar cambió y
mejoró notablemente. También un hombre que había escrito calumniando al santo
sacerdote llegó a pedirle perdón y se convirtió al catolicismo.
Hacia el Cielo
El 15 de abril de 1889, entraba en la eternidad. Al recibir
la unción sagrada había exclamado: «¡Cuán dulce se me hace morir cuando pienso
que muero hijo de los Sagrados Corazones!». Tenía 49 años, y 16 habían pasado
desde que se presentara a los leprosos de Molokai: «Permaneceré con vosotros hasta
la muerte. Mi vida será vuestra vida, mi pan será vuestro pan. Y si el buen
Dios lo quiere, quizá vuestra enfermedad será un día la mía». Dejaba aquel
«reino fétido de cadáveres vivientes» convertido en granja de recreo y jardín
perfumado con su santidad, que Dios quiso patentizar con un milagro inmediato:
al punto de morir desaparecieron las señales de la lepra y se secaron las
llagas de sus manos.
El padre Damián es el patrón espiritual de los leprosos, de
los enfermos de SIDA, de los marginados y del Estado de Hawai. El 1 de
diciembre de 2005, el Padre Damián fue elegido "el belga más grande de
todos los tiempos" por la televisión flamenca (VRT). Juan Pablo II le
beatificó el 4 de junio de 1995. Benedicto XVI lo canonizó el 11 de octubre de
2009 en Roma. Su fiesta se celebra el 15 de abril.
Que San Damián de Molokai nos ayude a comprender, como él,
que «el alma que se eleva a Dios arrastra en pos de sí a las otras almas que la
rodean». Y que la muerte es un dulce despertar cuando se ha vivido en los Corazones
de Jesús y de María.
La Madre Teresa de Calcuta, premio Nóbel de la Paz, presentó
al Papa Juan Pablo II más de un millón de firmas de leprosos, pidiéndole la
beatificación del Padre Damián. En 1995, el Papa Juan Pablo II, después de
haber comprobado milagros obtenidos por la intercesión de este gran misionero,
lo declaró beato, y patrono de los que trabajan entre los enfermos de lepra.
Su restos mortales fueron trasladados en 1936 a Bélgica y reposan en la iglesia de la Congregación de los Sagrados Corazones en Lovaina. Cuando en 1959 Hawai llegó a ser el estado número 50 de la Unión Americana, los representantes del pueblo hawaiano escogieron al Padre Damián, para que su estatua les representara en el Capitolio de Washington.
El belga más grande de todos los tiempos
El 3 de mayo de 1936 entraba majestuoso el
"Mercator" en el puerto de Amberes. Una multitud expectante esperaba
en silencio que el buque atracara en su muelle. Junto a esta masa de gente
sencilla se encontraba el rey Leopoldo III y su gobierno; el cardenal primado
Van Roey y los obispos de Bélgica. Eran las 3 de la tarde cuando las ululantes
sirenas comenzaron a sonar mezcladas con los gritos y los vítores del gentío.
Bélgica sabía que estaba recibiendo a su héroe.
"El héroe más sublime de la caridad cristiana",
como había dicho el Primado. Antes, el presidente Roosevelt en carta al rey
belga había dicho: “...con razón le consideramos un héroe nacional “. En
procesión, escoltado por el pueblo y sus hermanos religiosos, llegó a su reposo
definitivo en Lovaina.
Sesenta y nueve años después, una encuesta nacional en la que
han participado miles de belgas eligió, en diciembre de 2005, al padre Damián
como el belga más grande de su historia.
Desde su independencia (proclamada el 20 de diciembre de
1830), Bélgica ha tenido personas destacadas en todos los ámbitos de la
actividad humana, sin embargo a la hora de elegir a su hijo más grande, el
pueblo se ha inclinado por un sencillo religioso que protagonizó en el siglo
XIX una gesta humana y religiosa impresionante. Para medir la grandeza, el
pueblo tiene un olfato especial.
Y lo que hizo Damián, encerrándose vivo para compartir los
sufrimientos y dolores de miles de leprosos encerrados forzosamente en la isla
de Molokai, no deja indiferente a los hombres y mujeres de buena voluntad.
Gandhi había dicho que el mundo cuenta con pocos héroes
comparables al padre Damián de Molokai. Bélgica, su país, lo ha proclamado como
el más grande de su historia.
Fuente: Parte del
texto ha sido extraído de la revista AVE MARÍA - Núm. 744 – Agosto -Septiembre
2008
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