"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA QUINTA SEMANA
DE PASCUA
Se decidió que Pablo, Bernabé y algunos más subieran a Jerusalén a consultar a los apóstoles y presbíteros sobre la controversia.
La lectura evangélica
que nos presenta la liturgia de hoy (Jn 15,1-8), es la misma que leyéramos este
pasado quinto domingo de Pascua.
La primera lectura de hoy (Hc 15,1-6) nos narra los eventos que dieron
lugar al primer “Concilio” de Jerusalén. En días anteriores hemos estado
siguiendo a Pablo y a Bernabé evangelizando los pueblos paganos logrando muchas
conversiones y estableciendo aquellas primeras comunidades de fe que comenzaron
a darle a la Iglesia su carácter de “católica” (que quiere decir “universal”).
Habían regresado a Antioquía, de donde habían partido, y les habían contado a
todos los logros de su misión evangelizadora.
Entonces “unos que bajaron de Judea se pusieron a enseñar a los hermanos
que, si no se circuncidaban conforme a la tradición de Moisés, no podían
salvarse”. De nuevo la mala costumbre de tratar de imponer a otros nuestra
“visión” de lo que debe ser la Iglesia. Estos cristianos, procedentes del
judaísmo, pretendían que todos los paganos que se convirtieran al cristianismo
tenían que hacerse primero judíos y ser circuncidados.
Eran los llamados “judaizantes”, judíos que observaban estrictamente la
Ley de Moisés antes de convertirse al cristianismo. Se trataba de judíos que no
habían comprendido que el concepto de “pueblo elegido” (la Antigua Alianza)
había sido sustituido por el de “nuevo pueblo de Dios” (la Nueva y definitiva
Alianza), abierto a todo el que aceptase la Palabra de Jesús y la Buena Noticia
del Reino. La Antigua Alianza, sellada con el signo de la circuncisión, había
sido superada por la Nueva Alianza, sellada con la sangre derramada por Jesús
en la Cruz.
La Iglesia de Antioquía estaba compuesta en gran parte por paganos
convertidos al cristianismo. Pretender imponer a estos todas las obligaciones
de la Ley de Moisés (la circuncisión, las restricciones alimenticias, los ritos
de purificación, hábitos de plegaria, etc.), no solo iba a resultarles
incómodo, sino que iba a desalentarlos, pues resultaba contrario a la Palabra
que Pablo y Bernabé les habían predicado: Que la fe en Jesucristo, la adhesión
a sus enseñanzas, y el bautismo, eran suficientes para convertirlos en
cristianos. De ahí que “esto provocó un altercado y una violenta discusión con
Pablo y Bernabé; y se decidió que Pablo, Bernabé y algunos más subieran a
Jerusalén a consultar a los apóstoles y presbíteros sobre la controversia”.
Así lo hicieron, y “los apóstoles y los presbíteros se reunieron a
examinar el asunto”. ¡El primer Concilio! Mañana veremos cómo aquellos primeros
padres conciliares, guiados por el Espíritu Santo, resolvieron esa primera gran
controversia en la Iglesia primitiva. Es el nacimiento de lo que hoy llamamos
el Magisterio de la Iglesia, al que Pablo, a pesar de que sabía tener la razón
se sometió.
Ese tipo de controversia nunca ha desaparecido del seno de la Iglesia.
Todavía hoy vemos cómo personas o comunidades conservadoras, aferradas a las
formas “tradicionales” de la Iglesia pretenden imponer su manera de practicar
la fe a nuevos grupos o movimientos dentro de la Iglesia por el mero hecho de
alabar y manifestar su fe de manera “distinta”, llegando al punto de
rechazarlos y excluirlos de sus comunidades. Eso ocurre, por ejemplo, con los
grupos carismáticos y los de pastoral juvenil.
No olvidemos el nombre de nuestra Iglesia, “Católica”, universal, donde hay cabida para todos. Nuestra Iglesia es una de inclusión, no de exclusión.
No hay comentarios:
Publicar un comentario